Los cinco fecundos primeros años de un gran Pontificado

Benedicto XVI acaba de cumplir cinco años en el sacro solio; el cardenal Lluis Martínez Sistach los cumplió en la sede barcinonense hace ya varios meses. Se puede decir, pues, que son pontificados contemporáneos, pero ¡qué diferencia! Joseph Ratzinger, con lo que lleva realizado, ya ha contraído méritos suficientes para pasar a la Historia como uno de los grandes Papas que han gobernado la Iglesia (y esperemos que dure como mínimo otro quinquenio). Desgraciadamente, no puede decirse lo mismo, a escala archidiocesana, de nuestro prelado (y bien sabe Dios que nos gustaría escribir lo contrario). Si no hay un golpe enérgico de timón, la nave de la Iglesia que peregrina en Barcelona continuará al garete, a merced de los vientos y las corrientes del momento, no ciertamente favorables. Según esta perspectiva, el Señor Cardenal-Arzobispo corre el riesgo de repetir aquello de Don Juan Tenorio, el cual, por dondequiera que fue dejó memoria amarga de sí. Aquí se contraponen, en suma, brillantez y mediocridad. Y, aunque las comparaciones son odiosas, no pueden dejar de hacerse y uno se pregunta cómo es que en otras diócesis se nota el influjo positivo y benéfico de Roma y aquí estamos languideciendo en un obstinado prolongarse de épocas históricamente ya superadas.

Por supuesto no vamos a caer en el error de echarle toda la culpa a nuestro actual Ordinario. La actual penosa situación de la archidiócesis viene ya de antiguo y arrastra errores y malas gestiones anteriores. Aunque el cardenal Ricard Maria Carles sea personalmente un prelado ortodoxo y observante, su gobierno como arzobispo diocesano fue lamentable por su inacción: encastillado en su palacio e inaccesible a nadie que no fuera de su clientela, no supo deshacerse de las rémoras y los atavismos propios del establishment cato-progresista que se apoderó de la sede de Barcelona en los años setenta, a vista y paciencia del cardenal Jubany. Martínez Sistach no hace como su inmediato predecesor, no es un avestruz para el que los problemas no existen si no los ve. Sabe actuar con mano firme y no le tiembla el pulso a la hora de tomar decisiones. Lástima que esas decisiones no sean las acertadas y que su firmeza caiga pesadamente sobre los más débiles y menos culpables. Los verdaderos responsables del desastre eclesial siguen campando por sus respetos, prebendados por su señor y patrón. Y mientras se desmorona la vida católica en la capital de Cataluña, en el Palacio Arzobispal se continúa en la convicción de que aquí no ha pasado nada. Pero ése es precisamente el problema: que no ha pasado nada.

Benedicto XVI es un papa que ha sabido en estos primeros cinco años de su pontificado llevar a la Iglesia por derroteros de reforma, pero de reforma auténtica: no a base de veleidades revolucionarias (que al fin y al cabo no cambian nada, porque sabido es que a veces se revoluciona todo para que las cosas sigan como están) ni golpes de efecto, sino procediendo con delicadeza, tacto y caridad en fidelidad a la identidad substancial del Cuerpo Místico de Cristo, compuesto de elementos divinos y humanos, que en cada momento de la Historia debe intentarse que armonicen. La Iglesia vivió décadas del prestigio personal de un gran pontífice como fue el venerable Juan Pablo II, pero la realidad de una decadencia fruto de la innegable crisis postconciliar acabó por imponerse en toda su crudeza. La acción del papa Wojtyla puede compararse a la de un sabio arquitecto que sabe mantener en pie la fachada de un edificio antiguo y bello mientras por dentro se lo remodela y restaura, que es lo que está haciendo su sucesor el papa Benedicto.

El sello de su reinado parece ser el lema del Padre Acquaviva: Suaviter in modo, fortiter in re (“suavemente en las formas, pero con energía en el fondo”). Se ha tomado la molestia de explicar a sus hermanos en el episcopado sus decisiones más trascendentales (la liberalización de la liturgia romana extraordinaria y el levantamiento de la excomunión a los obispos lefebvrianos por bien de paz. Antes que imponer prefiere persuadir y nadie le gana al Papa en capacidad de persuasión por su gran inteligencia y su sentido eclesial. Ejemplo podría tomar nuestro prelado, cuyas decisiones siempre son terminantes e inexorables como un golpe de báculo y que ha demostrado hacia algunos de sus diocesanos una absoluta falta de consideración, como está documentado en estas mismas páginas. Ya hemos comentado alguna vez la paradoja existente en el hecho de que precisamente aquellos que más predican la libertad y la modernidad, son los mismos que actúan según los métodos odiosos del pasado. Pasa como en Roma, en la que los que acusaban injustamente al cardenal Ottaviani de ser un inquisidor déspota, después, cuando alcanzaron el poder, han demostrado ser mil veces más arbitrarios siendo así que se precian de su apertura al mundo y su talante liberal.

Uno de los grandes logros del presente pontificado de la Iglesia universal es la dilucidación de las causas de la crisis que siguió al Vaticano II. Sabiamente ha rechazado la tesis de los que, sosteniendo al axioma “post hoc, ergo propter hoc” responsabilizaban al propio Concilio de ella. No, la crisis no vino por el Concilio, sino por la interpretación del Concilio en la época post-conciliar, que, en nombre de un supuesto “espíritu del Concilio”, rebasó su letra y la intención de los Padres y condujo a reformas no siempre afortunadas (algunas de ellas más bien perjudiciales). Esa interpretación el Papa la ha llamado “hermenéutica de la ruptura”. Ruptura que querían los que ven las cosas de modo revolucionario y materialista y afirman la existencia dialéctica de dos iglesias opuestas: la pre-conciliar y la conciliar. Benedicto XVI ha desbaratado tal montaje ideológico y ha dicho claramente que no hay solución de continuidad entre la Historia de la Iglesia anterior al Vaticano II y la posterior. No hay dos Iglesias, sino una sola, la de Cristo, que, como el paterfamilias, extrae de su tesoro “nova et vetera” . Así pues, gracias a una “hermenéutica de la continuidad”, que no es sino aplicar el Concilio de acuerdo con la Tradición viva de la Iglesia, poco a poco se produce una genuina renovación cuyos frutos ya estamos viendo en muchas partes. En muchas, pero todavía no en Barcelona… Aquí la hermenéutica no es la de la continuidad, sino la del continuismo, continuismo de una pastoral equivocada, basada en los prejuicios de los rupturistas.

El papa Ratzinger ha tocado la fibra más sensible de la Iglesia: la que se refiere a la liturgia y el sacerdocio, cosas que se hallan íntimamente vinculadas, casi se diría en unión hipostática. Y es que la vida litúrgica, que es la razón y la esencia del sacerdocio católico, está en el corazón mismo del Cuerpo Místico. Es la que lo mantiene en vida, bombeándole la sangre vivificante de la gracia, obra del Espíritu Santo, que es su alma. Benedicto XVI quiere terminar con los abusos que depauperaron y bastardizaron la liturgia en nombre de la “creatividad”, de un falso “ecumenismo”, de una ficticia “simplicidad”, de una errada concepción teológica sacramental. Con su motu proprio Summorum Pontificum ha querido instaurar la paz litúrgica en una Iglesia que se debatía hasta hace poco en una triste y desigual “guerra de misales” (desigual porque uno de los bandos, el revolucionario, tenía todas las ventajas). Hoy no hay ya pretexto para ello, dado que el Santo Padre ha interpretado auténticamente que el rito romano tiene dos formas y que ambas formas son lícitas y recomendables. Además, ha levantado la injusta proscripción de hecho que pesaba sonre la antigua liturgia latino-gregoriana, pero lo ha hecho de manera de no herir susceptibilidades y de no provocar nuevos entuertos. En este capítulo también, la recepción del motu proprio se va abriendo paso positivamente, pero pareciera que en nuestra archidiócesis es letra muerta… de momento.

En cuanto al sacerdocio, el Papa ha querido recalcar su noción auténtica, que es la de del sacerdote substancialmente como sacrificador y santificador, como hombre del altar, que vive del altar y que desde el altar comunica los tesoros de la gracia a los fieles. Ello se ha puesto de manifiesto no sólo en múltiples alocuciones de Benedicto XVI, sino también y especialmente en la proclamación del Año Sacerdotal 2009-2010, proponiendo como modelo de sacerdote a San Juan María Vianney, el Cura de Ars, modelo de hombre de Dios, dedicado íntegramente a su ministerio de santificar a las almas mediante el sacrificio de la misa y la administración de los sacramentos. Todo un programa para el clero católico, durante tanto tiempo distraído por preocupaciones extra-sacerdotales y adjetivas y buena parte del cual había perdido su identidad. Aquí, en Barcelona, hay mucho trabajo por hacer a este respecto. Sobre todo cuando los hombres de Dios, en lugar de pastores son lobos rapaces (caso Pousa, por poner un ejemplo). La archidiócesis es una de las que más gravemente manifiestan déficit de vocaciones en toda España y en Europa. Algo no funciona, pues, en el modelo que se propone en el seminario conciliar de lo que es y debe ser un sacerdote.

En suma, y dejando otros temas para un próximo artículo, el quinto aniversario de la elección de Benedicto XVI debiera ser un acicate para que las cosas empiecen a cambiar para bien en nuestra Iglesia barcelonesa. No se construyó Roma en un día, ni se ganó Zamora en una hora, pero debe haber la clara e inequívoca voluntad de enmienda y de reforma. Aún está el Señor Cardenal a tiempo para emprender la renovación de su archidiócesis, tan castigada por la crisis, de la cual seguramente no es él el culpable, pero de cuya continuación será el responsable si no comienza a poner remedio. Considere qué Iglesia le va a mostrar al Papa cuando venga a consagrar la Sagrada Familia. Obviamente tendrá que recurrir a la estratagema de Potemkin para que, como Catalina II, vea el Vicario de Cristo un esplendor fantasmagórico e inexistente, pero en conciencia debe empezar a preocuparse de que la realidad se parezca un poco al ideal.

Aurelius Augustinus