A los 75 años de la elección de Pío XII

TAMPOCO EL PAPA PACELLI QUISO VIVIR EN EL APARTAMENTO PAPAL

RODOLFO VARGAS RUBIO

El cónclave para elegir sucesor al papa Pío XI (fallecido el 10 de febrero de 1939) se clausuró hace setenta y cinco años, es decir el 1º de marzo de 1939. Eran tiempos especialmente difíciles, en los que la escalada bélica en Europa era cada vez más amenazadora. En realidad, se estaban cosechando los frutos de los errores sembrados en Versalles veinte años atrás, cuando los estadistas y políticos occidentales, haciendo caso omiso a los llamados a la moderación de Benedicto XV, liquidaron la Gran Guerra mediante una paz implacable y onerosa para los vencidos, creando así las condiciones para que volvieran a germinar el resentimiento, el odio y el afán de revancha. La crisis de 1929 y la depresión consiguiente habían generado un gran descontento y acabado por desacreditar al sistema liberal imperante, favoreciendo la ascensión al poder de regímenes autoritarios, que se presentaban como una alternativa a la amenaza del bolchevismo.

La década de los años treinta vio cómo los distintos totalitarismos pugnaban por avanzar en Europa. España era el escenario más trágico de esta lucha desde 1936 cuando quedó dividida en dos bandos apoyados respectivamente por Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini y por la URSS de Stalin. Las democracias occidentales se limitaban al papel oficial de espectadoras, aunque se hallaban seriamente preocupadas de que el precario equilibrio internacional se rompiera debido a la política agresiva germana. Ello las había llevado a practicar una política de apaciguamiento, que tuvo su punto culminante en la conferencia de Munich de septiembre de 1938, en la que el Reino Unido y Francia cohonestaron el expansionismo del nazismo (que se había anexionado Austria mediante el Anschlüss en marzo y se apoderaría de los Sudetes en octubre, disolviendo así Checoeslovaquia). Por otro lado, la URSS ya apuntaba hacia Finlandia y las Repúblicas Bálticas, así como a la difusión del comunismo en Europa a través de los Balcanes.

En el aspecto religioso, la situación no era tampoco muy halagüeña. Por un lado, era de temer el avance del comunismo, que había dado pruebas de su carácter antirreligioso en Rusia (donde había casi aniquilado a la Iglesia Ortodoxa) y en España (país en el que había organizado la persecución religiosa sistemática más cruenta de los tiempos modernos). Por otro lado, los gobiernos de Italia y Alemania no ocultaban su hostilidad hacia la Iglesia Católica, a cuyo clero y organizaciones –considerados como un estorbo para el adoctrinamiento de la juventud– hostigaban crecientemente en contravención de los concordatos firmados con la Santa Sede (cierto es, sin embargo, que sin éstos la condición de los católicos hubiera sido mucho peor). El panorama era, pues, más que preocupante cuando expiró Pío XI.

El cardenal Eugenio Pacelli, que había sido secretario de Estado del difunto papa, era también camarlengo de la Santa Iglesia Romana, cargo que otorga a su titular el poder de administrar los bienes temporales de la Santa Sede (dependientes antiguamente de la Cámara Apostólica) y el de presidir el gobierno interino de la Iglesia –que reside en el Sacro Colegio– durante la sede vacante. También le compete la certificación de la muerte del Papa y el sellado de todos sus aposentos. Contrariamente a lo que se suele creer, el cardenal Pacelli no observó la costumbre de golpear suavemente tres veces con un martillito de plata la sien del cadáver de Pío XI llamándolo por su nombre de pila, la cual había caído en desuso desde la época del cardenal Oreglia di Santo Stefano, que la omitió en 1903, cuando hubo de verificar el óbito de León XIII. Pacelli se limitó a hacer constar notarialmente que su amado mentor había realmente fallecido y retiró de su dedo elAnulus Piscatoris para su destrucción, de modo que no fuera posible falsificar bulas ni otros documentos pontificios. También tocó al camarlengo, en su condición de arcipreste de la Basílica Vaticana, la preparación del Palacio Apostólico para albergar el cónclave, que implicaba por entonces un estricto aislamiento de los electores. Debían acondicionarse 62 celdas para éstos, dividiendo los ambientes disponibles mediante tabiques y aprovechando al máximo el espacio. Lossampietrini tenían por entonces mucho trabajo que desquitar en poco tiempo, efectuando obras de mampostería, carpintería y cerrajería, además de total encalado de las ventanas para quitar toda visibilidad tanto desde dentro hacia fuera recinto como viceversa.

Pío XI, como se sabe, había preparado concienzudamente a su cardenal secretario de Estado para sucederle y así lo dio a entender en alguna ocasión a sus circunstantes, especialmente si eran cardenales (es decir, futuros votantes). Sin embargo, en los pasillos de los palacios vaticanos más bien se descartaba la elección de Pacelli. De acuerdo con el testimonio de Nazareno Padellaro (autor de una excelente biografía de Pío XII que seguimos para estas líneas), en L’Osservatore Romano nadie la creía posible, en el convencimiento de que una vez más se iba a cumplir la regla no escrita que barraba el paso del trono papal al secretario de estado del reinado anterior. El mismo interesado parecía estar seguro de que no saldría elegido: había indicado a sor Pascualina, su fiel gobernanta, que preparara su equipaje para una estancia más o menos larga en la casa de reposo Stella Maris de Rorschach (que pertenecía a la congregación de la monja: la de las Hermanas de la Santa Cruz de Menzingen). Además, había puesto su despacho de la Secretaría de Estado listo para que lo ocupara su sucesor. La misma mañana de la clausura del cónclave, los oficiales y todo el personal de las tres secciones de aquélla quisieron fotografiarse con su antiguo jefe como despedida.

Las legislaciones aplicables al acontecimiento que estaba por desarrollarse eran dos: la constitución apostólica Vacante Sede Apostolica dada por san Pío X el 25 de diciembre de 1904 y el motu proprio Cum proxime dado por Pío XI el 1º de marzo de 1922. Hasta el siglo XX los cónclaves se habían regido por la bula fundamental Ubi periculum de 7 de julio de 1274, que Gregorio X había sancionado en medio del Segundo Concilio Ecuménico de Lyon. Los pontífices sucesivos habían hecho retoques, los más importantes de los cuales fueron los establecidos por Pío IV mediante la constitución apostólica In eligendis de 9 de octubre de 1562 y por Gregorio XV mediante la constitución apostólica Aeterni Patris de 15 de noviembre de 1621.

San Pío X vio la necesidad de una reorganización completa del vetusto mecanismo de la elección papal para adaptarla a la marcha de los tiempos. Ya a poco de ser elegido había abolido el abusivo “derecho de exclusive” que reivindicaban las potencias europeas católicas –y habían ejercido en varias ocasiones– para impedir que un candidato no grato a alguna de ellas se convirtiera en papa. Los puntos principales de la constitución Vacante Sede Apostolica eran: que la elección del Romano Pontífice correspondía a los cardenales de la Santa Iglesia Romana y sólo a ellos (aunque la Iglesia se hallara en concilio ecuménico, que quedaba suspendido automáticamente por la muerte del Papa); que todas las penas y censuras eclesiásticas (incluida la excomunión) a las que estuviera sujeto un cardenal cesaban a los solos efectos del cónclave para que éste pudiera votar; que los cardenales tenían un plazo de diez días para reunirse en cónclave después de la muerte del Papa; que quedaría elegido el cardenal que obtuviera las dos terceras partes de los votos.

Cuando Achille Ratti se convirtió en Pío XI en 1922, a tres cardenales del otro lado del Atlántico no les dio tiempo de llegar al cónclave: O’Connell de Boston, Dougherty de Filadelfia y Bégin de Québec. Éstos manifestaron al flamante Papa que estaban encantados de que hubiera resultado elegido, pero que les habría gustado participar en la votación. Fue entonces cuando Pío XI, mediante el citado motu proprio Cum proxime, decidió alargar el plazo de reunión del cónclave a quince días –en lugar de diez– después de la muerte del Sumo Pontífice, pudiendo el Sacro Colegio extenderlo tres más dieciocho si así lo consideraba necesario. Esta facultad fue usada ya a la muerte del papa Ratti, ocurrida el 10 de febrero de 1939, pues los cardenales se encerraron el 1º de marzo siguiente, o sea dieciocho días después.

A las 4 de la tarde del miércoles 1º de marzo sonó la campana que convocaba a los cardenales a entrar en cónclave. Los 62 electores se fueron reuniendo en la Sala de los Paramentos. Vestían hábito de coro de color violáceo y fajín de seda sin flecos ni borlas en señal del luto que aún tenían que llevar por Pío XI. En dirección de la Capilla Paulina, atravesaron sucesivamente la Sala Ducal (donde les esperaban la Guardia Palatina de honor y los Gendarmes Pontificios) y la Sala Regia (en la que se añadió al cortejo la Guardia Noble). En la segunda de ellas un público formado por el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, la nobleza y el patriciado romanos y periodistas presenciaba el paso de los senadores de la Roma papal, sucesores de los de la Roma de la Antigüedad. Al llegar a la capilla decorada con historias de san Pedro y san Pablo por Miguel Ángel, la procesión se detuvo para una breve oración, acabada la cual enfiló hacia la Sixtina. A la entrada de ésta, el cardenal Granito Pignatelli di Belmonte, decano del Sacro Colegio, entonó elVeni Creator continuado por el coro dirigido por el maestro Lorenzo Perosi mientras los purpurados, por orden de precedencia (primero los cardenales-obispos, después los cardenales-presbíteros y en fin los cardenales-diáconos) iban entrando en el recinto de la capilla (Pacelli era el vigésimo cuarto).

Una vez todos los príncipes de la Iglesia se hallaban dentro de la Capilla Sixtina y acabado el himno al Espíritu Santo, monseñor Carlo Respighi, prefecto de las ceremonias pontificias, hizo su aparición para la primera intimación a los extraños al cónclave a fin de que abandonaran el recinto: resonó entonces el potente “Extra omnes!”. Las puertas de la capilla se cerraron, quedando dos guardias suizos apostados delante de ellas, mientras se leía el texto de la constitución de san Pío X y el motu proprio de Pío XI, seguidos del juramento de guardar absoluto secreto que cada cardenal ratificó poniendo la mano sobre los Evangelios. Mientras tanto, habiéndose avado también desde la Sala de los Paramentos y escoltado por un destacamento de la Guardia Suiza y palafreneros con antorchas, hizo su aparición monseñor Antonio Arborio Mella di Sant’Elia, el maestro de cámara pontificio, que se iba a desempeñar como gobernador del cónclave. A las 5 y media hizo su aparición el príncipe Ludovico Chigi della Rovere, que ostentaba el cargo hereditario de mariscal de la Santa Iglesia y custodio del cónclave. Iba también escoltado por la Guardia Suiza y también por pajes con su librea portando antorchas.

Las puertas de la Sixtina se reabrieron y cada uno de los cardenales, respondiendo a su nombre pronunciado por el prefecto de las ceremonias, fue saliendo en dirección a la celda que le había sido asignada, yendo acompañado por un guardia noble. Contemporáneamente, el cardenal decano ordenó el desalojo de los invitados que permanecían en la Sala Regia al sonido de una campanilla y de la exclamación conminatoria que ya se había escuchado antes: “Extra omnes!”. La concurrencia abandonó el Palacio Apostólico saliendo por el Patio de San Dámaso. Cuando todos los cardenales estuvieron ya en sus celdas se llevaron a cabo las últimas verificaciones antes de proceder a la clausura del cónclave. El camarlengo Pacelli, acompañado de los tres jefes de orden (Granito por los cardenales-obispos, O’Connell por los cardenales-presbíteros y Caccia-Dominioni por los cardenales-diáconos) y de un arquitecto, fue inspeccionando todos los rincones necesarios para asegurarse que no quedaba ningún extraño dentro del recinto. Concluídas las verificaciones, se ordenó cerrar las puertas, siendo consignadas las llaves al secretario del cónclave.

Entretanto, el mariscal-custodio había sido advertido por uno de los ceremonieros y se hallaba ante la puerta principal acompañado por el gobernador del cónclave, el gobernador de la Ciudad del Vaticano, los prelados de la Cámara Apostólica, notarios, testigos, capitanes de la guardia especial para la ocasión y miembros de la Guardia Suiza. Este grupo se unió al del camarlengo para proceder a la oclusión de los accesos al cónclave: primero el del arco que separa la Torre Borgia del Patio del Papagayo; después, el de la Escalera de Pío IX. Los albañiles lo cierran mediante un doble tabique de madera. Comprobadas las cerraduras de las puertas internas y externas, así como de los pequeños tornos practicados en ellas (única comunicación con el mundo exterior para casos de emergencia), se levanta acta notarial y se hace la tercera y última intimación mediante el “Extra omnes!”. El príncipe Chigi puso sus sellos sobre las puertas externas y recibió sus llaves, mientras el gobernador hizo lo propio con las puertas internas. A las 7 y cuarto, ya atardecido, los cardenales quedaban completamente segregados del resto de los hombres para dedicarse a la tarea más importante que deberán absolver en su vida: la de elegir al nuevo Vicario de Cristo.

Eugenio Pacelli se retiró entonces a su apartamento de la terza loggia, que era el mismo que había ocupado como secretario de Estado, por lo que no le había sido asignada celda. Es el mismo apartamento que después ocupó como Papa, pues no quiso trasladarse a los apartamentos papales de la prima loggia, que pasaron a ser a partir de entonces los del secretario de Estado, siendo más lujosos. Los cardenales tenían en ese tiempo cada uno sus asistentes personales llamados “conclavistas”, sujetos a la misma obligación de secreto que sus señores. Lo que constituía una novedad sin precedentes es que Pacelli quiso conservar junto a sí a su gobernanta, de modo que sor Pascualina fue la primera mujer que estuvo presente en un cónclave (nunca hasta ahora ha vuelto a repetirse la experiencia). El cardenal camarlengo no sabía prescindir de los servicios de la religiosa que sabía mejor que nadie cuidar su delicada salud y se hizo una excepción. Después de una frugal cena, parece que Pacelli acudió a visitar a su amigo el cardenal Marchetti-Selvaggiani, que se hallaba enfermo en cama dentro del cónclave. El encuentro habría sido especialmente cordial y el vicario de Roma le habría predicho por primera vez su elección, lo que le causó cierta turbación. Después de satisfacer el deber de la amistad y la caridad se retiró para el merecido descanso nocturno. Necesitaba reponerse de una jornada especialmente intensa y extenuante y reunir fuerzas para el día siguiente, que traería sus nuevos e decisivos afanes.

El día siguiente, 2 de marzo, Eugenio Pacelli cumplía 63 años. A las 9 de la mañana estaba previsto que, al sonido de la campana, se reunieran los cardenales para la primera votación. La Capilla Sixtina, que es donde se tenían que llevar a cabo todo el proceso electoral, había sido preparada para la ocasión. A todo lo largo de sus paredes laterales y de la cancela del presbiterio se alineaban 62 sitiales, sobre cada uno de los cuales se alzaba un baldaquín o dosel en señal de la soberanía que residía en los cardenales durante la sede vacante. Hasta el cónclave de 1903 los doseles de los cardenales creados por el papa difunto (considerados sus deudos) eran de color violáceo (en señal de luto) y los demás de color verde. A partir del cónclave de 1914, todos fueron de color violáceo. Delante de los sitiales había sendas mesitas cubiertas con damasco y provistas de todos los útiles de escritorio necesarios para que los electores pudieran emitir su voto. Los cardenales se presentaron revestidos todavía de duelo, con muceta violeta y roquete sin encaje. Asistieron a la misa rezada que celebraba el cardenal Granito para brindar la posibilidad de comulgar a sus colegas que, por cualquier motivo, no hubieran podido ofrecer el santo sacrificio.

Terminada la misa y cerradas las puertas de la Capilla Sixtina quedando en ella sólo a los electores, el cardenal sacrista dio comienzo al ante-escrutinio, recitando el Veni Creator, seguido de la lectura de las actas oficiales de la clausura del cónclave hecha por el prefecto de las ceremonias, monseñor Respighi. A continuación se designaron por sorteo a los tres escrutadores, a los tres revisores y a los tres “enfermeros”. Estos últimos no eran sino los cardenales encargados de ir a recoger los votos de los electores que se hallaban impedidos en sus celdas por enfermedad, como era el caso, en este cónclave, del cardenal Marchetti-Selvaggiani. Los ceremonieros procedieron a repartir las papeletas impresas del voto en número de dos o tres por cada príncipe de la Iglesia. Cada una llevaba en la parte superior las palabras “Ego” y “Cardinalis” (Yo, el Cardenal…)y un espacio para que el votante escribiera su nombre. En la parte central se leía: “Eligo in Summum Pontificem Rev.mum D.num D. Card.” (Elijo como Papa al Reverendísimo Señor Cardenal…) y seguía otro espacio para escribir el nombre de aquel por quien se votaba. La parte inferior de la papeleta se hallaba en blanco para que el elector pudiera poner allí una cifra y un lema cualquiera, a efectos de poder identificar su voto y evitar así falsificaciones.

Los cardenales fueros a sus sitiales y procedieron a rellenar sus papeletas respectivas. A la hora de escribir el nombre del elegido, debían distorsionar lo más posible su letra para evitar que se supiera quién había votado por quién. Las papeletas debían plegarse de manera que quedara visible sólo el nombre del votado: la parte superior con el nombre del elector y la parte inferior con su cifra y lema se doblaban hacia el centro sellando los bordes con lacre, a cuyo efecto cada cardenal se había premunido de un sello distinto del que utilizaba habitualmente para despachar sus documentos (siempre con el fin de preservar el secreto). Finalmente se cerraban y comenzaba la etapa del escrutinio. Cada elector iba hacia el altar con su papeleta cogida entre el pulgar y el índice y llevada con la mano en alto para que todos pudieran verla. Una vez delante el fresco del Juicio de Miguel Ángel, juraba en latín hacia el crucifijo: “Testor Christum Dominum, qui me iudicaturus est, me eligere quem secundum Deum iudico eligi debere” (Pongo por testigo a Cristo, que me ha de juzgar, que elijo a aquel a quien, de acuerdo con Dios, creo que debe ser elegido”. Sobre el altar había un gran cáliz y una patena. Uno a uno, después de jurar, los cardenales fueron depositando en el cáliz sus papeletas valiéndose de la patena. Al terminar el desfile de los votantes presentes fue el turno de los enfermeros, que traían en un cofrecillo de madera cerrado con llave el voto del cardenal Marchetti-Selvaggiani, que es también deslizado en el cáliz.

A las 11 de la mañana comenzó el recuento de los votos. El primer escrutador agitó el cáliz para mezclar las papeletas. El tercer escrutador las fue sacando de él una a una, contándolas, y las metió en otro cáliz vacío. Se comprobó que había 62, correspondientes exactamente al número de votantes. Se procedió entonces a la publicación del escrutinio. El primer escrutador cogió la primera papeleta y la abrió, sin romper los sellos, para ver el nombre del elegido. Sin decir nada, la pasó al segundo escrutador, que vio asimismo el nombre escrito en ella y la consignó al tercer escrutador, el cual la leyó en voz alta. Los nombres que iban saliendo fueron anotados por los revisores, así como las veces que se repetían. En seguida se vio que el del cardenal Pacelli era el más votado, aunque no llegaba a la mayoría requerida para la elección. A cada voto recibido el rostro del camarlengo palidecía: ni se esperaba ni ambicionaba la suprema dignidad papal. Por él habían votado todos los cardenales extranjeros en número de 27 (era natural: gracias a sus viajes, Pacelli les era conocido y varios de entre ellos sentían gratitud hacia él por haber sido creados durante los diez años que fue secretario de Estado de Pío XI) y diez de los 35 italianos (entre ellos eran seguros los votos de Marchetti-Selvaggiani, Canali, Salotti, Pizzardo, Tedeschini y Maglione, buenos amigos suyos). Después de que el tercer escrutador ensartara los votos mediante una aguja en un hilo por la palabra “Eligo”, se procedió inmediatamente a un segundo escrutinio, para el cual no era necesario volver a sortear a nuevos escrutadores, revisores y enfermeros ni repetir el juramento antes de votar.

Esta vez el nombre de Eugenio Pacelli se repitió tantas veces cuantas eran las necesarias para alcanzar los dos tercios de los votos, con lo que la elección era cosa hecha. Los italianos que durante el primer escrutinio patrocinaban otras candidaturas, al ver la clara voluntad de sus colegas extranjeros, no quisieron arriesgarse a una división y sus consiguientes pugnas en el seno del cónclave, lo que podía ser peligroso y dañino para la Iglesia en los tiempos que corrían. Por eso decidieron orientar sus votos –aunque no todos– al camarlengo. Sin embargo, antes de que hubiera tiempo para la pregunta ritual de aceptación al elegido, Pacelli rogó a los cardenales instantemente que procedieran a un tercer escrutinio por la tarde. Se hallaba verdaderamente sobrecogido ante ya no la posibilidad sino la seguridad de convertirse en papa. En el escrutinio anterior había confiado en que su candidatura hubiera tocado techo y se fuera diluyendo en las sucesivas votaciones, pero en el segundo comprobó que no sólo no era así, sino que la voluntad del Sacro Colegio era que ciñera la tiara. Pero, ¿era la voluntad de Dios? No cabía oponerse a esta última, pero si realmente el Señor lo llamaba o no el tercer escrutinio lo sacaría de dudas. Así pues, los ceremonieros pontificios recogieron las papeletas de los dos escrutinios, que habían sido ensartadas, y las quemaron en la estufa comunicada con la chimenea que sobresalía por el tejado de la Capilla Sixtina. El humo que desprendió a las 12:17 del mediodía, con el límpido azul del cielo romano como fondo, era negro por haber mezclado paja húmeda en el fuego.

A la hora de la comida, Pacelli no probó bocado por la conmoción que lo embargaba y que parece haber sido causa de un accidente que sufrió más tarde. Hallándose hacia las 4 en el Aula de los Paramentos, se aprestaba a pasar a la Sala Ducal, cuando le habló el Cardenal O’Connell, que se hallaba a sus espaldas. Al volverse para responderle, no reparó en las cuatro gradas que separan un ambiente del otro y tropezó, cayendo pesadamente de lado sobre su brazo izquierdo. Para alguien que, como él, estaba acostumbrado a circular por el Palacio Apostólico después de años de habitar en él, resultaba sorprendente este despiste, lo que indica que no se hallaba en un estado normal de mente y ánimo. Se cuenta que, acertando a pasar por allí en ese mismo momento el cardenal francés Verdier, exclamó: “Pero, ¿cómo? ¡El Vicario de Cristo en el suelo!”. Se ve que la elección de Pacelli se daba por hecha… y se hizo. Poco después del episodio del tropiezo, se reinició el ceremonial para el tercer escrutinio. Los votos fueron poco a poco convergiendo sobre el que había sido ya virtual papa en el segundo. Esta vez no podía caber ya duda alguna sobre lo que Dios quería para su Iglesia. La mayoría requerida por la constitución de san Pío X había sido rebasada, lo que hizo murmurar al neo-electo las palabras con las que comienza el Miserere. Se dijo que hubo unanimidad de los votos, pero el cardenal Tisserant lo negó años después. Por lo menos sabemos que el voto de Pacelli fue siempre para el cardenal Elia Dalla Costa, arzobispo de Florencia. A las 5:27 de aquella tarde del 2 de marzo de hace setenta años, salía la ansiada fumata blanca lanzaba sus volutas hacia cielo en medio del júbilo de una muchedumbre que esperaba ansiosa en la Plaza de San Pedro.

Entretanto, el cardenal Mercati, último del orden de los diáconos, se apresuró a llamar al secretario del cónclave y a monseñor Respighi, que hicieron abrir la puerta de la Sixtina. El prefecto de las Ceremonias, acto seguido, viendo sobre quién había recaído la elección por el verdadero tumulto que lo rodeaba, hizo abatir todos los doseles de los sitiales menos el de Pacelli, significando así que la soberanía en la Iglesia volvía a recaer sobre un papa. Los tres cardenales cabezas de orden se dirigieron entonces al sitial donde estaba Eugenio Pacelli para hacerle la pregunta de rigor, que le dirigió el primero de ellos, Granito: “Acceptasne electionem de Te canonice factam in Summum Pontificem?” (¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?). Esta vez no hubo ya titubeos, pero la voz del interpelado aún reflejaba embargo: “Vuestro voto es evidentemente la expresión de la voluntad de Dios; acepto. Encomiendo mi debilidad a vuestras plegarias”. Desde este mismo instante, Eugenio Pacelli se convertía en Vicario de Cristo, un nuevo eslabón de la cadena que se remontaba a Pedro de Galilea, a quien el Señor había hecho pescador de hombres y otorgado el poder de las llaves. Antiguamente debía esperarse a la coronación para considerar que alguien era papa. Más tarde se consideró que la aceptación basta y que cualquier acto del neo-electo en cuanto Romano Pontífice es válido aunque no haya sido todavía coronado (hoy se diría, aunque no haya “iniciado su ministerio petrino”).

La segunda pregunta que el cardenal decano hizo al flamante papa fue: “Quo nomine vis vocari?” (¿Con qué nombre quieres ser llamado?). “Pío” contestó Pacelli. Había pensado en no cambiar su nombre de pila y llamarse Eugenio V (cosa que no sucedía desde 1555, cuando Marcello Cervini decidió ser Marcelo II). Pero pudo más la grata consideración de los papas que habían marcado su existencia: bajo el beato Pío IX había nacido, san Pío X lo había llamado a la Curia Romana y Pío XI lo había favorecido y amado como un padre. Así pues, se convirtió en Pío XII, de lo cual dejó puntual constancia el prefecto de las Ceremonias en el acta que levantó del acto de aceptación. Dos cardenales diáconos condujeron entonces al nuevo papa a la sacristía de la Sixtina para que se revistiera con una de las tres blancas sotanas de diferente talla preparadas para el nuevo pontífice. No hubo dificultad en escoger la que mejor iba a la alta y estilizada figura de Pacelli. Junto a la silla gestatoria, que también se hallaba en la sacristía, se despojó de su hábito cardenalicio para revestirse con los pontificios. Aquélla fue llevada al pie del altar de la Sixtina y colocada sobre la predela, donde recibió Pío XII la primera adoratio de los padres cardenales, que se fueron acercando uno a uno, por su orden jerárquico, arrodillándose con el objeto de besar el pie, la rodilla y la mano del Papa, quien tuvo la delicadeza de dispensar de este homenaje a los cardenales Granito y Sbarreti, con 86 y 82 años respectivamente, a los que costaba doblar la rodilla. El primero de ellos deslizó en el fino dedo del Santo Padre el Anillo del Pescador.

Desde la Capilla Sixtina fue seguidamente llevado rumbo al balcón externo de la Basílica de San Pedro, llamado en italiano Loggia delle Benedizioni. Allí fue desplegado el gran tapiz con el escudo de Pío IX, lo que indicó a los fieles que aguardaban congregados en la plaza, que iba a hacerse el anuncio de la elección del nuevo papa. Compareció el cardenal protodiácono Caccia-Dominioni, el cual hizo señal de que amainaran los clamores de entusiasmo de la concurrencia y pronunció con vos potente las palabras rituales: “Nuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam! Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum Dominum Eugenium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Pacelli, qui sibi nomen imposuit Pium” (Os anuncio un gran gozo: ¡tenemos Papa! El Eminentísimo y Reverendísimo Señor Cardenal de la Iglesia Romana Eugenio Pacelli, que ha tomado el nombre de Pío). Ya al nombre de Eugenio, la multitud había prorrumpido en un gran estallido de euforia, pues adivinaron que se trataba de uno de los suyos: Pacelli, un romano di Roma (desde Benedicto XIII, un Orsini, ningún hijo de la Ciudad Eterna se había sentado en el trono de Pedro). Nadie se detuvo a pensar que había otro Eugenio en el Sacro Colegio: el formidable cardenal lorenés Tisserant. Una voz a través de los altoparlantes impone silencio y se refiere a la feliz coincidencia de la elección del Papa el mismo día de su cumpleaños. Después entona elTedeum, que todos continúan mientras se aproxima el cortejo papal.

Pío XII se asomó al balcón entre indescriptibles aclamaciones y dio su primera bendición Urbi et orbi. Ya entonces imprimió el estilo de sus apariciones en público, trazando pausadamente con elegancia y unción el triple signo de la cruz. Tras de lo cual y entre los aplausos interminables de sus ovejas se retiró para volver a la Capilla Sixtina, donde, revestido esta vez de los ornamentos papales (mitra alta, falda y gran pluvial) y vuelto a sentar sobre la silla gestatoria, recibió la segundaadoratio de los cardenales. El decano pronunció la oración Super Pontificem electum y Pío XII dio orden de abrir el cónclave. Las puertas que bloqueaban los accesos al recinto de la clausura de los electores fueron abiertas por el gobernador del cónclave y el mariscal-custodio. Salieron entonces los conclavistas y más tarde los prelados y cardenales a medida que iban cumplimentando al Papa, que, terminadas las ceremonias exigidas por el protocolo pontificio, se dirigió a sus apartamentos en la Secretaría de Estado. Allí le esperaba una densa compañía de visitantes que deseaban felicitarle por la elección, aprovechando estos primeros y breves momentos de informalidad antes de que la etiqueta de la Corte Pontificia se impusiera con su inexorable disciplina bajo el estricto control de los monseñores Respighi y Arborio Mella di Sant’Elia.

Puede imaginarse el júbilo de la buena de sor Pascualina por la elección de su querido cardenal. Ahora que era el Papa, probablemente querría retenerla en Roma, como así fue. Para Pío XII, encontrar esta cara familiar y amiga en medio de los nuevos cortesanos que le rodeaban sería reconfortante. Una vez se hubo disipado el panorama, se aprestó para el merecido descanso nocturno después de consumir una frugal cena preparada amorosa y devotamente por su gobernanta. Bien sabe Dios que necesitaba este reposo después de semanas de trajín al frente del gobierno interino de la Iglesia y de una jornada vertiginosa y llena de grandes emociones como había sido la que estaba a punto de terminar. A partir de la mañana siguiente y sin un paréntesis de calma que le ayudara a digerir el rotundo cambio de situación, le esperaba trabajo y más trabajo. Por supuesto a esto estaba acostumbrado, sólo que ahora sus responsabilidades tenían alcance universal.

Mientras en todo el mundo la prensa difundía la nueva de la elección de Pío XII, en el Palacio Apostólico se vivía el período de euforia que implica todo comienzo de reinado. Antes de que los engranajes de la Curia Romana volvieran a rodar según su habitual rutina (pulida por una práctica plurisecular) pasarían unos días de ajuste a la nueva situación. En realidad, hasta después de la coronación del nuevo pontífice no se podía decir que la vida discurría normalmente en el Vaticano. Pacelli era ya bien conocido tras nueve años en el vértice del poder al lado de Pío XI como su secretario de Estado. Además, tenía otros cargos que lo hacían una figura habitual y familiar en el entorno vaticano, como el de arcipreste de la Basílica Vaticana y prefecto de la Reverenda Fábrica de San Pedro. A fuer de buen “romano di Roma”, por otra parte, poseía lo que los italianos llaman una perfectadimestichezza del mundo social tan característico de la Ciudad Eterna y de la corte papal: sabía moverse en ellos como pez en el agua. A pesar de todo esto, sin embargo, había que ver cómo iba a ser como papa. Cada nueva elección, en efecto, reserva sus sorpresas.

El 3 de marzo debía tener lugar la tercera adoratio, a la hora señalada por el Pontífice (según rezaba el Ordo Conclavis). A las 11 de la mañana, Pío XII salió de sus aposentos y se encontró con algunos grupos que esperaban en la antecámara para presentarle sus parabienes: se trataba de algunos destacados personajes de la corte pontifica, que tenían acceso más directo al Papa; del conde Giuseppe Dalla Torre, director de L’Osservatore Romano, que acudía acompañado de sus redactores, y de profesores y alumnos del Almo Collegio Capranica, el prestigioso seminario donde Eugenio Pacelli había residido una temporada mientras se preparaba al sacerdocio. Habiendo sido cumplimentado, Pío se dirigió hacia la Capilla Sixtina, siguiendo el mismo itinerario de los ritos del cónclave: se revistió en el Aula de los Paramentos, donde le esperaba el cortejo que debía acompañarle, esta vez ya no como camarlengo sino como Sumo Pontífice. Los ceremonieros le ayudaron con los complicados ornamentos privativos de su altísima dignidad: la falda (vestimenta de seda blanca cogida al alba con agujas de plata para darle vuelo y dotada con cola), el manto (pluvial largo de color rojo) y la mitra alta con franja de oro.

El séquito se puso en marcha y enrumbó por las Salas Ducal y Regia hacia la Sixtina, donde ya esperaba un nutrido grupo de patriarcas, arzobispos, obispos y demás prelados que formaban parte de la corte pontificia. Éstos se hallaban detrás de la cancela, mientras los cardenales, esta vez revestidos de la púrpura y con capa magna (por haber cesado el luto por Pío XI), ocupaban los mismos puestos que habían tenido durante el cónclave. Todavía podían verse los doseles abatidos sobre los sitiales de Sus Eminencias, mientras el del papa electo aún se mantenía levantado. Pío XII hizo su ingreso al son del Tu es Petrus del maestro Perosi, ejecutado por la capilla pontificia. El Santo Padre, sentado en su trono colocado en la predela del altar, fue recibiendo el homenaje de los príncipes de la Iglesia, que se iban acercando uno a uno con sus respectivos caudatarios, bajo la dirección de ocho ceremonieros. Mientras tanto, resonaba el Tedeum de Baini, a cuyo término, el cardenal decano Granito Pignatelli di Belmonte entonó el oremus de acción de gracias.

El Papa, entonces, pronunció el primer discurso de su pontificado, que comenzaba con las palabras Dum gravissimum y fue radiado al mundo entero. El tema dominante era la paz, una paz que se había vuelto precaria y de la cual se hacía heraldo y abogado el nuevo pontífice, que no en vano la llevaba impresa en su apellido, como una especial vocación: Pacelli, Pax coeli, la paz del cielo, la paz de Dios, la única verdadera paz. Pío XII, en efecto, hacía un llamado, una invitación a“esa paz, don sublime de Dios, que es deseo de todas las almas sabias y fruto de la caridad y de la justicia (…); a la paz de las conciencias, tranquilas en la amistad de Dios; a paz de las familias, unidas y armonizadas por el santo amor de Jesucristo; a la paz entre las Naciones a través de la ayuda fraternal recíproca; a la paz, en fin, y a la concordia que deben ser instauradas entre las Naciones, a fin de que los diferentes pueblos, con admirable colaboración y cordial entendimiento, puedan llegar a la felicidad de la gran familia humana, con el apoyo y la protección de Dios”.

Pero Pío XII no se engañaba sobre lo delicado del momento y la precariedad de la paz: “En estas horas temblorosas, mientras tantas dificultades parecen oponerse a la consecución de la verdadera paz, que es la aspiración más profunda de todos, Nos elevamos suplicantes a Dios una especial plegaria por todos aquellos a quienes incumbe el altísimo honor y el peso gravísimo de guiar a los pueblos por el camino de la prosperidad y del progreso civil”. Es ésta la primera admonición a los grandes de este mundo, cuya locura y cuya sordera a las palabras de quien se dirige a ellos “inerme pero confiado”, conducirán desgraciadamente, de allí a pocos meses, al estallido de la tan temida conflagración, presagiada por “la visión de los males inmensos que afligen a los hombres” que se presentaba a los ojos del Vicario de Cristo.

La elección de Pío XII fue recibida, por lo general, con gran satisfacción en el ámbito internacional, a juzgar por las reacciones de la prensa mundial. Las manifestaciones de simpatía, de respeto y de complacencia hacia el nuevo papa provenían de todas partes del mundo civilizado. L’Osservatore Romano no tuvo tregua en varios días para poder reproducir los pasajes más significativos de los recortes de prensa. Como es natural, hubo un silencio sepulcral de parte de la Unión Soviética, lo cual era lógico por otra parte. Los periódicos italianos no mostraron el menor entusiasmo y se limitaron a hacerse eco indiferente de la noticia (que sin embargo les atañía de cerca). Los medios alemanes se mostraron fríamente circunspectos, pero ciertos voceros del nacionalsocialismo no ocultaron su disgusto. Así, por ejemplo, el Berliner Morgenpost del 3 de marzo decía: “la elección del Cardenal Pacelli no ha sido bien recibida por Alemania, pues él siempre se ha opuesto al nazismo”. Esto fue corroborado por La Correspondance Internationale, semanario oficial de la Internacional comunista, que dedicó al nuevo papa –al que califica de “persona non grata a los nazifascismos” – un artículo en el cual se lee: “llamando como sucesor a quien se había opuesto con resistencia enérgica a las concepciones totalitarias fascistas que tienden a eliminar a la Iglesia Católica, el colaborador más estrecho de Pío XI, los cardenales han hecho un gesto significativo, al poner a la cabeza de la Iglesia a un representante del movimiento católico de resistencia”.

En los días siguientes, el Papa se dedicó a recibir en audiencia a los cardenales, especialmente a aquellos que no residían en Roma y de ahí a poco (después de la coronación) se marcharían. Particular atención le merecieron los alemanes, debido a la delicada situación de la Iglesia en el Reich y a la amistad que le unía al antiguo nuncio apostólico en Alemania a los purpurados de aquel país, en particular Bertram y Faulhaber. Aprovechando su presencia, se quiso asesorar con ellos para poner a punto la notificación de rigor que debía enviar a Hitler, como a todo jefe de Estado, comunicándole su elección. Gracias a la labor de los jesuitas que trabajaron en la compilación de la monumental obra Actes et documents du Saint Siège rélatifs à la Seconde Guerre Mondiale, disponemos del protocolo verbal de la reunión que tuvo lugar el 9 de marzo de 1939, en la que Pío XII discutió sobre el tema con los cardenales germanos. Se aprecia en él el tacto exquisito desplegado para evitar aparecer cordial con el Führer, sin por ello dar pie a susceptibilidades que podrían haber causado más dificultades a la Iglesia en Alemania. El diálogo del Santo Padre con los purpurados es muy significativo y en él, por supuesto, no hay ni sombra de simpatía hacia el régimen nazi

7 comentarios

  
JESUS.R
siempre bien recordado mi venerable papa,, bendito sea Dios por el don que nos concedió en la persona del venerable pío xii,, el pastor angelicus!!!!!!!
04/03/14 4:18 AM
  
posodo
«Cuando Achille Ratti se convirtió en Pío XI en 1922, a tres cardenales del otro lado del Atlántico no les dio tiempo de llegar al cónclave: O’Connell de Boston, Dougherty de Filadelfia y Bégin de Quebec.»

«El camarlengo Pacelli, acompañado de los tres jefes de orden (Granito por los cardenales-obispos, O’Connell por los cardenales-presbíteros y Caccia-Dominioni por los cardenales-diáconos) y de un arquitecto, fue inspeccionando todos los rincones necesarios para asegurarse que no quedaba ningún extraño dentro del recinto.»

¿Hubo dos cardenales con el apellido O'Connell?
04/03/14 8:00 PM
  
João Toledo
Estimado P. Royo.

Soy un admirador de su blog. Pero echo de menos algún artículo sobre Santa Juana de Arco.

Gracias
05/03/14 12:57 AM
  
Francisco Berenguel
Sólo hubo un cardenal O'Connell, que en 1922 no pudo llegar a tiempo para la elección de Pío XI y sí en 1939 para la de Pío XII. ¿Por qué la suposición de la doble identidad? El artículo es claro al respecto.
05/03/14 7:22 AM
  
Gregory
Pacelli fue el ultimo Cardenal perteneciente a la Curia, recordemos que era Secretario de Estado, en ser elegido papa hasta Benedicto XVI en el 2005.

Con respecto al Cardenal Oconnel de Boston su caso es retratado en la pelicula "El Cardenal" de Otto Preminger año 1963 donde un Cardenal estadounidiense no puede participar en el conclave por llegar tarde.
05/03/14 6:49 PM
  
Nicolás
Para todos esos que se han creído las calumnias sobre Pío XII y dicen que no hizo suficiente para salvar a los judíos, primero que todo, es muy fácil hoy, más de medio siglo después del Holocausto, decir que debió haber hecho él, pero en esos tiempos no había suficiente información sobre las actividades de los nazis ni de cómo terminaría la Segunda Guerra Mundial. Nosotros podemos conocer el resultado, Pío XII no.

Por otra parte, la gente de hoy puede hablar mucho del qué debió hacer porque tampoco han de sufrir ninguna consecuencia. El Papa sabía de que toda acción pública suya tendría una respuesta espantosa, recordemos lo sucedido con el arzobispo de Utrecht en 1942.

Esto lo digo porque además de los imbéciles que siempre andan llamándolo el "Papa de Hitler" hay otro grupo, uno que dice que su condena abierta hubiera parado las matanzas, como si la palabra del Obispo de Roma hubiera sido tomada en cuenta por un régimen abiertamente anticristiano.

Las consecuencias hubieran sido terribles, no solo para los católicos sino que para los miles de judíos ocultos entre ellos.

PD: Gran Artículo.
09/03/14 9:10 PM
  
Olaveaga
Fue Pío X quien no quiso seguir viviendo en el piso papal, en las inmediaciones de la biblioteca donde ahora el Papa recibe en audiencia y se quedó en la terza loggia, donde se había alojado en el cónclave. Pío XII vivió don de antes que el habían residido Pío X, Benedicto XV y Pío XI. Pío XII se limitó a enriquecer el mobiliario, quitar el papel pintado de las paredes y sustituirlo por brocado rojo.
02/12/16 2:15 AM

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