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30.04.18

¡Silencio! ¡A callar he dicho!

¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!

La Casa de Bernarda Alba, Federico García Lorca

Así termina La Casa de Bernarda Alba: “¡Silencio! ¡A callar he dicho! ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!” Lorca denuncia una sociedad cerrada y opresora. Protesta contar la vida en la España rural de la primera mitad del siglo XX: una sociedad represora de la libertad que buscaba guardar las apariencias de moralidad y de decencia a toda costa, aunque ello supusiera encerrar a las hijas en la casa y atarlas con cadenas para evitar el escándalo. Esos pueblos y esas casas eran verdaderos sepulcros blanqueados donde se ocultaba la verdad y se pudrían las almas.

Viene esta introducción a cuento de la última entrada del blog del P. Aberasturi, titulada significativamente “¡Ya me callo!”.

Resulta paradójico y sangrante que en la Iglesia de hoy se aliente a que alcen la voz todos los heterodoxos – por no hablar de herejes o apóstatas – al tiempo que se acalla a los ortodoxos, descalificándolos sin más argumentos que los insultos “ad hominem”: fariseos, gnósticos, pelagianos, rigoristas… Los pelagianos neo-arrianos, quienes desprecian el poder de la gracia para obrar nuestra salvación santificándonos de verdad -no falsamente como propone Lutero- y niegan la divinidad de Cristo, acusan a quienes defendemos la Santa Doctrina de la Iglesia de cismáticos. Es el mundo al revés. Resultaría kafkiano, surrealista y absurdo, de no ser por lo dramático e indignante de la situación.

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