Cuando los obispos de Roma se marcharon a Avignon
EL DESTIERRO DE AVIGNON
Tras el breve pontificado de Benedicto XI, que trató de defender como pudo la memoria de Bonifacio VIII, lacerada por todo tipo de acusaciones procedentes de Francia, en Perugia y después de once meses de cónclave fue elegido en 1305 el arzobispo de Burdeos, Bertrand de Got, que no era cardenal y que en el conflicto entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso había mantenido cierta neutralidad. Tomó el nombre de Clemente V, su coronación tuvo lugar en Lyon, en presencia de Felipe IV el Hermoso. Ya desde entonces se vio clara la presión del rey y la debilidad del papa. Ni siquiera bajó a Italia y en 1309 se dirigió a Avignon donde estableció su residencia y donde su sucesor, Juan XXII (1316-1334), elegido tras casi dos años y medio de cónclave, se instaló definitivamente, entre otras razones porque en Roma sus enemigos políticos, azuzados como se verá por Luis de baviera, le habían declarado herético y buscaban la convocatoria de un concilio.
Desde este año hasta 1377 los Papas permanecieron en esta ciudad donde Benedicto XII (1334-1342), hombre de moral rigurosa, cisterciense ansioso de reforma y Papa de buenas costumbres, que no permitió el nepotismo que tan común fue en aquella época, años después edificará un imponente palacio para que sea digna morada de los pontífices. Clemente VI (1342-1352), abad benedictino mucho menos riguroso y tendente al dispendio, compró el territorio de Avignon a la reina Juana de Nápoles para que, por lo menos formalmente, residiesen los Papas en territorio propio.
Tras el pontificado del más austero Inocencio VI (1352-1362) que contrastó con su fastuoso predecesor, llegó el momento de Urbano V, el cual recogiendo los frutos de la labor restauradora del cardenal Gil de Albornoz, que había restablecido cierto orden en el Estado de la Iglesia, e insistido por las insistencias de la virtuosísimas Santa catalina de Siena, santa Brígida de Suecia y el menos virtuoso Petrarca, entre otros, volvió a Roma y allí permaneció por espacio de tres altos, de 1367 a 1370, pero la inestabilidad política y la inseguridad de la península le animaron a volver a Avignon. Por fin, su sucesor Gregorio XI, movido una vez más por las suplicas de Catalina de Siena, por las necesidades objetivas de la Iglesia y de su Estado, por el estallido de la guerra entre Francia e Inglaterra, que hacía muy poco segura su permanencia en Francia, en 1377 traslado definitivamente la sede pontificia a Roma.