El obispo: ¿Buen pastor o asalariado?

El Concilio Vaticano II en su afán de renovación de la Iglesia trazó el ideal de lo que deben ser los obispos en el decreto Christus Dominus, promulgado el 28 de octubre de 1965:

“En el ejercicio de su ministerio de padre y pastor, compórtense los Obispos en medio de los suyos como los que sirven, pastores buenos que conocen a sus ovejas y son conocidos por ellas, verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y preocupación para con todos, y a cuya autoridad, confiada por Dios, todos se someten gustosamente. Congreguen y formen a toda la familia de su grey, de modo que todos, conscientes de sus deberes, vivan y obren en unión de caridad.

“Para realizar esto eficazmente los Obispos, “dispuestos para toda buena obra” (2 Tim., 2,21) y “soportándose todo por el amor de los elegidos” (2 Tim., 2,10), ordenen su vida y forma que responda a las necesidades de los tiempos.

“Traten siempre con caridad especial a los sacerdotes, puesto que reciben parte de sus obligaciones y cuidados y los realizan celosamente con el trabajo diario, considerándolos siempre como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre dispuestos a oírlos, y tratando confidencialmente con ellos, procuren promover la labor pastoral íntegra de toda la diócesis.

“Vivan preocupados de su condición espiritual, intelectual y material, para que ellos puedan vivir santa y piadosamente, cumpliendo su ministerio con fidelidad y éxito. Por lo cual han de fomentar las instituciones y establecer reuniones especiales, de las que los sacerdotes participen algunas veces, bien para practicar algunos ejercicios espirituales más prolongados para la renovación de la vida, o bien para adquirir un conocimiento más profundo de las disciplinas eclesiásticas, sobre todo de la Sagrada Escritura y de la Teología, de las cuestiones sociales de mayor importancia, de los nuevos métodos de acción pastoral.

“Ayuden con activa misericordia a los sacerdotes que vean en cualquier peligro o que hubieran faltado en algo.

“Para procurar mejor el bien de los fieles, según la condición de cada uno, esfuércense en conocer bien sus necesidades, las condiciones sociales en que viven, usando de medios oportunos, sobre todo de investigación social. Muéstrense interesados por todos, cualquiera que sea su edad, condición, nacionalidad, ya sean naturales del país, ya advenedizos, ya forasteros. En la aplicación de este cuidado pastoral por sus fieles guarden el papel reservado a ellos en las cosas de la Iglesia, reconociendo también la obligación y el derecho que ellos tienen de colaborar en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo”
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Desgraciadamente, en el pasado no pocos obispos hubo que, consideraban su misión más como un poder (potestas) –que lo es en virtud de la plenitud del sacerdocio– que como un oficio (munus) –que también lo es como consecuencia de ese poder sacerdotal– y se comportaban a la manera de los príncipes temporales, pero, además, con sus defectos: con altanería, despóticamente, rodeándose de una camarilla cortesana y adulona, favoreciendo a paniaguados y recomendados sin mérito. Gobernaban a mitra alta y golpe de báculo. Como entonces se debía vestir conforme al propio estado y rango, aparecían imponentes envueltos en sus atuendos pontificales, que inspiraban un temor reverencial –y, a veces, servil– en sus (nunca mejor dicho) súbditos. Como no se prodigaban fuera de sus palacios y de los restringidos círculos de la selecta sociedad que solían frecuentar, se hallaban rodeados de un halo de misterio que podía ser confundido fácilmente con la grandeza por los observadores incautos (y es que la distancia hace el respeto: recuérdese aquello de Talleyrand de que “nadie es un gran hombre para su ayuda de cámara”).

Sin justificar a este tipo de pastores de la cristiana grey, hay que decir, sin embargo, que, a pesar de su discutible estilo, al menos sabían, en la mayoría de los casos, cumplir con su obligación de defender la verdad católica, preservar la moral cristiana y asegurar a los fieles los medios de salvación. Por soberbio, antipático y autoritario que fuera un obispo y a pesar de ello, la vida espiritual de su diócesis seguía por lo común su curso normal, seguían fluyendo las vocaciones, los sacerdotes piadosos y celosos de las almas podían desempeñar en paz su apostolado, las órdenes y congregaciones religiosas desarrollaban sus carismas sin mayores cortapisas, los seglares recibían la buena doctrina y los sacramentos… Quizás la curia diocesana fuera un nido de aprovechados y convenencieros, pero ello no solía repercutir más allá del reducido entorno del poder. Por supuesto, no es esto una defensa de ese estado de cosas: lo ideal es que el obispo sea un pastor bonus, a imitación de Jesucristo, pero cuando ello no es así en la realidad, al menos se le exige que cumpla como maestro, santificador y gobernante de la iglesia particular que le ha sido confiada. De su personal conducta ya dará cuenta a Dios “que escruta el corazón y los riñones”.

Lo que es imperdonable es que hoy haya obispos preconizados según el espíritu del Concilio, pero que parecen no haberse enterado del decreto Christus Dominus. Pero es que tampoco recuerdan ya cuál es su deber y a qué cosa les obliga el orden que han recibido con la consagración episcopal. De este modo se junta el hambre con las ganas de comer y el resultado es desastroso: tenemos entonces prelados que no sólo son orgullosos y desagradables como personas o intolerantes y despóticos en su estilo de gobierno, sino que, por si fuera poco, son negligentes y descuidados de sus deberes como pastores. Lo peor es que tanto les da. Obran como el juez inicuo, que no temía ni a Dios ni a los hombres. Pero lo más irónico es que en ciertos casos se han aupado al poder gracias a determinados sectores que antes criticaban ásperamente aquello mismo que hoy practican. Ejemplo de esto de lo que venimos tratando es, cómo no, el actual establishment sistachino enquistado en la archidiócesis de Barcelona.

¡Cuántas veces criticaron al cardenal Carles acusándole de proceder como un obispo “a la antigua”, sin consultar, con autoritarismo y fomentando el nepotismo y el clientelismo! Sin entrar en la justicia o no de algunos o de todos estos reproches, hay que decir que el anterior arzobispo barcinonense fue sensible en algunas ocasiones a las acerbas críticas que se le dirigieron y dio marcha atrás en algunas medidas (por otra parte plausibles) como el nombramiento del Dr. Corts como rector del Seminario Conciliar. Es decir, en este aspecto, al menos, Carles no fue tan tiránico como se le ha querido hacer aparecer. Pero es que esos mismos son los que ahora hosanan a su sucesor y le ríen las gracias, aunque de graciosas no tengan nada. Digámoslo francamente: el cardenal Martínez Sistach no es simpático. Pero ser simpático o antipático depende del natural de cada uno y nadie está obligado a agradar a todos. Pero aun de un obispo antipático se espera que gobierne al menos con rectitud y, hoy, de acuerdo con el ideal conciliar, con una cierta flexibilidad. Ya los antiguos decían que el poder no debe hacer odioso por un ejercicio duro del mismo. Sin embargo, hete aquí que el cardenal Martínez Sistach se comporta como aquellos monarcas déspotas, pues tiene amedrantada a buena parte de su clero (según nos consta). Sólo le falta decir en el mejor estilo del Rey Sol (del que es curiosamente tocayo): “L’Église c’es moi”, sólo que ni tiene el estilo de Luis XIV ni éste parece haber pronunciado nunca la frase que se le atribuye como expresión acabada del absolutismo.

Otra frase que podría hacer suya nuestro purpurado y que sí consta que se pronunció es la de otro Luis, el que fue llamado el Bienamado (como nuestro bien amado arzobispo), es decir Luis XV. Presagiando a dónde iba a conducir la crisis moral que azotaba la Francia del siglo iluminista, dijo: “Après nous le déluge”: fue un rapto de lucidez del rey que se sentía demasiado viejo y cansado para salvar su trono. Pues bien, la situación de la archidiócesis de Barcelona es tan desastrosa que se podría perfectamente predecir un diluvio, es decir, su hundimiento total, si no fuera porque tenemos fe en Dios y esperanza de que no nos dejará de su mano.

Al cardenal Martínez Sistach no le importa el estado de languidez espiritual en el que se halla su circunscripción; no le quita el sueño que las vocaciones estén en mínimos absolutos y relativos sin precedentes y que no haya renuevo generacional del clero; se le da un ardite que los centros religiosos de otras denominaciones vayan a superar pronto el número de santuarios católicos; le despreocupa totalmente el hecho de que haya sectores de población, como los gitanos y los inmigrantes, que se sienten ajenos a la realidad católica barcelonesa y prefieren adscribirse a otras confesiones… Podríamos abundar en la materia, pero nos deprimiríamos. Mientras tanto, un cura abortista confeso sigue en la gracia del cardenal, los contestatarios de Roma campan por sus respetos al abrigo de su capa magna (que ni la tiene ni la usa) y sus favoritos y cortesanos tratan a la archidiócesis como hacienda propia. Y esto sí es intolerable en un obispo. Quousque tandem, Catilina?

A pesar de todo, oramos “pro antistite nostro Ludovico” para que Dios le ilumine y le dé su gracia, con la cual todo es posible, incluso que se enderece algo tan torcido como el actual gobierno espiritual de Barcelona. Nos encantaría poder sumarnos a los que aplauden al señor cardenal, aunque por motivos bien distintos: que hubiera un remonte de vocaciones, que el clero se comportase acorde con su misión de comunicar la vida sobrenatural, que las parroquias florecieran, que se acabara la impunidad de los curas que hacen público escarnio de la fe y la moral de la Iglesia, que se actuara la hermenéutica de la continuidad en sintonía con el Papa, que se erradicaran los abusos litúrgicos y tantas otras cosas que corresponden a la misión de un obispo, entonces no nos importará si nuestro bienamado arzobispo es antipático o un tanto dictadorcillo; contará que habrá cumplido cabalmente con el cometido para el que fue consagrado.

Aurelius Augustinus

Germinans germinabit