Ni podemos, ni debemos, ni queremos olvidarlos

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Julio es un mes que trae inevitablemente el recuerdo de aquel verano ardiente de 1936, cuando en España se desató la etapa más cruel y sangrienta de la persecución religiosa que venía teniendo lugar sistemáticamente desde 1931, bajo la Segunda República. Porque a todo lo largo de ese período de vorágine política no faltaron estallidos de furia anticatólica, que se tradujeron en quemas de iglesias y conventos, maltrato y hasta asesinato de sacerdotes y religiosos, destrucción de ingente patrimonio artístico y cultural por el solo hecho de su carácter religioso. Un ensayo general a escala local de lo que sería la gran oleada persecutoria que inundaría media España algún tiempo después lo constituyó la Revolución de Asturias de 1934, aquella intentona de los socialistas y comunistas de tomar el poder por la fuerza al no resignarse a la victoria limpia y legal de las derechas en las elecciones del año anterior (dicho sea de paso, fue ese golpe de Estado frustrado y no el Alzamiento del 18 de Julio lo que condenó irremisiblemente y acabó por dar al traste con la República).

Se ha dicho más de una vez que la Iglesia Católica había dado pábulo a sus enemigos para que se cebaran contra ella en aquella década tan decisiva de los años Treinta del siglo pasado. Ello es ignorar los hechos. En primer lugar, el advenimiento de la República fue recibido por los católicos serenamente. Bien es cierto que había obispos afectos a la Monarquía que acababa de caer (el más destacado fue el Cardenal Segura, entonces arzobispo-primado de Toledo), pero la jerarquía española recordó que la Iglesia no aprueba, como cuestión de principio, ninguna forma de gobierno más que otra, sino que apoya a cualquiera que cumpla con el deber esencial del Estado, cual es el de procurar el bien común. Los católicos fueron libres de participar activamente en política ocupando cargos y puestos bajo la República, cuyo primer presidente, Niceto Alcalá Zamora, era practicante. Así pues, la acusación de hostilidad hacia el nuevo régimen por nostalgia y apego al anterior, bajo el cual se habría sentido más cómoda la Iglesia no se ajusta en modo alguno a la verdad.

En segundo lugar, lejos de observar una actitud provocadora o desafiante, la Iglesia Católica se mostró prudente, a veces hasta en exceso frente a un Estado agresivo e intolerante. La actitud del Nuncio Apostólico, Mons. Federico Tedeschini (más tarde cardenal) fue juzgada demasiado apaciguadora y condescendiente con un poder político que no demostraba consideración hacia la religión mayoritaria de España. Idéntica postura fue la observada por el Cardenal catalán Vidal i Barraquer. Es más: se sacrificó a los prelados más valientes –el Cardenal Segura y el obispo Múgica de Vitoria– por bien de paz, que se demostró al final ser completamente ilusorio. A pesar de la Carta de los Metropolitanos de 1931 y de la Pastoral Colectiva del Episcopado Español de 1932, los Obispos se mantuvieron por lo general en un silencio expectante, que fue funesto para los católicos, que esperaban de ellos una guía para la acción y se vieron en consecuencia desorientados, sin saber cómo proceder y dejándose ganar el terreno por los sindiós. La Acción Católica, que habría podido ser una fuerza determinante y disuasoria a la hora de enfrentarse a las políticas antirreligiosas del gobierno como correa de transmisión de las directivas del episcopado, adolecía de falta de organización y de empuje y quedó completamente neutralizada. No hubo, pues, una fuerte y concertada oposición católica a los desmanes de los sectarios y la Iglesia acabó yendo como oveja al matadero.

Otro mito a destruir es el de que la Iglesia española se negara a perder su situación de privilegio y de grandes riquezas y que se hallara alejada de las clases populares. A todo lo largo del siglo XIX fue ella precisamente a cuyas expensas mayormente se produjeron los cambios políticos que convulsionaron a España. Después de la Revolución de 1789 ya nada fue igual en Europa y el liberalismo burgués se impuso sin respeto alguno por tronos y altares. La Iglesia aquí no fue ya ni sombra de lo que fue bajo los Austrias, que es cuando mayor esplendor e influencia alcanzó (y aun así habría que discutir si su estatus bajo el régimen de Regio Patronato, es decir, prácticamente infeudada a la Corona, era lo ideal desde el punto de vista de la doctrina católica). Las sucesivas desamortizaciones dieciochescas y decimonónicas la habían despojado prácticamente de la mayor parte de su patrimonio, de modo que tanto el clero secular como el regular subsistían a base de las temporalidades pagadas por el Estado (no en razón de ser éste católico sino de haber sido ladrón, tal como pasaba con las asignaciones bajo el régimen de Franco), las pías fundaciones, las rentas de unas muy mermadas propiedades y las donaciones y legados, muchas veces bastante mediatizados. Además, con estos recursos la Iglesia sostenía una extensa y eficaz red de beneficencia, a la que el Estado no se veía capaz de tan sólo igualar. Precisamente en el primer tercio del siglo XX, habían comenzado a florecer toda clase de iniciativas novedosas por parte tanto del clero como de los seglares a favor de esas clases populares a las que se suponía falsamente que la Iglesia era ajena: agrupaciones sindicales católicas, escuelas nocturnas, enseñanza gratuita de artes y oficios, etc. En Barcelona, por ejemplo, el obispo Irurita impulso desde 1931 el Instituto Pro-Obreros. Otro ejemplo de espíritu emprendedor a favor de los trabajadores lo constituye el de la beata Carmen Viel Ferrando, de Sueca (Valencia), que fundó en su ciudad natal el “sindicato de la aguja”, para enseñar a las jóvenes las labores de costura con las que ganarse la vida.

Baste lo anterior para desbaratar cualquier argumento tendente a justificar lo injustificable: el intento de exterminio de la Iglesia Católica, contra la que se desató en julio de 1936 una suerte de guerra total, que sucedió a la que hasta entonces había sido persecución esporádica, pero sistemática. En los primeros meses de la Guerra de España arreció la furia homicida de las fuerzas de choque que habían tomado efectivamente el poder en la parte sometida a la República ante la pasividad e inacción del gobierno. Así media nación e vio sometida a los mismos métodos que los bolcheviques estaban empleando en Rusia desde 1917. No en vano Stalin se había cuidado bien de enviar sus comisarios como asesores de los comunistas autóctonos para enseñarles la manera metódica y científica de matar representada en las tristemente célebres checas, que fueron instaladas en cada barrio de la geografía de la España roja. El hecho es que la gran mortandad de católicos muertos in odium fidei se produjo antes de acabar el año fatídico de 1936. En sólo los meses de julio y agosto se ejecutó a diez de los trece prelados mártires. Algunos han atribuido el hecho de esta alta concentración de muertes al carácter descontrolado de los revolucionarios al principio de la contienda, imposibles de contener por las autoridades. Sin embargo, el que amainara –por así decirlo– el volumen de sangre en lo sucesivo no debe creerse que se deba a un mayor control gubernamental de los exaltados ni a una mitigación de la persecución (que podría admitirse aunque con mucha relativización), no. Es claro que los asesinatos de gente de sotana y hábito y de seglares por el solo hecho de ser católicos disminuyeron conforme iban quedando menos de ellos que matar, lo cual se debe a tres hechos: la matanza intensiva del inicio, las evasiones exitosas al extranjero o a zona nacional y una mayor eficacia en disfrazarse y esconderse de los que no pudieron o no quisieron huir, una vez pasados los primeros tiempos de desconcierto. El afán asesino de los perseguidores quedó intacto, como lo demuestran las muertes tardías de Mons. Ponce, administrador apostólico de Orihuela (en noviembre de 1936), y los obispos Irurita de Barcelona (en diciembre de 1936) y Polanco de Teruel (en febrero de 1939).

En cuanto a la mortandad de la Guerra, es preciso y útil distinguir, como lo hace el historiógrafo valenciano Mons. Vicente Cárcel Ortí, entre caídos, víctimas y mártires. Caídos han de considerarse los combatientes de uno y otro bando que murieron en combate o a consecuencia de él. Víctimas fueron todos aquellos que murieron como consecuencia de acciones de guerra, represión política o represalias. Mártires, en cambio, se debe considerar sólo a quienes fueron buscados ex profeso y muertos por su condición de personas sagradas o por su especial significación como católicos, es decir, los que padecieron la muerte por causa de su fe. Lo que demuestra el carácter martirial de estos muertos es que en muchas ocasiones se les prometió salvar la vida e incluso recuperar la libertad a condición de apostatar, renegar de Dios y de su Iglesia o profanar objetos sagrados (como pisar crucifijos). Al no aceptar semejante y vergonzoso trato, subrayaron estos confesores de la fe su inequívoca vocación de testigos. Y es de notar que no traen los relatos ningún caso de cobardía ni de retroceso ante los verdugos, lo que indica, por otra parte, lo bien que la Iglesia supo inculcar a sus hijos la intrepidez y el amor incondicional a Dios.

Pero hay un aspecto de la persecución que, no por menos conocido, debe ser obviado y es el del catolicismo clandestino bajo la España roja. Obligada a bajar a las catacumbas, la española fue una de las primeras Iglesias del Silencio, precedida sólo por la Iglesia mártir de los Rutenos. En Barcelona se organizó una extraordinaria red de asistencia pastoral y sacerdotal en los escondites proporcionados por generosos seglares a los sacerdotes de ambos cleros que lograron escapar a la gran sangría de los primeros meses de guerra. Hubo misas clandestinas en muchos hogares barceloneses y hasta una regular vida de devoción, con exposiciones al Santísimo, Cuarenta Horas, Guardias de Honor, Primeros Viernes, etc. Un servicio sacerdotal garantizaba la administración de los sacramentos (bautismo, penitencia, extremaunción, matrimonio) y la asistencia a enfermos y moribundos con recepción del viático. El catecismo y las conferencias espirituales estaban a la orden del día en la precaria tranquilidad de los domicilios de familias que debían temblar ante la sola posibilidad de un registro por parte de los milicianos (lo que normalmente significaba la muerte para los huéspedes y el patrón de casa). La ciudad Condal tuvo, además, la inmensa fortuna (la Providencia) de que su obispo pudiera permanecer oculto cinco meses, dándole tiempo a dar sabias directivas pastorales para el mejor gobierno de sus diocesanos. Si los católicos barceloneses pudieron gozar de una mejor asistencia religiosa en la clandestinidad ello de debe en grandísima parte al obispo Irurita, cuya herencia inmediata, al partir para el sacrificio, fue precisamente la de una iglesia viva y palpitante bajo los escombros materiales que dejó el torbellino iconoclasta y asesino en la sede de San Severo.

Por mucho que se empeñen muchos revisionistas hodiernos de nuestra Historia reciente, ávidos de resucitar una cierta “memoria histórica” a base de acallar y hacer desaparecer la otra memoria, la de los hechos incontrovertibles, nuestros mártires, los que sufrieron para que nosotros, los católicos de hoy, pudiéramos tener la libertad de profesar nuestra Fe y celebrar nuestro culto, no pueden ser ni serán olvidados. Gracias a Dios se acabó la especie de veda que pesaba sobre los muertos de la mayor persecución sistemática contra la Iglesia en época moderna. Ya no existen razones de oportunidad ni de politiqueo que impidan que se rinda el justo homenaje a aquellos cuya sangre engendró una generación privilegiada de cristianos, de la cual somos los legatarios y debemos ser los continuadores, depurados eso sí todos los condicionamientos históricos. En este sentido, sirvan estas líneas de homenaje a una institución pionera y benemérita en la recuperación de la memoria histórica martirial: Hispania Martyr. Si no hubiera sido por su ardua labor y su incondicional dedicación a preservar amorosamente los testimonios y el recuerdo de cuantos murieron por Dios y por la Iglesia en aquellos aciagos años que marcaron nuestra historia contemporánea, poco impulso habría tenido su causa o ésta, al menos, se hubiera visto muy ralentizada. Que Cristo Rey y Santa María, Reina de los Mártires, bendiga esta empresa copiosamente y la haga seguir fructificando. Entretanto, como no podemos, ni debemos, ni queremos olvidarlos, practiquemos un útil y provechoso ejercicio diario: leer el martirologio romano de estos días, en el que encontraremos la referencia de aquellos benditos muertos que hoy gozan de la gloria e interceden por nosotros. Pidámosles que intercedan para que nuestra Fe no desfallezca y su sacrificio no haya sido inútil para nosotros.

Aurelius Augustinus

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