¿Fue un Papa sin pontificado? (2)

GLORIA Y OCASO DEL PAPA LUNA (II)

RODOLFO VARGAS RUBIO

La muerte sorprendió a Gregorio XI (en la imagen) en plenos preparativos para volver a Aviñón. Como su predecesor, el beato Urbano V, había llegado a la conclusión de que Roma seguía siendo una ciudad insegura y peligrosa y, por lo tanto, el regreso a ella había sido prematuro. A la sazón, el cardenal de Aragón tenía cincuenta años; estaba, pues, en plena madurez, madurez física e intelectual de la que dará clarísima muestra durante los acontecimientos que se avecinaban y en los que iba a tomar parte y ser protagonista con una lucidez y entereza únicas. El 7 de abril se inicia el cónclave que debe elegir al sucesor de Gregorio XI. Los auspicios no podían ser peores. El populacho se hallaba soliviantado ante el temor de que el papa elegido volviera a abandonar la Urbe, sobre todo porque la mayoría de los electores eran franceses (once de dieciséis presentes en Roma, hallándose otros siete en Aviñón). Los ánimos se encrespaban y los cardenales se hallaban atemorizados ante las amenazas –incluso de muerte– que les llegaban desde el exterior. La situación era indudablemente gravísima.

Existió un claro atentado contra la libertad de elección de los purpurados. La plebe exigía un papa romano o, al menos, italiano: Romano, romano lo volemo, o almanco italiano!, gritaban las turbas con furor desencadenado. El senador de Roma y los jefes de los doce rioni (distritos) instaban a los electores a satisfacer tales exigencias. El fragor de los tumultos llegaba hasta las celdas de éstos, que consideraron la necesidad de ponerse de inmediato de acuerdo en la designación del nuevo papa. A todo esto, hay que decir que una sola voz se elevó rehusando someterse a tan flagrantes coacciones y declarando que votaría a quien en conciencia tuviese por el candidato idóneo, pesara a quien le pesara y tanto si agradaba a los romanos como si no: la de don Pedro de Luna. Los cardenales acabaron eligieron a un prelado napolitano, súbdito de los Anjou: Bartolommeo Prignano, arzobispo de Bari. Al no ser miembro del Sacro Colegio (circunstancia que no se ha dado en los papas elegidos desde entonces), se hubo de mantener secreta su exaltación al Sumo Pontificado hasta obtener su aceptación, condición necesaria para dar aquélla por válida. Pero mientras se enviaba a buscarle, ocurrieron hechos que pueden calificarse de rocambolescos.

Como los romanos continuaban revueltos, el cardenal Giacomo Orsini quiso apaciguarlos indicándoles: “¡Id a San Pedro!”, con lo cual quería decirles que se congregaran en la Basílica Vaticana para esperar en ella al nuevo papa. Sin embargo, la plebe entendió que el elegido era el cardenal Francesco Tebaldeschi, arcipreste de San Pedro, y comenzó a reclamar su presencia. Para disipar la confusión, otro cardenal empezó a gritar “¡Bari, Bari!”, pero lo único que consiguió fue que las turbas asaltaran el palacio vaticano. En esta gravísima coyuntura, no se les ocurrió a los asediados mejor idea que la de presentar al cardenal Tebaldeschi revestido con el manto papal y las insignias pontificias como si efectivamente fuera el elegido al sacro solio. El anciano príncipe de la Iglesia, renuente a prestarse a la mistificación, no hacía más que negar con la cabeza mientras era aclamado. Pero, antes de que los romanos se dieran cuenta de la estratagema, los príncipes de la Iglesia pudieron abandonar su encierro y ponerse a seguro, aunque pronto se fue en pos de ellos para darles caza al grito de “¡Mueran los cardenales!”. Sólo la llegada del arzobispo de Bari y su entronización tras aceptar la elección papal con el nombre de Urbano VI, el 9 de abril, lograron que los ánimos se apaciguaran. Los romanos aclamaron a su nuevo señor y los purpurados respiraron aliviados… por poco tiempo, sin embargo.

Prignano era un obseso y pronto se reveló en todo el dramático despliegue de un carácter violento. Tenía arranques de ira incontrolable y padecía de manía persecutoria: hoy se le diagnosticaría una personalidad paranoide. La situación en la Curia Romana se tornó insostenible por los impromptus de Urbano VI, de los que hizo éste especiales víctimas a los cardenales. Éstos decidieron abandonar Roma y fueron poco a poco saliendo discretamente de la Urbe para reunirse en Anagni. El único que se rehusó a partir fue el anciano Tebaldeschi, que, a pesar de todo, se mantenía fiel al Papa. Los demás se pusieron a discutir sobre la situación creada por un cónclave tan irregular y lleno de interferencias, llegando a la conclusión de que había sido inválido por haber estado sometidos los electores a grave coacción. El cardenal de Aragón declaró que, aunque él votó libremente, aceptaba el testimonio de sus colegas y se unió al parecer general de convocar un nuevo cónclave. Dada la reputación de excelente canonista de don Pedro de Luna, su opinión tuvo un gran peso entre los cardenales, que publicaron un manifiesto a toda la Cristiandad denunciando los hechos. El Sacro Colegio se trasladó a Fondi (en el reino de Nápoles) donde contaba con la protección del conde Onorato Gaetani (de la familia de Bonifacio VIII). Allí recibió una carta de Carlos V el Sabio, rey de Francia, urgiendo a proceder a la elección de un nuevo papa. El 20 de septiembre se reunía un segundo cónclave, del cual salió Roberto de Ginebra, cardenal de los XII Apóstoles, convertido en el Sumo Pontífice Clemente VII. Trece de los dieciséis cardenales presentes (seis no participaron en este cónclave por hallarse en Aviñón) le dieron su voto. El neo-electo decidió trasladar su corte de nuevo a orillas del Ródano. El Gran Cisma estaba servido.

La Cristiandad, de resultas del doble cónclave de 1378, quedó dividida en dos obediencias: la urbanista o romana y la clementista o aviñonesa. Las distintas naciones quedaron perplejas en un primer momento; más tarde, fueron alineándose a una u otra según los intereses políticos del momento. El cuadro que se fue configurando es muy expresivo, empezando por el apoyo de Francia a Clemente VII en noviembre. Pero se daba el caso que Francia estaba enfrascada en un cruenta y larga contienda dinástica –la Segunda Guerra de los Cien Años)– con Inglaterra, de suerte que ésta apoyó al papa contrario al que apoyaba su enemiga, es decir a Urbano VI. Escocia, a su vez, tradicional rival de Inglaterra y aliada natural de Francia, se decantó por el papa de Aviñón. El Imperio apoyaba sin más al de Roma. Quedaban los reinos de la Península Ibérica: Castilla, Aragón, Portugal y Navarra. Éstos se mostraban más cautos en sus opciones. Aquí es donde iba a intervenir don Pedro de Luna, como legado de Clemente VII, con la brillantez y habilidad que le eran ya conocidas.

El 6 de abril de 1379 estaba ya en Barcelona, donde se granjeó la admiración popular y el respeto de los grandes y burgueses. Hay que decir que el rey Pedro IV el Ceremonioso se mantenía en una estricta neutralidad por ver cuál de los dos pontífices se mostraba más favorable a la política aragonesa en el Mediterráneo, especialmente en la cuestión de Sicilia. La causa clementista tenía buenas valedoras en la corte aragonesa merced a la amistad que unía a las señoras reales doña Sibila de Fortià (cuarta esposa del Ceremonioso) y doña Violante de Bar (mujer del infante don Juan) con el cardenal legado. Éste había tomado consigo a dos insignes colaboradores: el Padre Maestro fray Vicente Ferrer, dominico valenciano (que se convertiría en el principal apoyo del futuro Papa Luna), y Francisco Climent, el célebre canónigo Çapera de la catedral de Valencia (a quien preconizaría, ya papa, como obispo de Barcelona). Con ellos recorrió el cardenal de Aragón las tierras españolas, sembrándolas con su verbo brillante e invencible. Así, Castilla prestó obediencia al papa de Aviñón en 1381, después de haber oído al cardenal legado en la Asamblea de Medina del Campo. Su rey Juan I (hijo de ese mismo Enrique de Trastámara de quien don Pedro de Luna había sido apoyo valioso en un momento decisivo) proclamó su adhesión a la causa ante la Universidad de Salamanca. De Castilla pasó nuestro purpurado a Portugal, pero, aunque despertó la admiración der la Asamblea de Santarem (1385), ante la que peroró a favor de Roberto de Ginebra, no logró la sumisión del reino lusitano.

En cuanto a Aragón, la extrema prudencia de Pedro IV determinó que éste muriera sin haberse pronunciado en la cuestión del Cisma, pero dejó encargado a su sucesor Juan I la convocación de una asamblea, que tuvo efectivamente lugar en la catedral de Barcelona en febrero de 1387, acudiendo a ella don Pedro de Luna tras varios meses de retiro en su castillo de Illueca (adonde había ido después de su fracaso en Portugal). Su oratoria convincente determinó que la Corona Aragonesa abrazara la obediencia clementista. Después de este triunfo se dedicó a propugnar la reforma eclesiástica. Más tarde, a principios de 1390, se trasladó a Pamplona, donde recibió la declaración del rey Carlos III de Navarra, de la Casa de Evreux, a favor del papa aviñonés, habiendo colaborado a este resultado el obispo de Pamplona, don Martín de Zalba, para quien el rey pidió y obtuvo el capelo cardenalicio. Con esta nueva adhesión, dio por concluida su larga legación y se dirigió a Aviñón, donde, a la sazón, desde el 20 de junio de 1379 residía Clemente VII. Éste se hallaba sumamente satisfecho de la labor de su legado, que le traía la sumisión de tres de los cuatro reinos ibéricos, recibiéndole con todos los honores en diciembre de 1390.

El Cisma de Occidente podría haberse resuelto un año antes, cuando el 15 de octubre de 1389 murió Urbano VI, sin ser llorado ni siquiera por sus propios adeptos. La verdad es que todos le temían, sobre todo después que hizo torturar y ejecutar por decapitación a cinco de sus cardenales en 1386, bajo la acusación de traición (otros cuatro fueron depuestos). Lo lógico y natural hubiera sido que los diecisiete cardenales que quedaban a su muerte se hubieran plegado, por bien de paz, a Clemente VII (que, sin duda, los hubiera recibido con los brazos abiertos). Pero no fue así y el 24 de ese mismo mes se reunieron en cónclave trece de ellos para elegir sucesor a su papa. Fue el agraciado Pietro Tomacelli, cardenal-diácono de San Giorgio in Velabro, que tomó el nombre de Bonifacio IX. Fue una magnífica oportunidad que, de haber sido debidamente aprovechada hubiera ahorrado a la Cristiandad más de tres décadas de desconcierto y escándalo.

En 1393 Clemente VII, deseoso de atraerse las voluntades políticas de los principales monarcas de la Cristiandad, volvió a enviar a don Pedro de Luna como legado, esta vez a Flandes, Francia e Inglaterra. Durante los meses de su misión intentó salvar el abismo que separaba los intereses de los dos últimos reinos, enfrentados por la guerra, alternando estancias en Calais, Boulogne-sur-Mer y París, aunque sin mayores resultados. Lo verdaderamente decisivo fue su intervención ante la Universidad de París, en la que expuso magníficamente los principios para la resolución del cisma y la reforma de la Iglesia. El cardenal de Aragón, ante la triple opción propuesta por la Sorbona de cesión, compromiso o concilio, se pronunció a favor de la primera, proponiendo la renuncia simultánea de los dos pontífices en disputa para proceder a la elección de un tercero indiscutible por los cardenales de las dos obediencias reunidos en un único cónclave. Esta postura demuestra la independencia de criterio del legado, así como el hecho de que veía las cosas en abstracto. La via cessionis hubiera sido la mejor solución de no ser porque se vería mediatizada por la intervención imperial y contaminada por el conciliarismo (lo que explica el cambio de opinión del futuro Benedicto XIII).

La libertad con la que se manifestó don Pedro de Luna en París (defendiendo una tesis que no era la de Clemente VII) y los obstáculos insalvables a sus gestiones políticas le enajenaron la simpatía del círculo papal. Sintiendo que se le había retirado la confianza, a principios de 1394 pidió al Pontífice que lo relevara de su legación y le diera permiso para abandonar Aviñón y marcharse a tierras aragonesas, donde viviría en la tranquilidad de su canonjía-feudo de Reus. Su ruego fue escuchado, pero al Papa le dolió separarse de su mejor cardenal. Algunos meses después, éste tuvo que volver precipitadamente a la corte del Ródano, mandado llamar por un Clemente VII gravemente enfermo. El 1º de septiembre llegó don Pedro de Luna, a tiempo para asistir a su muerte, ocurrida el 16 del mismo mes. En el palacio papal se reunieron entonces veintiún cardenales de los veinticuatro que conformaban el Sacro Colegio. Discutieron sobre el modo de proceder ahora que el fallecimiento de su papa les ponía en una situación semejante a la de 1389. Ante ellos se presentaban tres posibilidades: reunirse en cónclave y elegir papa al que ya lo era en Roma, es decir Bonifacio IX; llamar al cónclave a los cardenales de la otra obediencia y elegir juntos a un nuevo papa, o elegir libremente al sucesor de Clemente VII sin contar con nadie más. La habilidad dialéctica e impecable argumentación de don Pedro de Luna inclinaron a sus colegas a decidirse por la tercera opción.

El 26 de septiembre se clausuraba el cónclave. La mayoría de los electores, antes de proceder a la votación, decidió que cada uno de los cardenales se había de comprometer a someterse, en caso de resultar elegido, a la vía de solución del cisma que propusiese el Sacro Colegio. El cardenal de Aragón se opuso con vehemencia a este juramento por juzgarlo limitativo de la libertad del cónclave y de la plenitudo potestatis del Romano Pontífice, que, si decidía seguir la via cessionis lo haría voluntariamente y no ligado por un compromiso abusivo. A pesar de todo, lo subscribió, aunque con las oportunas reservas y restricciones mentales, en la convicción de la ilegalidad de esta restricción. El 28 de septiembre de 1394, don Pedro de Luna se convertía en el segundo papa español de la Historia con el nombre de Benedicto XIII.

4 comentarios

  
Nacianceno
Siempre me he preguntado como resolver la situación de la validéz y/o legitimidad de las desiciones de los antipapas.

Es decir ¿Los cardenales creados por el Papa Luna eran realmente cardenales?

Lo mismo con los nombramientos, ordenaciones.etc.

Alguien tiene una idea?
10/06/10 7:46 PM
  
Lucas
Nacianceno: sí, lo fueron. Y es que el Papa Luna no fue un verdadero antipapa, no tuvo nunca intención de crear un cisma en la Iglesia. Más bien el cisma fue por culpa de otros.

San Vicente Ferrer permaneció toda su vida obediente al Papa Luna.

La realidad es que, aunque el juicio sobre la validez del nombramiento de uno u otro Papa permanece suspendido, los efectos jurídicos de sus actos mientras actuaron como Papas fueron totalmente legítimos.

Por supuesto, hablo refiriéndome solamente al caso especial del Papa Luna.

No entro en el resto de escisiones.

Ademas, él era jurista y sabía sostener perfectamente su posición.
11/06/10 2:25 AM
  
Nacianceno
Gracias Lucas,

Interesante, espero (Dios quiera) que jamás me toque tomar una decisión en el futuro sobre que Papa es el verdadero.

Pero creo que más tarde en mi vida me tocará ver un cisma.
13/06/10 12:02 AM
  
Salvador Montiel Gil
Cuando años después del cisma fue elegido otro papa que quiso llamarse Benedicto, adoptó el nombre de Benedicto XIV, pero los romanos dijeron que no, que era Benedicto XIII. Cuando Rodrigo de Borja fue elegido paoa eligió el nombre de Alejandro, y ha pasado a la historia como Alejandro VI, sin que haya habido un papa que fuera Alejandro V. De la obediencia de Pisa están los papas o antipapas Alejando V y Juan XXIII. Rodrigo de Borja consideró verdadero papa a Alejandro V, papa de la obdeinecia de Pisa. Sin embargo, san Juan XXIII no consideró verdadero papa a Juan XXIII, papa de la obediencia de Pisa, sucesor de Alejandro V, aunque hasta el año 1958, antes de ser elegido el cardenal Roncalli, muchos historiadores de la Iglesia consideraban legítimo papa a Juan XXIII de Pisa.
08/05/15 12:55 PM

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