InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: Monacato

1.04.13

Dom Columba Marmion: un monje que dejó huella en el siglo XX

Uno de los autores más populares y sólidos de espiritualidad del siglo XX fue, sin duda, el abad benedictino Columba Marmión. Joseph Aloysius, pues ese era su nombre de nacimiento, nació el 1 de abril de 1858 en Dublín, Inglaterra, en el seno de una familia numerosa y muy devota. Nadie podía imaginar que el recién nacido sería uno de los autores católicos sobre espiritualidad más famosos de los tiempos modernos. En el ambiente irlandés del s. XIX, no era extraño que alguno de los miembros de la familia fuera sacerdote o religioso. Columba, que tendría además tres hermanas monjas, entró en el seminario con dieciséis años, después de estudiar en un colegio jesuita.

Pronto demostró ser inteligente y estudioso. Por esta razón, fue enviado a estudiar al Pontificio Colegio Irlandés de Roma, donde terminó sus estudios en Teología y fue ordenado sacerdote en 1881. Desde joven vivió una honda espiritualidad. Era como si “estuviera consumido por una especie de fuego interior o de entusiasmo por las cosas de Dios”, como han explicado los que le conocieron entonces. Su entrada en el seminario reafirmó aún más esta fe, llegando a comprender que lo que estudiaba no era mera teoría, sino que en ello estaba lo más importante de la doctrina católica, “que el amor de un hombre por Dios se mide por su amor al prójimo”.

Y se puede decir que lo ponía en práctica, como se ve en la siguiente anécdota. Cuando contaba diecisiete años se enteró de que una de sus vecinas estaba pasando por enormes dificultades, incluso había sido citada en un tribunal por no poder hacer frente a sus deudas. Joseph tenía un dinero que había ido ahorrando poco a poco para hacer un viaje y, al enterarse de la noticia, se dio cuenta de que tenía que elegir entre ayudar a la vecina o disfrutar del fruto de sus ahorros. Después de darle vueltas toda la noche, decidió ayudar a la vecina.

En el seminario, estas actitudes no hicieron sino crecer, y es en esa época cuando vive un hondo cambio espiritual. Parece ser que un día, yendo a la sala de estudio, sintió “una luz infinita de Dios”, un fenómeno extraordinario de la presencia de Dios. Aunque la luz duró un instante, dejó una impresión indeleble en su vida. Este hecho sólo lo referirá lleno de emoción en los últimos días de su vida como acción de gracias. El joven seminarista era reservado a la hora de comunicar estas experiencias espirituales, a las que siempre restaba importancia.

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7.06.12

Pedro Damián, cardenal benedictino y precursor de la reforma gregoriana

Vigoroso denunciador de los males de su época y gran contemplativo

Pedro Damián, ermitaño y hombre de Iglesia

Juan de Lodi, que fue su fiel compañero durante sus últimos años, escribió la vida del que considera el ermitaño más famoso e influyente de su siglo. Nació -refiere- en Ravena, en el seno de una familia acomodada, en 1007. Perdió a sus padres cuando tenía unos dos años; educado duramente por uno de sus hermanos mayores, su infancia fue miserable e infeliz, pero Pedro superó el trauma dedicándose intensamente al estudio. Primero en Ravena, mas tarde en Faenza y en Parma, fue un estudiante ejemplar. Empieza a enseñar con gran éxito: tiene muchos discípulos y gana mucho dinero. Y con la preparación que consiguió, en esas mismas ciudades italianas del Norte, tuvo facultades para criticar el comportamiento de los clérigos seculares así como de los monjes. Tanto el trafico de dinero como el despliegue de riquezas de la jerarquía y de los monasterios le resultaban ofensivos, y le impulsaron a buscar una alternativa a la vida monástica de su tiempo. Tenía veintitantos años cuando atravesó una crisis que le condujo finalmente a la soledad. En efecto, conoció casualmente a dos ermitaños de Fonte Avellana, que le escucharon con mucha caridad y le hablaron del abad Romualdo. Lleno de agradecimiento, el joven quiso regalarles un vaso de plata. Ellos se negaron cortes y rotundamente a aceptarlo. Pedro reflexionó: aquellos hombres eran “verdaderamente libres, verdaderamente felices", cuenta Juan de Lodi.

Pedro Damián quiso ser libre y feliz, como ellos. Decidido a abrazar la vida monástica, no llamó, como Romualdo, a las puertas de una abadía rica y tradicional, sino que se dirigió directamente al eremitorio de Fonte Avellana. Hacia 1035, cuando ingresó, Fonte Avellana era un eremitorio modesto, de orígenes oscuros, como suelen serlo los de las colonias de ermitaños. Los autores suponen que se fundó en el último decenio del siglo x y suelen atribuir su fundación a san Romualdo o a Landolfo, su discípulo. El primer documento que le concierne es el privilegio de exención de la autoridad episcopal y de protección apostólica concedido por Silvestre II (999-1003). Al llegar Pedro Damian se componía de un pequeño oratorio en torno al cual se levantaban, sin orden ni concierto, unas pocas celdas, en medio de un bosque salvaje.

Era una comunidad pobre y prácticamente desconocida, por lo que el nuevo ermitaño debió descollar enseguida, aunque solo fuera por su formación literaria y sus conocimientos. Ordenado sacerdote, salía a predicar y enseñar en diversos monasterios. En 1043, fue elegido prior y hacia 1045-1050, compuso una regla para los ermitaños de Fonte Avellana y diversos tratados, casi todos relacionados directamente con la vida monástica.

En adelante seguirá dedicándose con asiduidad a esta actividad literaria, además de fundar otros eremitorios. Pero no por ello dejó de interesarse por el bien de la Iglesia de su tiempo: Preocupado por la pésima situación espiritual de algunos sectores eclesiásticos, e impulsado por el emperador Enrique III, compuso y dirigió una célebre carta a Clemente II (1048), en la que lo exhortaba a dar un impulso más eficaz a la reforma eclesiástica. Pero la muerte del Papa impidió se tomara ninguna medida en este punto. Fue León IX (1048-1054) quien inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador. Por su parte, Pedro Damián, que sólo ansiaba el mejoramiento de la Iglesia, publicó entonces su célebre obra Libro Gomorriano, ua especie de Libro de los incontinentes, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo y a las veces algo exagerado va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal.

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9.08.11

Los comienzos del monacato cristiano

EN SIRIA HABITARON LOS PRIMEROS MONJES CRISTIANOS

Si en todos los países y en todas las épocas de la historia religiosa han aparecido movimientos de espiritualidad, tendentes hacia una vida más evangélica, éstos se manifestaron de un modo espectacular en la provincia siria durante los siglos IV, V y VI. ¿Quién fue el primer cristiano que se retiró a la soledad para vivir «la vida angélica»? ¿Cuándo apareció la vida monástica en Siria? Preguntas hasta hoy sin respuesta. La Historia religiosa de Teodoreto de Ciro, documento básico para conocer la vida de los primeros gigantes de la ascesis siria, nada nos dice del origen del movimiento monástico.

Hasta hace algunos años, se creía que el monacato sirio derivaba directamente del egipcio, ya que se pensaba que el movimiento nació en el Valle del Nilo y de allí se extendió a Siria, Mesopotamia y Palestina. Hoy, en cambio, nos inclinamos por un origen autónomo del monacato sirio, acaso paralelo al egipcio. El monacato sirio parece haber nacido fuera de toda influencia extranjera. Esto no quiere decir que, en una etapa posterior, no haya habido intercambios de influencias entre las instituciones sirias y egipcias. «Creo, escribe J. M. Fiey, que hoy se está de acuerdo en afirmar que el fenómeno monástico y después el cenobitismo nació y se extendió, independientemente y casi simultáneamente, en Egipto y en Palestina-Siria-Mesopotamia. Pero mientras el primitivo monacato egipcio tiene figuras conocidas: Antonio, Pablo, Macario, etc., el monacato sirio no ha conservado el recuerdo de sus grandes antepasados».

No es exagerado si decimos que Siria estuvo en la vanguardia del movimiento monástico y que conoció una vida religiosa tan próspera, si no más, como Egipto. Es sabido que el historiador eclesiástico Teodoreto, obispo de Ciro, quiso demostrar, entre otras cosas, escribiendo su Historia religiosa, que los monjes sirios no eran inferiores a los del Valle del Nilo ni en número, ni en santidad, ni en proezas ascéticas. El obispo historiador les compara, por su número, a las innumerables flores que brotan cada primavera en los campos, donde cada una exhala su perfume característico. Sin embargo, la historia del monacato sirio bajo sus dos formas: anacorética y cenobítica, es casi desconocida. «La historia del monacato sirio y de sus instituciones, escribe S. Jargy, ha sido la menos estudiada y, por eso mismo, la peor conocida». Aparte de san Juan Crisóstomo y Teodoreto de Ciro que escribieron sobre la vida de los monjes sirios, raros son los autores que nos hablan de la primitiva vida monástica en Siria. No nos queda otro recurso, si queremos conocer las instituciones monásticas, que la investigación arqueológica, por cierto muy rica y poco explorada hasta la fecha. La investigación arqueológica será la fuente principal del presente estudio y gracias a ella nos será posible reconstruir, en parte, la vida de los monjes de los primeros siglos.

La historia religiosa de este período se caracteriza por una búsqueda de nuevas formas de vida cristiana. En efecto, Siria es el terreno fértil donde aparecen las más originales manifestaciones de vida solitaria, profundamente marcadas por el espíritu individualista de la raza. Todas las formas de ascesis cristiana se dan cita en las soledades sirias, desde el cenobitismo civilizado hasta el anacoretismo semisalvaje. Teodoreto de Ciro se complace en enumerar las singularidades carismáticas de sus conciudadanos y las técnicas ascéticas de sus monjes cuando escribe:

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27.01.11

La huella indeleble del gran San Bernardo de Claraval

San Bernardo y la expansión cisterciense (y II)

Milagro de San Bernardo, Loarte, Museo de El Prado

Desde el comienzo de la administración del Abad Estebah Harding,, explica L. J. Lekai, se notó una rápida expansión del patrimonio de Cister, gracias a su excelente relación con la nobleza de la vecindad. En un período de 5 o 6 años, los monjes establecieron sus primeras granjas, Gergueil, Bretigny y Gremigny, la mayoría en tierras donadas por la condesa Isabel de Vergy, que fue bienhechora insigne de Esteban y de sus monjes. Aimón de Marigny les concedió Gilly-les-Vougeot, posterior residencia veraniega de los abades. Alrededor de 1115, consiguieron los famosos viñedos, conocidos posteriormente como Clos-de-Vougeot, que fueron, quizá, los bienes raíces más valiosos de Borgoña. Recibieron varias donaciones como “limosnas libres”, esto es, que cualquier derecho sobre diezmos que retuviera el donante, se le remitía en su totalidad o se le daba su equivalente en una donación anual, nominal, de las cosechas.

Pero, como se dijo, a comienzos de la segunda década del siglo XII la situación de Citeaux había empeorado por falta de vocaciones y difícil se veía la supervivencia del cenobio si no hubiese llamado a sus puertas un nutrido grupo de candidatos que llevaba a la cabeza a San Bernardo. Bernardo de Fontaines era de noble familia de la Borgoña, había nacido en 1090, en Fontaine, cerca de Dijon había estudiado en la reputada escuela de Chatillon-Sur-Seine Tenía gran inclinación a la literatura y se dedicó algún tiempo a la poesía. Ganó la admiración de sus maestros con su éxito en los estudios y no menos destacable fue su crecimiento en la virtud. El gran deseo de Bernardo era progresar en literatura, con vistas a abordar el estudio de la Sagrada Escritura para hacerla su propia lengua, como así fue. Por su preclara inteligencia, por su carácter ardiente y amable, y por la aristocracia de su sangre, podría prometerse un buen porvenir en el mundo, pero a él renunció generosamente para elegir el encerramiento del austero monasterio de Citeaux, arrastrando en dicha renuncia, según la tradición cisterciense, a sus amigos y parientes.

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21.01.11

La gran aventura de la reforma cisterciense (I)

ROBERTO, ESTEBAN Y ALBERICO, LOS TRES PILARES

El esplendor de los monjes cluniacenses nunca se había visto en la historia del monacato, ni se ha vuelto a ver. Sus diez mil monjes, esparcidos por toda Europa, poseían monasterios opulentos, con posesiones inmensas; y disfrutando del favor de los reyes y de los Papas, ejercían poderosa influencia, tanto en lo religioso como en lo político, en lo social y en lo cultural. Los mismos obispos manifestaron al Papa Calixto II el temor de quedar obscurecidos por aquellos abades que lo invadían todo.

Sus monasterios, de magnífica arquitectura románica, atestiguan todavía su antigua grandeza, con sus riquísimos templos de ábside semicircular y torres esbeltas, en torno a los cuales se abrían los claustros y se apiñaban las oficinas y demás estancias monacales. En sus granjas y fincas rurales se explotaban la agricultura y la industria por medio de siervos y colonos. Sus escritorios eran talleres de fecundo trabajo intelectual y artístico.

Pero a comienzos del siglo XII la riqueza y la ociosidad habían sumido a Cluny en un cierto torpor espiritual y aun en lamentable decadencia religiosa y cultural. Y como los monasterios se multiplicaron tanto, no era fácil visitarlos ni vigilarlos de lejos, y así fue languideciendo la observancia. No se pueden tomar a la letra, ni menos universalizar, las fuertes acusaciones de San Bernardo contra los cluniacenses en materia de comida, vestido o boato externo, pero sin duda sus palabras son sintomáticas.

Es curiosos advertir que en esa decadencia influye de algún modo el exceso de lo que parecía más santo y sustancial de Cluny: La liturgia, a la cual se dedicó ya un artículo. Afirma J. Leclercq, benedictino y gran experto en el monacato medieval, en su biografía del Abad Pedro el Venerable: “Su complicada reglamentación, su prolijidad exagerada, debían traer como consecuencia la desaparición del espíritu interior. La organización, que al principio hizo el renombre de Cluny, se había convertido en un ejercicio mecánico. Con sus letanías, con sus preces, con sus procesiones, con sus continuas oraciones por los reyes, los abades, los bienhechores y los difuntos, el oficio había llegado a prolongarse de tal modo, que el monje apenas tenía tiempo para hacer otra cosa. Era lo contrario del espíritu de San Benito, cuando ordenaba con tanta discreción que la oración en comunidad debía ser breve, regla de oro de la cual sólo podía salirse el individuo por impulso especial de la divina gracia. Hasta Pedro el Venerable nos habla del aburrimiento y de la prolijidad.”

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