Feminidad versus Feminismo (y 2)

En el artículo anterior hice referencia a las conferencias sobre la defensa de la feminidad como alternativa constructiva opuesta al feminismo, que tuvieron lugar en Roma el 31 de enero. Dejé de lado la pronunciada por Tania Fernández, delegada de Derecho a Vivir en Cataluña, (en la fotografía), y que ahora paso a reseñar, destacando las ideas más potentes que expuso:

El origen del hombre es mucho más cavernícola de lo que se ha empeñado en vendernos la mítica y beatífica antropología en boga. Venimos de la caverna y aún no nos hemos desprendido de ella: la llevamos incorporada en la mente, si bien en formas cada vez más sofisticadas. Aunque parezca mentira, el principio del fin de la caverna fue la domesticación del hombre por el hombre (es decir que según esta visión, todavía existió algo peor): y como corresponde al régimen ganadero, la suerte tanto del hombre como la de la mujer fue lo más parecido a la que se da en cualquier ganadería. Estamos, claro está, en una antropología que no comparte con la actualmente en boga el buenismo y el optimismo sobre la condición humana que caracteriza al marxismo y a la New Age .

Lo que hoy entendemos por mujer, tiene una antigüedad exigua: algún milenio menos de los que le asignamos al neolítico. Quizá, claro está; porque una y otra antropología se mueven en el terreno de las hipótesis; aunque contra la antropología vigente están todas las mitologías de nuestro entorno cultural, que rezuman pesimismo por una edad de oro culposamente perdida. En los cimientos culturales y morales de la civilización judeocristiana está el paraíso perdido a causa del pecado original, y como justo castigo por la culpa, la forma de vida que nos quedó: ¡¡incluido el trabajo!!

El icono de la mujer meramente reproductora que caracteriza la era más cavernaria de la humanidad, es la Venus de Willendorf; mientras que el icono de la nueva mujer, vigente hasta hoy, es la Venus de Botticelli, plasmación de un mito restaurador. Es la Virgo que luce en el firmamento, gracias a que Tauro, Aries y Capricornio la han liberado de la condena a que estaba sujeta en la era Willendorf. La nueva mujer luce como su máximo atributo el haber liberado su vientre y sus pechos de la mera función productora de crías.

Pero del mismo modo que el dueño de hombres dominó a la mujer en la etapa anterior porque codiciaba los frutos de su vientre, en esta nueva era en que la mujer despliega su esplendorosa belleza, la mujer sigue estando sometida; pero ahora no como productora, sino como compañera de lecho. Forzada a complacer a su señor, como dice Aquiles en los primeros versos de la Ilíada: “ Pero a ella (a Briseida) no la soltaré sino cuando le sobrevenga la vejez trabajando la rueca y acudiendo forzada a mi lecho ”. De nuevo esclavizada.

Es en esta era cuando la mujer inicia el camino de la libertad a través de la maternidad, un derecho que se consagra con el matrimonio, privilegio del que gozaba únicamente la mujer libre; porque la esclava no tenía derecho a tener hijos-personas. Lo que concebía, gestaba y paría la esclava era un bien de su señor, del que no tenía derecho a disfrutar: al señor le asistía toda la legitimidad para arrebatárselo y hacer lo que se le antojara con ese “bien” de su propiedad: incluso matarlo. Vale la pena recordarles esto a los que hoy, ¡para ampliar el marco de libertad sexual de la mujer!, consideran el hijo que lleva en sus entrañas, no como un ser humano, sino como “un bien”. Y eso hasta el minuto antes de nacer.

Es que la mujer esclava era únicamente mujer-sexo, y como tal, su amo obtenía de ella un alto rendimiento. La empleaba como la más preciada moneda para retribuir al siervo por su fidelidad y laboriosidad. Los esclavos que se habían distinguido cada día por su comportamiento, recibían por ello en premio esa noche la compañía de una esclava, que según la nomenclatura progresista ejercía de “trabajadora sexual” por cuenta ajena (por cuenta del amo); pero no en régimen laboral, sino en régimen de esclavitud.

Y para aquellos cuya fidelidad y laboriosidad era de mucho tiempo, tenía reservado el amo un premio muy especial: les separaba un espacio aislado en la “ taberna ” o cuadra de los esclavos y les concedía el disfrute de una esclava fija. A este apaño se le llamaba por ello con-tubernio. Esta forma de fidelización de los esclavos se mostró eficacísima: fue sin duda una de las claves del apego que tenían a su estado muchísimos esclavos y esclavas. Pero eso era sólo sexo. A ellos y a ellas les faltaba tener hijos; porque lo que de ellos nacía eran crías propiedad del amo. ¡Ya ven de cuán lejos viene el sexo como mercancía!

Convertir en matrimonio esa forma de unión esclavizada; trocar a la esclava en madre, al esclavo en padre, y a las crías propiedad del dueño en hijos de su padre y de su madre, fue obra de muchos siglos. El papel más destacado en esa transformación fue el de la Iglesia, que se empleó a fondo en la humanización de las relaciones entre hombre y mujer. Fue en el derecho de familia, absolutamente vital como vía para la libertad, donde antes se diluyeron las diferencias entre señores y esclavos. Y fue finalmente el matrimonio el que liberó a la mujer de la situación de servidumbre sexual en que estaba: porque en el régimen de contubernio, el amo le imponía la obligación de satisfacer sexualmente al esclavo. Ése no era un “servicio” al esclavo con el que compartía lecho, sino al amo que le imponía ese servicio. Como en el “trabajo sexual” cor cuenta ajena.

Un gran encuentro Ésa fue la auténtica liberación sexual de la mujer: el levantamiento de su obligación de estar siempre disponible sexualmente, por ser ésa su obligación específica y diferencial de esclava. Por eso le cuesta tanto entender al que conoce este precedente, que la nueva libertad sexual de la mujer, la que le han diseñado entre el progresismo y el feminismo, consista precisamente en volver a la disponibilidad total y absoluta que le impuso la esclavitud; pero esta vez condicionada y apalancada por un férreo amaestramiento.

La lógica más elemental nos prohíbe llamar libertad a lo que siempre ha sido y sigue siendo esclavitud. Desde que nos asomamos a la historia y hasta hoy vemos la obsesiva inclinación del hombre por esclavizar sexualmente a la mujer en la que ha sido siempre su forma específica y diferencial de esclavitud (hoy la esclavización residual está en la violencia sexual contra la mujer y en su explotación a través de la prostitución). La más elemental coherencia exige que la “libertad sexual de la mujer” consista en liberarse de la servidumbre sexual que ha venido soportando históricamente.

Precisamente eso explicaría la fascinación que por la virginidad sintió la mujer recién liberada de esa servidumbre. Llegados a este punto es preciso puntualizar dos factores culturales que hoy no nos encajan, y son: primero, que ninguna mujer entendía su vida si no pasaba por la maternidad. Y segundo, que era socialmente imposible la maternidad fuera del matrimonio, es decir sin estar sometida sexualmente a un hombre. Y sabemos que en nuestra propia cultura y durante muchos siglos, el poder del hombre sobre la mujer ha sido el de un señor sobre su esclava.

De ahí que el enorme privilegio de la maternidad sin estar sometida sexualmente (que la virginidad en origen no es más que no tener dueño en lo que a sexo se refiere) fuese el máximo ideal imaginable para la mujer. Un privilegio que sólo alcanza a la Madre de Dios, que se convertiría en el espejo maravillosamente adornado y bruñido en que se miró la mujer occidental durante más de mil años. No hay más que ver la infinita producción artística. Y del mismo modo que Dios ha sido siempre el espejo del hombre, de manera que cuanto más alta ha sido la percepción que de Dios ha tenido el hombre, más ha ascendido el valor de éste; así también, cuanto mayor nivel alcanzó la Madre de Dios, tanto más subió la dignidad de la mujer.

Podemos decir que en nuestra civilización, el modelo de mujer que más ha contribuido a construir una auténtica feminidad, y que ha devenido su icono más perfecto, ha sido la mujer por excelencia no sólo de la religión, sino también de la civilización cristiana: la Virgen-Madre, María, la Madre de Dios. Sobre tan sólido cimiento se construyó una feminidad privilegiada en comparación a los demás modelos: puesto que se cimentaba sobre la extraordinaria dignidad de una de las más sublimes instituciones humanas: la maternidad (en ninguna otra cultura alcanzó semejante nivel la madre, ¡la mamma! ); y sobre la superación de la servidumbre sexual por sublimación en el amor conyugal.

Ése es el camino a la feminidad que ha trazado durante siglos el humanismo cristiano, y ésa la feminidad que hemos de ofrecer a la mujer de hoy como antídoto del feminismo y de la cultura “de género”.

Cesáreo Marítimo