¿Tenemos los sacerdotes que nos merecemos?

Sigo con la resaca del ínclito programa de TV3 sobre la Iglesia. El gran gurú del programa, el sabio sintético Llisterri, soltó su frase lapidaria: cada pueblo tiene los curas que se merece. Él, politizado hasta la médula, como si los curas se presentaran a las elecciones, se refería a la nueva hornada de curas que están saliendo de los seminarios; porque éstos eran el meollo del programa. Pero ¡ya ves lo que es escribir recto con renglones torcidos!: al tiempo que pronunciaba él esta fatídica sentencia, se presentaban ante mis ojos en rapidísima película, la inmensa mayoría de los curas que tenemos (más los religiosos, más las monjas): viejos, muy viejos; con la cerrazón propia de la soberbia de quien se atreve a darle lecciones de todo al Santo Padre. Eso sí, con las iglesias ominosamente vacías, con la mayoría de los colegios religiosos instalados en la apostasía, y con la más clamorosa y manifiesta ostentación de esterilidad: no han sido capaces de suscitar vocaciones que les sigan en lo que ellos son, en lo que ellos creen, en lo que ellos hacen. Son la higuera de la que es inútil esperar frutos. Pero a pesar de la esterilidad, que en biología es la más genuina expresión de la degeneración, es decir de la decadencia genética de una especie o de una población; a pesar de eso, se sienten ufanos de sí mismos.

¿Pero qué hemos hecho los fieles para merecer esos curas? ¿En qué hemos pecado? ¿Encima seremos nosotros los responsables de haberlos criado a nuestros pechos? No los hicieron así sus familias, que de familias cristianas nacieron. A sí mismos se hicieron, y nos salieron contrahechos. Tuvo que ser un terrible virus el que nos los estropeó: de lo contrario no se explica que resultaran contagiados la inmensa mayoría. Dicen que se trata de un virus híbrido de nacionalismo injertado en progresismo según unos, y de progresismo injertado en nacionalismo según otros. Sea lo que fuere, ni la filoxera ni la mixomatosis resultaron tan funestas.

Pero ésta es mi película, la que ví cuando Llisterri nos echaba en cara a los fieles seguidores de esos curas, que los tenemos porque nos los merecemos. Pero no, él no se refería a la inmensísima mayoría de los curas del jurásico que tenemos hoy (éstos, los “estándar”, por lo visto no suscitan la menor inquietud en tan sabio analista), sino que se refería a los de nueva hornada, a los curas que, ¡válgame Dios!, en su mayoría proceden de extrañas familias cristianas adictas a extraños usos como bendecir la mesa antes de comer; usos impropios de la religiosidad celosamente disimulada para no incomodar a los adversarios, que ha promovido y practicado esa generación de curas en extinción y sin sucesores que les sigan los pasos.

Y claro, de esas familias tan poco discretas, de padres que aunque estén en un banquete con muchos otros, antes de empezar a comer se recogen unos segundos en oración y se santiguan; de padres así, que no les da la gana disimular su condición de católicos, ¿qué se podía esperar? Pues curas que no les importa que se les note que son curas: tan poco les importa, o tanto interés tienen en que se les reconozca como curas, que ¡hasta van por la calle con sotana! Refiriéndose especialmente a ese cura ensotanado que eligió el guionista como prototipo del nuevo modelo de cura que sale de los seminarios, refiriéndose a él soltó el listísimo Llisterri su fatídica sentencia: “tenemos los curas que nos merecemos”.

Pues mire, señor Llisterri: ni siquiera visto así, creo que tenga usted razón. ¡Qué más quisiéramos los católicos que vivimos nuestra fe en Cataluña, que merecernos esa nueva generación de curas! ¡Que más quisiéramos! Porque es verdad que del mismo modo que el sacerdote puede adoptar actitudes de aceptación o de rechazo de los fieles, de manera que éstos permanezcan en la Iglesia o se alejen de ella (¿le va sonando esta música, señor analista?), del mismo modo los fieles pueden ser también acogedores con el sacerdote, o pueden poner distancias. ¡Ojalá fuéramos capaces de merecernos buenos sacerdotes!

En cualquier caso, señor Llisterri, se le notó perfectamente por qué clase de sacerdotes andaban sus preferencias. Hubiese sido difícil explicitarlo más. Pero bueno es dejar reseñado que sus preferencias, ¡vaya casualidad!, no son representativas de los fieles que llenan los templos. Usted habló en representación de ese sacerdocio en extinción que, ¡gracias a Dios!, no ha dejado semilla. Y puesto que de seminarios iba la cosa, es procedente la referencia a este hecho. Y habló con resabio (ahí está su sentencia lapidaria o lapidatoria) porque tanto los seminaristas como los curas más jóvenes, marcan una clara divisoria con la generación de curas en extinción de la que tan ufano se siente usted, señor Llisterri.

Virtelius Temerarius