Pío XII y Barcelona

Hoy vamos a tratar sobre Pío XII y Barcelona, tema al cual nos da pie la invitación que acabamos de recibir para participar en los actos que se están organizando en conmemoración del cincuentenario de la muerte del gran Papa Pacelli, que se cumplirá este próximo 9 de octubre. En próxima ocasión nos referiremos más ampliamente a esta importante efeméride y a la Peregrinación Internacional a Roma convocada por el SODALITIVM PASTOR ANGELICVS.

Cuando Pío XII (1939-1958) fue elegido al Santo Solio nadie se llamó a sorpresa dado que había sido concienzudamente preparado por Pío XI para sucederle en él. Es quizás un caso único en la Historia moderna de la Iglesia: el de un Romano Pontífice que prácticamente designa a su delfín. Eugenio Pacelli era desde 1929 Cardenal y desde 1930 Secretario de Estado, habiendo sucedido a Pietro Gasparri, el artífice de la Conciliazione entre la Santa Sede y el Reino de Italia. Pío XI conocía bien a su nuevo “primer ministro”, que correspondía al afecto y confianza que había depositado en él. Pacelli sabía conducirse ante Achille Ratti, cuya visión de las cosas compartía. Existía, pues, una clara sintonía del Secretario de Estado con el Papa, uno de cuyos frutos fue la encíclica Mit brennender Sorge contra el nazismo, que fue redactada por el cardenal Michael von Faulhaber de Munich y revisada cuidadosamente por Pacelli, que la anotó y corrigió y a quien Pío XI atribuía el mérito de su publicación. Era patente la satisfacción del Papa por el trabajo de su Secretario de Estado, pero quiso darle un conocimiento más amplio e inmediato de la realidad de la Iglesia universal, para lo cual le hizo viajar.

Cinco veces salió del Vaticano el Cardenal Pacelli en misiones encomendadas por Pío XI, lo que, dada la época es un dato notable. En 1934 asistió como Legado al XXXII Congreso Eucarístico Internacional en Buenos Aires; al año siguiente fue a Lourdes; en 1936 recorrió los Estados Unidos como Visitador Apostólico; pisó territorio francés nuevamente en 1937 para consagrar la nueva Basílica de Lisieux en honor de Santa Teresita (a la que Pío XI tenía gran devoción); en fin, en 1938, ya en plena efervescencia pre-bélica, representó al Papa en el XXXIV Congreso Eucarístico Internacional en Budapest. La gira estadounidense le valió del Papa el simpático título de “Cardenal Nuestro transatlántico panamericano”. Pero el viaje que nos interesa y hace a nuestro asunto es el primero: el que realizó a Buenos Aires.

El 24 de septiembre de 1934 partía del puerto de Génova el buque de la armada italiana Conte Grande, en cuya popa se había acondicionado un apartamento con varias dependencias para el Cardenal Pacelli, que disponía de un servicio de radioteléfono que le permitía estar en constante contacto con la Secretaría de Estado y seguir los asuntos más urgentes. El XXXII Congreso Eucarístico fue un auténtico plebiscito de catolicidad para toda la América Hispana y la presencia del Legado de Pío XI fue acogida con un desbordante entusiasmo. Al regreso de Sudamérica, el 1º de noviembre, el Conte Grande atracó en el puerto de Barcelona, donde el Cardenal Pacelli descendió para recibir el homenaje de la Ciudad Condal a invitación del gobernador militar, el general Domingo Batet, hombre de profundas convicciones católicas y métodos humanitarios (había reprimido la insurrección de octubre de la Generalitat con un mínimo coste en destrucción y vidas humanas a pesar de la violencia de los enfrentamientos).

El general Batet organizó una recepción en honor del Legado, que pudo así encontrarse con autoridades civiles y eclesiásticas catalanas. Por entonces regía la diócesis barcinonense don Manuel Irurita y Almandoz, prelado piadoso y de gran sensibilidad social, que apoyó decisivamente el Instituto Pro-obreros, establecido en 1931 y que había recibido en su momento la bendición y estímulo del Cardenal Pacelli. El obispo Irurita quiso aprovechar la brevísima estancia del ilustre purpurado en Barcelona y llevó ante él a sus seminaristas para que le saludaran y tuvieran una experiencia considerada única en esos tiempos, en los que los Papas no salían del Vaticano sino que enviaban legados, los cuales eran recibidos como si del mismo Romano Pontífice se tratase (en efecto, el legado a latere era considerado como una suerte de vice-papa). Por otra parte, no era cosa común ver a todo un señor cardenal, ya que entonces el Sacro Colegio era más restringido que ahora y el capelo se concedía a pocos prelados extranjeros. No es de extrañar, pues, la expectativa de los jóvenes clérigos que se acercaron a besar el anillo del Cardenal Pacelli acompañados de su obispo, expectativa ampliamente colmada por el halo de majestad y ascetismo que se desprendía de su persona. Dos de esos seminaristas recuerdan aun hoy vívidamente su encuentro con el futuro Pío XII: mosén Josep Mariné y mosén Francesc Campreciós. De sus labios hemos tenido el honor de recoger un emotivo y valioso testimonio.

Pacelli pudo comprobar in situ la vitalidad de la iglesia barcelonesa, a la que había dado un decisivo impulso la recentísima santa misión diocesana (marzo de 1934), que mostraría sus frutos especialmente durante la persecución religiosa, demostrando así que el obispo Irurita había desempeñado ejemplarmente su labor pastoral. Después de una recepción ofrecida a bordo del Conte Grande por el Cardenal Legado, éste partió el 2 de noviembre en su última etapa de regreso a Italia, llevándose la mejor de las impresiones de la diócesis y un recuerdo imborrable de su cortísima estancia en Barcelona. Sin duda, las informaciones de esta visita proporcionadas por su Secretario de Estado a Pío XI (que había ya demostrado su especial interés en nuestra patria un año antes, al publicar la encíclica Dilectissima Nobis, en la cual denunciaba el estado de opresión en el que vivía la iglesia española) fueron muy valiosas y contribuyeron a una actitud ponderada y juiciosa de la Santa Sede respecto de España, la situación de cuyos católicos no quería agravar.

Años después y ya papa como Pío XII, Eugenio Pacelli accedió a que fuera Barcelona la sede del XXXV Congreso Eucarístico Internacional. La Segunda guerra Mundial había forzado a la interrupción de estas magníficas manifestaciones de fe. El último –al que, como ya vimos, había asistido como legado el entonces Cardenal Pacelli– había tenido lugar en Budapest en 1938, el año del Anschlüss y de la Conferencia de Münich. La penosa reconstrucción de Europa durante la primera posguerra había demorado, a su vez, una nueva convocatoria. Pero los fastos del Año Santo de 1950 fueron como el inicio de una nueva época de renacimiento religioso a la par que social y político. Pío XII era un convencido de la idea europeísta (concebida por el católico multirracial conde Coudenhove-Kalergi), que en esos momentos estaban gestando estadistas católicos como Robert Schuman y Konrad Adenauer y deseaba cimentar un nuevo orden basado en la paz de Cristo y en los principios del Derecho Internacional. La Iglesia al inicio de la década de los cincuenta se presentaba, pues, como una autoridad moral firme, monolítica y rodeada de un indiscutible prestigio. Era el esplendor de llamada “era pacelliana”. En este contexto, el Papa aprobó la designación de Barcelona para reanudar la hermosa tradición de los congresos eucarísticos.

A la sazón era obispo de la diócesis el Dr. Gregorio Modrego Casaus, que se había prodigado por la candidatura barcelonesa para la celebración del magno evento. Inicialmente, Pío XII tuvo sus dudas, pero gracias a la tenacidad del prelado barcelonés, acabó por acceder. Seguramente también terminó por convencerle el grato recuerdo que Pío XII tenía de su estadía en la capital catalana. Importantes factores pesarían, por lo demás, en la decisión pontificia: el hecho de que fue Barcelona una ciudad mártir, en la que se cebó en modo particularmente cruel la persecución religiosa en el período bélico. Pero también hay que decir que no sólo se había recuperado, sino que, además, se había convertido en un importante centro de irradiación católica: nuevas fundaciones piadosas, misiones populares, sindicatos católicos (importantes en una sociedad industrial como la catalana), instituciones culturales (la Balmesiana, por ejemplo), editoriales religiosas y de difusión litúrgica (recuérdese a los editores pontificios Juan Gili y Subirana)… era, en suma, un modelo de aquella iglesia pujante y emprendedora que quería el Santo Padre. Ello había quedado de manifiesto con la misión general diocesana de 1951, al final de la cual el Dr. Modrego daba lectura a la nota con la que el entonces substituto de la Secretaría de Estado, Monseñor Montini (futuro Pablo VI), comunicaba la elección de Barcelona como sede del congreso del año siguiente.

Pío XII nombró para representarle como Legado pontificio al Cardenal Tedeschini, que había sido ya nuncio apostólico en España en 1921, permaneciendo en el cargo hasta 1938. No vamos a abundar aquí en el desarrollo de los actos del XXXV Congreso Eucarístico. Baste decir que rindió tres frutos duraderos: el primero, un renovado interés por la doctrina y la devoción eucarística gracias a las jornadas de estudio en la Universidad de Barcelona (en las que participó el célebre teólogo dominico Garrigou-Lagrange); la ordenación de 820 sacerdotes en una ceremonia multitudinaria (la más grande hasta entonces) que tuvo lugar en Montjuïc, y el barrio de las Casas del Congreso, que fue la derivación social de éste, pues se construyeron con motivo de él un importante número de viviendas populares. Símbolo plástico del evento fue la monumental cruz que fue erigida en el cruce de la avenida Diagonal con la de Pedralbes, que fue bautizado como la Plaza de Pío XII. Ante esa cruz se celebró el solemne pontifical de clausura que puso broche de oro a la manifestación católica más importante y trascendental que recuerdan los anales de la Iglesia Española contemporánea.

Del radiomensaje que Pío XII dirigió a los participantes del Congreso Eucarístico de Barcelona queremos reproducir este fragmento, que nos parece esencial: “España y Barcelona, o, mejor dicho, el trigésimo quinto Congreso Eucarístico Internacional, pasará al Libro de Oro de los grandes acontecimientos eucarísticos por su perfecta preparación y organización, por la amplitud y acierto de sus temas de estudio, por la brillantez y riqueza de las Exposiciones y certámenes que lo han adornado, por la imponente concurrencia presente, por el sentido católico que lo ha inspirado, especialmente recordando los hermanos perseguidos, y por el contenido social que se le ha querido dar, tan en consonancia con Nuestros deseos. Pero Nos deseamos mucho más: Nos queremos proponerlo como ejemplo al mundo entero, para que al veros —tantas naciones, tantas estirpes, tantos ritos — «cor unum et anima una» (Act 4,32) pueda comprender dónde está la fuente de la verdadera paz individual, familiar, social e internacional; Nos esperarnos que vosotros mismos, inflamados en este espíritu, salgáis de ahí como antorchas encendidas, que propaguen por todo el universo tan santo fuego; Nos confiamos que tantas oraciones, tantos sacrificios y tantos deseos no serán inútiles; Nos, reuniendo todas vuestras voces, todos los latidos de vuestros corazones, todas las ansias de vuestras almas, queremos concentrarlo todo en un grito de paz, que pueda ser oído por el mundo entero”.

¡Dichosos tiempos! Lástima que, volviendo la vista al panorama actual de nuestra iglesia barcelonesa el contraste sea tan sangrante. Pío XII tiene un digno sucesor en Benedicto XVI, émulo suyo en inteligencia y cultura. No se puede decir lo mismo del Señor Cardenal-Arzobispo, infelizmente pontificante. Comparado a don Manuel Irurita o al Doctor Modrego sale perdiendo inexorablemente, y eso que esos dos eximios predecesores suyos no se hallaban, como él, investidos con la sagrada púrpura, prueba de que ésta no siempre adorna a los mejores… Una archidiócesis que languidece miserablemente no son las mejores credenciales que pueda presentar un prelado, pero son la demostración de la ineptitud y mediocridad que hoy gobierna en la sede de San Severo. Con tales prendas, mucho dudamos que el eminentísimo Martínez pudiera organizar ni tan siquiera un pálido simulacro de ese magnífico acontecimiento eclesial que fue el XXXV Congreso Eucarístico (cuyo cincuentenario en 2002, dicho sea de paso, pasó sin pena ni gloria).

Roguemos para que Pío XII, cuya vinculación con Barcelona hemos evocado en estas líneas, interceda por nuestra ciudad y archidiócesis, a fin de que, bajo mejores auspicios salga de su marasmo y vuelva a ser lo que en tiempos fue: un ejemplo para la Iglesia y el mundo.

Aurelius Augustinus

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