InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: General

30.01.14

Aquella hija primogénita de la Iglesia

CON OCASIÓN DEL 1200º ANIVERSARIO DE CARLOMAGNO (I)

RODOLFO VARGAS RUBIO

El 28 de enero se han cumplido 1.200 años de la muerte de Carlomagno, emperador de Occidente y rey de los Francos y los Lombardos. Después de Constantino el Grande es, sin duda, el hombre que más ha influido en la evolución de nuestra civilización y, desde luego, puede considerársele a justo título como el padre de Europa, a la que él contribuyó decisivamente a formar. Su obra fue continuación de la de su abuelo y la de su padre, pero su fama fue tan legendaria que de su nombre tomo el suyo no solamente la segunda dinastía franca, sino toda una época, que constituyó un auténtico renacimiento, antecedente de aquel más nombrado y conocido de los siglos XV y XVI. El término “carolingio” ha dejado una profunda huella en la Historia de nuestra civilización.

El que podemos llamar inicialmente Carlos de Austrasia nació en 742, sólo diez años después de la batalla de Poitiers, librada victoriosamente por su abuelo Carlos Martel contra los sarracenos y que libró a la Cristiandad de la conquista islámica (que ya había engullido a la España visigótica, después de sojuzgar al antiguo imperio sasánida de los persas, a todo el norte de África y a parte del Medio Oriente bizantino), haciéndolos retroceder al sur de los Pirineos. En una Europa en pañales, dicha gesta debe considerarse fundamental; ella había de marcar, además, el destino del niño que se convertiría con el tiempo en el forjador de esa misma Europa y protector de la Iglesia.

Carlos descendía de dos importantes familias de la nobleza franca: la de los pipínidas y la de los arnúlfidas. La primera traía su origen de Pipino de Landen y la segunda de san Arnulfo, obispo de Metz, ambos importantes personajes de la corte de Austrasia, cuyos hijos respectivos Begga y Ansegiso se casaron y tuvieron un hijo: Pipino de Heristal, padre de Carlos Martel, pertenecientes ambos a la línea de mayordomos de palacio de Austrasia. En este punto conviene hacer algunas precisiones sobre la monarquía franca, que no hay que confundir con Francia, la cual aún no existía como tal.

La monarquía franca

La Galia, conquistada por César, fue invadida por el norte (Bélgica) en el curso de los siglos IV y V, por tres tribus germánicas: los francos salios (originarios de Frisia), los francos renanos o ripuarios (procedentes del curso medio del Rin) y los alamanes (provenientes de los valles del Elba y del Meno). Otra tribu, la de los Burgundios (oriunda de Escandivia), ocupó pacíficamente el valle del Ródano como pueblo federado al Imperio Romano. A fines del siglo V, bajo Clodoveo I, los francos salios derrotaron a los alamanes en Tolbiac (496) y, a continuación, se expandieron rápidamente hacia el oeste, conquistando todas las tierras gálicas hasta Armórica (nombre romano de la Bretaña) y hacia el suroeste, arrebatando la Aquitania a los visigodos. La Galia quedó de este modo repartida entre el reino franco y el reino borgoñón. Los francos, gracias al bautizo de Clodoveo, se habían constituido en el primer reino de fe católica en una Europa mitad arriana y mitad pagana (éste es el origen del apelativo de Francia como “hija primogénita de la Iglesia”).

La costumbre germánica de dividir las heredades entre todos los hijos sin preferencia del primogénito determinó las sucesivas fracciones del reino franco bajo los merovingios (nombre de la primera dinastía franca, tomado de Meroveo, abuelo de Clodoveo). Los dos reinos más importantes surgidos de tales particiones fueron Neustria y Austrasia. El primero acabó ocupando el noroeste de la actual Francia, Aquitania y Borgoña; el segundo, el noreste, las cuencas del Mosa y del Mosela y la cuenca media e inferior del Rin. En ciertos períodos Neustria y Austrasia se unieron bajo la denominación de “regnum Francorum”, pero no fue hasta los carolingios cuando se unieron definitivamente.

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31.12.13

450 aniversario de un Concilio fundamental

EL CONCILIO DE TRENTO: TAN FUNDAMENTAL COMO POCO RECORDADO (I)

RODOLFO VARGAS RUBIO

Se acaban de cumplir 450 años de la clausura del Concilio de Trento, XIX de los Ecuménicos, el más decisivo desde el de Nicea en 325 y, desde luego, el más importante de la Historia de la Iglesia desde el punto de vista dogmático, teológico y disciplinar. La efeméride, sin embargo, ha pasado sin pena ni gloria en medio de la euforia mediática que todavía inspira el sorprendente pontificado del papa Francisco y desdibujada por los fastos del cincuentenario del Vaticano II, el “súper-concilio” mitificado en amplísimos sectores eclesiales. Entiéndasenos bien: no discutimos la trascendencia de esta magna asamblea llevada adelante por el beato Juan XXIII y el venerable Pablo VI, pero sí creemos que es necesario redimensionarla de acuerdo con su naturaleza eminentemente pastoral y en la perspectiva de la continuidad con la tradición marcada por los veinte concilios anteriores (como por otra parte han puesto de manifiesto los papas Benedicto XVI y Francisco). Si se nos permite la comparación, en Trento la Iglesia tuvo que reconstruirse y dotarse de una fuerte estructura que le permitiera seguir en pie con renovada solidez tras el terremoto de la revolución protestante; en el Vaticano II se trataba más bien de un remozamiento impuesto por el paso del tiempo, el cual exigía quizás el sacrificio de algún elemento arquitectónico (incluso valioso), pero no tocaba la estructura. Pero entremos en materia.

Situación de la Iglesia antes de Trento

Cierto es que a la contestación radical de la Iglesia de Roma por parte de los novadores del siglo XVI dio pábulo un estado de cosas nada lisonjero: papas mundanos, clero aseglarado, abuso de lo sagrado, superstición popular y un largo etcétera. Pero tampoco hay que cargar demasiado las tintas: no todo el panorama era tan sombrío. La santidad sabía abrirse paso y la Iglesia nunca dejó de ser el auxilio de los necesitados y el consuelo de los afligidos. Su gran red de beneficencia resistió los más duros embates y a las más sangrantes contradicciones. Los antecedentes de esta grave crisis hay que buscarlos en el “otoño de la Edad Media” (como lo llamó Huizinga), en la desorganización de un mundo tenido por acabado y perfecto, en el que cada cosa tenía su lugar según una jerarquía rigurosa e inmutable. La ruina de la supremacía papal medieval (abatida por la Francia de Felipe el Hermoso, precursora de los Estados-nación) redujo al Romano Pontífice a la condición de uno de tantos príncipes italianos, más preocupado por la política temporal que por el interés general de la Cristiandad; el Cisma de Occidente –que enfrentó hasta a tres papas simultáneos– favoreció el conciliarismo y las tesis que ponían en tela de juicio la autoridad primada del Vicario de Cristo; la decadencia de la Escolástica (convertida en un vano debatir académico) desvalorizó la teología; la Peste Negra diezmó también gravemente al clero tanto secular como regular, cuyos efectivos fueron reemplazados en muchos casos por gente sin vocación; el temor de las muchedumbres al espectáculo de la terrible mortandad fomentó el fanatismo supersticioso, pero también el desenfreno y la licencia en un afán por capturar el momento fugaz de los goces terrenales.

Conatos de reforma

A este estado de cosas se intentó responder de dos modos bien distintos. Hubo por un lado la tendencia subversiva, de aquellos que pretendían el cambio mediante una ruptura con la autoridad de la Iglesia. Los ejemplos más célebres son quizás los de John Wyclif y los lolardos en Inglaterra y el de Juan Hus, Jerónimo de Praga y sus secuaces en Bohemia. Se los puede considerar como los herederos del espíritu contestatario de los joaquinistas (seguidores de las enseñanzas del abad Joaquín de Fiore), dulcinistas o hermanos apostólicos (fundados por fray Docino de Novara) y fraticelli o espirituales (opuestos al papa Juan XXII), así como directos antecesores de la revolución protestante, cuyas doctrinas heréticas se encuentran ya en ellos. La otra tendencia reformista fue la ortodoxa, representada principalmente por los Hermanos de la Vida Común, fundados en Deventer (Holanda) por Gerard de Groot e impulsores de la llamada devotio moderna, una religiosidad basada en las Sagradas Escrituras y los Santos Padres (con lo que anticiparon el Humanismo) y depurada de elementos supersticiosos. También algunos obispos, como san Antonino de Florencia, se mostraron activos en este sentido, pero se trataba de esfuerzos aislados.

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3.10.13

A los 55 años de la muerte de Pío XII

VENERABLE PÍO XII (1939-1958): PASTOR ANGELICVS

RODOLFO VARGAS RUBIO

El triple título de doctor optimus: Ecclesiae sanctae lumen: divinae legis amator, bien conviene a la memoria bendita de Pio XII, Pontífice de nuestra afortunada época” (Beato Juan XXIII: Radiomensaje de Navidad del 23 de diciembre de 1958)

Pacelli: Pax coeli, la paz del cielo. La que fue anunciada a Noé bajo la forma de ramita de olivo llevada en su pico por una paloma blanca. La que Dios dio al orbe significándola mediante el arco iris, puesto entre el cielo y la tierra. La que es obra de la justicia, producto de la santidad. La paz no del mundo, sino la de Cristo, levantado también entre el cielo y la tierra para reconciliar a la Humanidad con su Creador. La paz del alma, la paz interior, la que es presupuesto de toda otra clase de paz. Eugenio Pacelli nació para ser heraldo de esa paz. Y no pudo escoger mejor nombre que el de Pío, que evoca la devoción, la mansedumbre, la santidad, la mediación entre Dios y los hombres. Pío es, además, el epíteto de los grandes civilizadores, aquellos que levantaron ciudades sobre los cimientos de la religión: Pius Aeneas, Pius Romulus. Eneas, salvando los penates de Troya, y su descendiente Rómulo, reparando el sacrilegio de su hermano Remo, fundaron nuestra civilización sobre la concordia con Dios, presupuesto de toda verdadera paz. Romano de Roma, legítimo heredero de esta tradición, Pío XII fue el gran defensor de la civilización cristiana, de la ciudad católica, aquella que –como decía su predecesor San Pío X en la Carta Notre charge apostolique de 1910– “no está por inventar” ni “por edificarse en las nubes”, sino que “ha existido y existe”, no tratándose sino de “establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo.

Un hijo de la Roma papalina

Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli vino al mundo el 2 de marzo de 1876, tercero de los hijos (segundo varón) del abogado de la Sacra Rota y más tarde abogado consistorial Filippo Pacelli (1837-1916) y de Virginia Graziosi (1844-1920). Por ambos costados se hallaba vinculado a tradicionales servidores de la Santa Sede, pero fue su abuelo paterno Marcantonio Pacelli (1804-1900) el que hizo la fortuna de los suyos. Llegado a Roma con tan sólo 15 años desde su natal Onano (en provincia de Viterbo), bajo la protección de su tío monseñor Prospero Caterini, realizó brillantemente sus estudios en ambos Derechos, convirtiéndose en 1834 en abogado de la Sacra Rota y, entrando así en el poderoso círculo de los abogados laicos al servicio del Papado. Gregorio XVI lo tuvo como secretario de Finanzas. Bajo el pontificado del beato Pío IX apoyó decididamente el poder temporal de la Iglesia, puesto en cuestión por el Risorgimento. Acompañó al Papa Mastai en su exilio de Gaeta de 1849 (lo que le valdría más tarde los títulos de noble de Acquapendente y Sant’Angelo in Vado en premio a su lealtad). Al regreso recibió el nombramiento de ministro substituto del Interior, cargo desde el que tuvo que afrontar la escalada revolucionaria desde fuera y dentro del Estado Pontificio y en el que se mantuvo desde 1851 hasta la caída de Roma en 1870. Durante su gestión, intervino decisivamente en la fundación del diario oficioso de la Santa Sede L’Osservatore Romano, cuyo primer número vio la luz el 1º de julio de 1861. Marcantonio Pacelli era consciente de la importancia creciente del periodismo, por lo que había querido que, al lado del boletín oficial del gobierno papal –Il Giornale di Roma– se añadiera la publicación de un periódico de opinión, polémico y aguerrido como lo exigían las difíciles circunstancias de una época que todo lo ponía en cuestión.

El pequeño Eugenio fue bautizado a los dos días de nacer, el 4 de marzo, por don Giuseppe Pacelli, tío paterno, en la iglesia parroquial de los Santos Celso y Juliano (hoy suprimida y cuya pila bautismal se conserva en la Basílica romana de San Pancracio). Criado en un entorno de piedad, fomentado por su madre, y en el respeto a las tradiciones de la Roma papal de su familia, fue confirmado a los cinco años por un amigo y paisano de los Pacelli, monseñor Costantini, obispo de Nepi y Sutri. Se cuenta que el niño Eugenio solía jugar a decir misa en un pequeño oratorio que se había instalado en un rincón de la casa paterna. Los Pacelli se habían mudado, a la sazón, del apartamento que ocupaban en el tercer piso del Palazzo Pediconi, en el número 34 de la via degli Orsini (casa natal del futuro Pío XII), a otro en el número 19 de la via de la Vetrina, no lejos del Palazzo Taverna. El pequeño frecuentaba la bella Chiesa Nuova (Santa Maria in Vallicella), sede del Oratorio de San Felipe Neri, en la que solía servir la misa como monaguillo.

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26.09.13

Lo que puede hacer un sacerdote en tiempos de crisis

FORMADOR DE TRABAJADORES Y EMPRESARIOS CRISTIANOS

En estos tiempos de crisis económica queremos presentar el ejemplo de un sacerdote español del siglo pasado, José María Arizmendiarrieta, párroco vasco que en tiempos de profunda crisis económica para su parroquia usó su imaginación para promover todo tipo de inciativas, algunas de las cuales traspasaron los límites parroquiales y hoy son conocidas en el mundo entero.

Don José María, cuyo apellido se acorta frecuentemente en Arizmendi, nació el 22 de abril del año 1915 en el caserío Iturbe de la anteiglesia de San Pedro de Barinaga, perteneciente a Markina-Jeméin (Vizcaya), en el seno de una familia modesta, hijo de José Luis Arizmendarrieta y Tomasa Madariaga. Era el mayor de cuatro hermanos, además de él su hermana María, Francisco y Jesús. Su infancia transcurrió en el característico ambiente sacrificado del campo vasco de entonces, en el que el exigente trabajo cotidiano quedaba regido por el ritmo de las estaciones que ordenaban las faenas agrícolas y ganaderas. El pequeño tomó de su madre una profunda vida espiritual en la que trabajo y fe constituían dos valores asociados y esenciales. Esta espiritualidad era renovada diariamente con el rezo del rosario antes de la cena, así como con la participación en los sacramentos en la vecina Iglesia de San Pedro de Barinaga.

A los cuatro años comenzó a ir a la escuela, que era un local anexo a la parroquia que costeaban los vecinos de aquel barrio de Barinaga. Pensativo, dotado para el pensamiento abstracto, hábil en el dibujo y los trabajos manuales, interesado por la lectura y con una curiosidad innata, el mayor de los Arizmendiarrieta pronto destacó como uno de los mejores estudiantes de la escuela. Su habilidad con las letras y su afán de conocimiento fueron alentados por su querida madre, Tomasa, así como por su maestra, Patrocinio.

En 1922, el Obispo de Vitoria, Leopoldo Eijo Garay, convocó por primera vez a los jóvenes vizcaínos a comenzar los estudios sacerdotales en el nuevo seminario provincial, recién inaugurado. En 1927, con doce años de edad, José María cedió el mayorazgo al siguiente hermano ingresando en el Seminario Menor de Castillo-Elejabeitia, para estudiar sobre todo latín y cultura general. Cuatro años más tarde, en 1931, se incorporó al Seminario Conciliar de Vitoria donde estudió Filosofía y Teología, estudios que tuvo que interrumpir al estallar la Guerra Civil de 1936 cuando era época de vacaciones.

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16.09.13

Conversiones, multitudes y persecución de los buenos

PADRE PÍO, A LOS 45 AÑOS DE SU FALLECIMIENTO

JOSÉ RAMÓN GODINO ALARCÓN

San Francesco Forgione, más conocido como el P. Pío de Pietrelcina, fue uno de los fenómenos espirituales más grande del s. XX. Conocido en todo el mundo por sus estigmas, sus milagros y su clarividencia, corre sin embargo el peligro de ser encorsetado en un mero pietismo milagrero que esconda su honda humanidad. Nada más lejano de su vida y su experiencia espiritual. Nació en Pietrelcina, en el Benevento, el 25 de mayo de 1887, su madre, devota y sencilla católica que influiría en él de forma decisiva, le puso por nombre Francesco en honor de san Francisco de Asís. Fue bautizado al día siguiente en su pueblo, donde pasaría su infancia.

Como en tantas otras familias humildes de la zona, Francesco no pudo asistir regularmente a la escuela. El trabajo de la tierra, necesario para la supervivencia, le retenía muchos días en el campo. Sólo cuando tuvo doce años comenzó a estudiar regularmente de la mano del cura del pueblo, Domenico Tizzani, quien vio en él un futuro candidato al sacerdocio. En dos años aprendió toda la escuela elemental, pudiendo pasar con normalidad a realizar los estudios de Secundaria.

El encuentro con Fray Camillo, un fraile capuchino del vecino convento de Morcone, a 30 kilómetros de Pietrelcina, que iba de pueblo en pueblo pidiendo limosna, hizo que expresase su deseo de hacerse capuchino. Corría el año 1902 y Francesco había tenido una niñez débil y enfermiza, lo cual en un primer momento disuadió a los frailes. Sólo en otoño de 1902 llegó el consentimiento para entrar en el convento, dejando a su madre y a sus hermanos, pues su padre había emigrado a América en 1898. El 6 de enero de 1903 entró oficialmente en el convento.

Días antes, el 1 de enero, había tenido una visión después de comulgar que le anunciaba una continua lucha contra Satanás. El 5 de enero, la noche antes de entrar en los capuchinos, declaró haber tenido una aparición de Jesús y la Virgen que le aseguraban su protección y predilección. Las visiones serían desde entonces una constante en su vida, así como los ataques por parte del demonio. El 22 de enero, con tan sólo 15 años, tomó el hábito, con el nombre de fray Pío.

En 1904, pronunció sus votos simples y el 25 de enero de ese mismo año se trasladó al convento de Sant’Elía para continuar con sus estudios. Es en este convento donde se produjo su primera bilocación, asistiendo al nacimiento de Giovanna Rizzani, futura hija espiritual suya, nacida en Udine, Venecia, lejos de donde físicamente se encontraba el padre Pío en ese momento.

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