[DE] Capítulo 21: El altar fijo (dimensiones y simbología) (y II)

Altar de San Pablo Extramuros con la Cátedra al fondo en el ábside.

 

Las dimensiones del altar durante este segundo período de su historia (s.IV-IX) fueron constantemente modestas. La mesa tiene preferentemente forma cuadrada o un poco rectangular; los lados no pasan del metro de amplitud y de altura. El altar se coloca en el ábside, delante de la cátedra, o bien entre las dos pequeñas rampas que conducen del pavimento de la iglesia al plano realzado del presbiterio, o también en medio o al comienzo de la nave central, como en las antiguas basílicas de San Pedro y San Pablo. Carece todavía de las gradas de acceso que tendrá más tarde y se apoya directamente sobre el pavimento. Tampoco presenta un lado anterior y otro posterior, sino que es una simple mesa sostenida por cuatro pies. Según la orientación habitual de las iglesias, el obispo celebraba desde la cátedra vuelto de cara al pueblo, esto es, hacia el occidente, mientras que el pueblo asistía mirando al oriente, de cara al obispo oficiante.

Sólo que hacia los siglos VI-VII (es difícil determinar exactamente la época), acaso por influencias de Bizancio, donde la orientación para orar se cuidaba más que en ninguna otra parte, pretendióse, en cuanto la posición del altar lo permitiera, imponer al oficiante que celebrase mirando al oriente. Por eso tuvo necesariamente que volver las espaldas a los fieles. Fue éste un cambio litúrgico de gran trascendencia para el Occidente, y que llegó a Roma a través de la liturgia galicana, como lo atestigua el 1 Ordo en su doble versión. En la más antigua se dice sencillamente que el pontífice stat versus ad orientem (1); en la posterior, la rúbrica es más detallada: Quando vero finierint (el "Kyrie" ) , Pontifex, dirigens se contra populum, incipit "Gloria in excelsis Deo. " Et statim "regirat se ad oriéntem, usque dum finiatur. Post hoc, "dirigens se iterum ad populum. dicens, "Pax vobis" et "regirans se ad orientem" dicit "Oremus"; et sequitur "Oratio." (2) La nueva postura del sacerdote en el altar no se practicó ciertamente en

seguida en todas partes, ni siquiera en Roma; pero poco a poco se fue generalizando, y, sin duda, fue el primer paso que había de conducir a la costumbre tan poco habitual en la liturgia romana antigua de que el sacerdote celebrase de espaldas al pueblo, separando a los fieles prácticamente de la participación en la acción litúrgica. Práctica que contribuyó no poco a la recitación en voz baja de la oración eucarística.

Basílica paleocristiana de Santa Sabina all´Aventino (siglo V)

 

En la práctica primitiva, y según estaba orientada la iglesia, el lado derecho del altar y del celebrante daban al mediodía, siendo el puesto de honor, reservado para el canto del evangelio, y la parte donde se colocaban los hombres en el senatorium; el lado izquierdo, en cambio, daba al norte, y en él se leía la epístola y se colocaban las mujeres en el matroneo. Invertida la posición del celebrante y del altar, pudo haberse cambiado también la derecha y la izquierda de este último; pero esto no se llevó a efecto, mejor dicho, no se aceptó, y así quedó la derecha reservada a la epístola, la izquierda al evangelio.

Es oportuno recordar, además, el alto concepto que tenían los antiguos cristianos de la dignidad excelsa del altar. El motivo de tan profunda veneración era el sacrificio de Cristo que sobre aquél se celebraba. Quid est enim altare, nisi sedes corporis et sanguinis Christi? (3) escribía Optato de Mileto. Más claramente se expresa el Crisóstomo: "El misterio de este altar de piedra es estupendo. Por su naturaleza, la piedra es solamente piedra, pero se convierte en algo sagrado y santo por la presencia del cuerpo de Cristo. Inefable misterio, sin duda, que un altar de piedra se transforme, en cierto modo, en el cuerpo de Cristo." En Alejandría, en el siglo IV se rendía homenaje a la santidad del altar, pero asociando a él la obra misteriosa del Espíritu Santo, que desciende para efectuar la transubstanciación. Como ya dijimos, la epíclesis se consideraba en Oriente como el punto culminante de la acción eucarística.

Consiguientemente, el altar es una mesa santa, sin mancha, que no puede tocarla cualquiera, sino los sacerdotes y con circunspección religiosa . Por eso, según la antigua disciplina, nada podía colocarse sobre el altar que no sirviese directamente para el sacrificio. El célebre mosaico de San Vital, de Rávena (s.VI), no muestra efectivamente sobre el altar más que los elementos eucarísticos. Y cuando el emperador Constancio (337-350) propuso restablecer la paz religiosa entre católicos y donatistas en África, mandando allá en misión a Pablo y Macario, corrió un día la voz de que la paz se sellaría en la misa y que el busto del emperador, conforme a la usanza pagana del tiempo, sería colocado sobre la mesa del altar . La noticia produjo consternación en los cristianos, que consideraron aquello como un sacrilegio . En realidad no se llevó a efecto.

Conforme a tales criterios, ante el altar se realizaban algunos de los actos más solemnes de la vida: se daba libertad a los esclavos de la gleba, se hacía el ofrecimiento de los niños para consagrarlos al estado monástico, se refrendaba el juramento tocando la mesa del altar, se deponían sobre él ciertas importantes misivas, así como el texto de las gracias más ardientemente deseadas, las ventas, las donaciones, las actas públicas; en una palabra, los documentos más trascendentales. También hoy la Iglesia manifiesta los mismos sentimientos de antaño hacia el altar, ordenando al celebrante que lo bese varias veces durante la misa y las vísperas y reservando a él solo, excluidos los ministros, la facultad de poner las manos sobre la mesa durante el santo sacrificio.

La ya aludida concepción del altar símbolo de Cristo, tan común en la Iglesia antigua, podía ser de un verismo mucho mayor por el hecho de que entonces había un solo altar en cada iglesia. Ya San Ignacio de Antioquía, hacía hincapié en esta unicidad del altar para deducir la unidad que debe reinar entre los fieles: Studeatis igitur una eucharistia uti; una enim est caro D. N. I. C. et unus calix in unitatem sanguinis ipsius, unum altare , sicut unus episcopus (4). Más tarde, San Cipriano, en el mismo sentido material y moral, escribía: Deus unus est et Christus unus et una Ecclesia et Cathedra una super petram Domini voce fundatam. Aliud altare constitui aut sacerdotium, non potest (5) . De las cuales palabras se hace eco San Jerónimo cuando dice: Unum altare habet Ecclesia, sed altaria haereticorum plurima: tot habent altaría quot schismata (6). Si algunos Padres del siglo IV (San Ambrosio y San Paulino) hablan de altaria (pl.), no quieren referirse a una efectiva pluralidad de altares, sino que usan el término en plural conforme al uso clásico. Los siete altares que, según el Líber pontificalis, hizo erigir Constantino en la basílica lateranense, no servían para la celebración de la misa, sino para poner sobre ellos las ofrendas de los fieles.

Grabados con altar paleocristiano, basilical (centro) y más tardío con Sagrario.

 

La norma del altar único, y, consiguientemente, de la mesa única, que todavía conservan la Iglesia griega y los ritos orientales, comenzó a ser infringida en Occidente en tiempo del papa Símaco (+ 514) o quizá antes. A ello contribuyó la difusión del cristianismo en las poblaciones rurales, el creciente número de sacerdotes que celebraban incluso varias veces al día, el culto a las reliquias de los mártires, y más tarde, de los confesores, a los que se dedicaban altares; el multiplicarse las misas privadas, especialmente las de difuntos, celebradas antes en los cementerios y ahora en las iglesias, donde se enterraban los difuntos, y, en fin, ciertas limitaciones impuestas al uso del altar, restos de la antigua disciplina unitaria. A partir del siglo VI, tenemos testimonios positivos acerca de la presencia de varios y hasta de muchos altares en una misma iglesia. A través de una carta de Gregorio Magno al obispo de Saintes, en las Galias, a la que acompañaba ciertas reliquias para su iglesia, sabemos que ésta tenía tres altares, cuatro de los cuales no podían consagrarse por falta de reliquias. En el siglo IX, la iglesia de San Galo, en Suiza, es proyectada de modo que pueda contener diecisiete altares. Sin embargo, debía de haber abusos en esta materia, porque un capitular carolingio del año 805 prescribe que no se construyan más altares de los necesarios, ut non superflua sint in ecclesiis (7).

Podemos concluir que si bien la praxis secular de la Iglesia Latina admitió una pluralidad de altares, nunca perdió de vista la ideal unicidad del altar cristiano ya que distinguió siempre entre el Altar Mayor y los altares menores. En las iglesias medievales éstos estaban adosados en las naves laterales y jamás estaban adornados con ciborios; en otras iglesias, como en la basílica de San Pedro, para no romper la convergencia de todo el edificio hacia el altar central, se prefirió construir capillas externas independientes. En otras iglesias, especialmente las góticas, los altares menores se dispusieron en el deambulatorio del ábside en forma de corona radial alrededor del Altar Mayor.

 

NOTAS 

  1. Está de pie de cara a oriente.
  2. Cuando hayan acabado el Kyrie, el pontífice, dirigiéndose hacia el pueblo, empieza “Gloria in excelsis Deo”. Y en seguida se vuelve a girar hacia oriente, hasta que termine. Después de esto, dirigiéndose otra vez al pueblo, dice: “Pax vobis” (paz a vosotros) y volviéndose a girar a oriente, dice: “Oremus”, y continúa la oración.
  3. ¿Qué es, en efecto el altar, sino la sede del cuerpo y de la sangre de Cristo?
  4. Procurad por tanto tener una sola eucaristía; una es en efecto, la carne de Nuestro Señor Jesucristo, y uno el cáliz en la unidad de su sangre, y uno el altar como uno es el obispo.
  5. Uno es Dios, y uno Cristo, y una la Iglesia, y una la Cátedra fundada sobre la piedra por la voz del Señor. No puede constituirse otro altar ni otro sacerdocio.
  6. Un solo altar tiene la Iglesia, pero los altares de los herejes son muchísimos: tienen tantos altares como cismas.
  7. Para que no haya cosas superfluas en las iglesias.

    Dom Gregori Maria