Un hombre sin dobleces

El 19 de junio pasado moría en su amada India Vicente Ferrer, un buen hombre, un varón justo para utilizar el lenguaje de la Biblia. A sus 89 años podía mirar con satisfacción hacia atrás y ver que el surco que había labrado medio siglo antes se había convertido en una obra floreciente y consolidada, que está considerada como uno de los mejores ejemplos de organización y eficacia. Quien entre en la página web de la fundación Vicente Ferrer se percatará de su envergadura.

Triste fue que a las exequias de este español y catalán universal no asistieran representantes de nuestra clase política. Resulta especialmente chocante la ausencia de todos aquellos que ostentan la catalanidad. Extraña particularmente la de un caballero cristiano como es Duran i Lleida. En cuanto a la de ERC, IC y el PSOE, tendrán que explicar cómo es que cuando se trata de pagarse viajes de turismo a Tierra Santa para burlarse de los símbolos del cristianismo hay tiempo y dinero, mientras que para ir a rendir el último homenaje a una persona que se ha pasado la vida haciendo el bien entonces todo son excusas para escurrirse de esta que nos parece una obligación moral.

Tampoco la Jerarquía española y catalana ha estado a la altura de las circunstancias. Ni una nota, ni un enviado oficial ni una referencia a quien después de todo encarnó como ninguno el ideal de acción propio de la Compañía de Jesús y que, a pesar de haberse secularizado, no negó nunca su inspiración cristiana. Vicente Ferrer, no lo olvidemos, fue hasta los cincuenta años sacerdote jesuita y eso deja huella y marca en la persona y en sus manifestaciones. Al fin y al cabo, a su modo hizo realidad el valor cristiano de la caridad bien entendida, que es querencia, que es compasión (en el sentido de padecer junto al que sufre), que es misericordia (poner el corazón), que es solidaridad (hacerse uno con aquel a quien se ayuda). Y eso es algo que debería haberse tenido en cuenta. Aunque hubiese colgado los hábitos. Nadie le puede reprochar esto. Si descubrió que no servía para la vida religiosa ni podía mantener el celibato, fue muy honrado por su parte dejar el ejercicio del orden para casarse. Al menos no puso en entredicho ni atacó la ley de la Iglesia. Otros pretenden cambiarla para justificar su defección y seguir instalados en el sacerdocio como si sólo de una profesión se tratase.

No se insistirá bastante en la inspiración cristiana y jesuítica de Vicente Ferrer, basada en la primacía de la acción. Los Padres de la Compañía siempre se distinguieron por un gran conocimiento de la naturaleza humana y una gran comprensión de nuestras flaquezas. Su tolerancia práctica sin desmedro de la norma moral provocó que se los considerara “laxistas”, pero en realidad eran simplemente humanos y podían decir con Terencio: “Homo sum, nihil humani a me alienum puto”; es decir, conociendo el barro del que estamos todos hechos eran accesibles y daban confianza al pecador, lo que no significaba que no lo dirigieran a Dios. No se anduvieron nunca con muchos misticismos (por eso eran antipáticos a gente como los de Port-Royal), pero apreciaron la verdadera mística (por eso hay entre ellos grandes almas favorecidas por las gracias sobrenaturales: los venerables Padres Hoyos y Cardaveraz son un buen ejemplo).

Los jesuitas fueron maestros en la capacidad de organizar y de obrar, atendiendo a las circunstancias de tiempo y lugar y a las costumbres de las gentes. Ahí tenemos al eximio Padre Matteo Ricci, que misionó en la China y cuya obra hubiera concoido quién sabe qué vuelos si no se hubiera interpuesto la lamentable controversia de los ritos chinos, que hartó al Emperador hasta el punto que decidió proscribir el Cristianismo en el Imperio Celeste. También debemos recordar las reducciones jesuíticas del Paraguay, ejemplo de excelente organización, utopía hecha realidad y desgraciadamente ahogada por la codicia de intendentes y bandeirantes. Innumerables congregaciones religiosas e institutos establecidos durante la gran floración religiosa del siglo XIX tuvieron por fundadores a jesuitas, por ejemplo, el Venerable Padre Butinyà, catalán que fundó con la beata Bonifacia Rodríguez Castro la benemérita congregación de las Siervas de San José. En tiempos más modernos tenemos la figura del Padre Riccardo Lombardi, impulsor del movimiento Por un mundo mejor bajo el patrocinio y con el apoyo personal de Pío XII. En fin, ¿cómo olvidar al gran impulsor de la Unión Seglar en Barcelona, el inolvidable Padre José María Alba Cereceda?

Vicente Ferrer si no canónicamente, siguió siendo en el fondo un jesuita, en su pensamiento, en su forma de obrar y en la acción. Jesuita ignaciano, hay que aclarar, pues otra de las razones de su abandono de la Compañía fue cuando en el seno de ésta empezaron a prevalecer los criterios políticos de cambios de estructuras revolucionarios, con los cuales siempre fue muy crítico. San Ignacio no pretendió nunca cambiar las estructuras, sino cambiar al hombre, mediante la educación y el poder de la gracia. Pero la educación de los jesuitas estaba dirigida a la acción directa, a través de la cual las cosas podían mejorarse sin suscitar odios ni divisiones. Los Padres fueron grandes preparadores de líderes de acción. Y uno de ellos ha sido Vicente Ferrer

Quizás algún aspecto de su obra pudiera despertar cierto recelo, como la cuestión de la planificación familiar (en la India es un tema obligatorio por imposición del gobierno), pero no podemos desacreditar en conciencia el conjunto de una obra que, sin ninguna rebelión, sin atizar el odio de clases (como los teólogos de la Liberación, curiosamente todos intelectuales salidos de aulas europeas y con los que fue muy crítico Ferrer), fomentando la acción persona a persona, el apostolado del hombre por el hombre, es sin duda una manifestación del Espíritu de Dios, que “sopla donde quiere”. Por lo demás, Vicente Ferrer fue siempre muy respetuoso con la Iglesia. Cuando en una entrevista en la televisión catalana la periodista intentó provocarle para que hablara mal del Papa, él no cayó en la trampa y habló con encomio de Benedicto XVI, a quien sin duda, por cierto, habría felicitado por su flamante encíclica Veritas in caritate, que recoge muchas de las inquietudes que siempre tuvo en vida.

¡Qué diferencia la de este gran hombre, que apostó por la vida en abundancia que vino a traer Cristo al mundo, con otros que van pagando abortos, se pavonean públicamente de ello y después escurren el bulto desviando la atención sobre una pobre fundación de laicos y cargándole el muerto! Ojalá hubiera más Vicentes Ferrer en el mundo. Que Dios haya premiado a este hijo suyo, a quien no dudamos que San Ignacio habrá acogido como a un hijo, aunque hubiera abandonado la casa paterna. En diferentes planos, él y la Beata Teresa de Calcuta, quedarán en los anales de la Iglesia como los grandes apóstoles modernos de la India, seguidores del gran San Francisco Javier.

Aurelius Augustinus