Católicos de granja: Las élites catalanas y su descatolización

Hubo un tiempo en que las élites catalanas (léase: nobleza y burguesía) eran católicas de tradición y convicción. Las grandes familias tenían sus capellanes y oratorios privados (de éstos se ven todavía algunos de valor artístico en las masías). Enviaban a sus hijos a educarse en los colegios (en régimen de internado o externado) de las grandes órdenes y congregaciones religiosas de enseñanza, entre las cuales destacaban: los jesuitas, los escolapios, los lasalianos y los maristas para los muchachos, y las religiosas de la Compañía de María, las dominicas de la Enseñanza, las adoratrices y otras de fundación francesa. Frecuentaban la amistad de prelados y de religiosos ilustres y tenían conexiones estrechas con los principales centros monásticos catalanes (Montserrat, Poblet, Pedralbes). Pertenecían a asociaciones y círculos católicos y se asesoraban y hacían dirigir por sacerdotes y religiosos de prestigio. Eran benefactoras de instituciones, promovían obras de caridad, establecían fundaciones piadosas.

Un ejemplo de cómo existía una gran corriente católica en las clases altas lo constituye el origen del Templo Expiatorio del Tibidabo a finales del siglo XIX. Por entonces el protestantismo se estaba difundiendo en ciertos ambientes catalanes. Se corrió entonces la voz de que se pensaba abrir un templo protestante y un hotel en la cima de esta montaña de la Sierra de Collserola. Constituyóse entonces una “Junta de Caballeros Católicos”, entre los cuales se hallaban el célebre Dr. Salvador Andreu (que tenía su laboratorio farmacológico en la zona) y otros distinguidos miembros de la sociedad barcelonesa. La Junta adquirió la propiedad del terreno, cedido en 1886 a San Juan Bosco, que se hallaba de visita en Barcelona invitado por la mecenas católica Dorotea de Chopitea, la cual se constituyó en promotora del proyecto de construcción de un santuario con casa aneja de Salesianos. Así, gracias a la iniciativa de un grupo de católicos influyentes, pudo erigirse el que es uno de los emblemas característicos de la Ciudad Condal.

Otro ejemplo de cómo la educación católica fue provechosa y formó generaciones de fe firme y convencida y de acción intrépida entre las clases dirigentes y emprendedoras fue el que dieron muchos hombres y mujeres distinguidos durante la Guerra de España, ocultando sacerdotes, religiosos y religiosas en sus casas con peligro de la vida, entre ellos la familia de joyeros Tort Reixach, que alojaron en su domicilio de la calle del Call al obispo Irurita y corrieron con él la suerte del martirio. Su sangre fue fecunda para una Iglesia catalana que se demostró ser de las más pujantes y dinámicas de España en los años de la postguerra, bajo el sabio y gran pontificado del Dr. Modrego. La sociedad era católica porque había santos sacerdotes y religiosos y porque las clases altas y la burguesía daban ejemplo, y no de un catolicismo ñoño, sino ilustrado y preocupado por el bienestar integral de todos.

Pero hoy son precisamente esas mismas clases, particularmente la burguesía, las que, si no se han vuelto escépticas, son afines a un catolicismo pijo-progre, blandengue y contemporizador con el siglo. La sociedad catalana –para utilizar la famosa frase de Azaña referida a la España de la Segunda República– realmente ha dejado de ser católica, lo cual se nota especialmente en Barcelona, ciudad neo-pagana donde las haya y donde otras religiones, sectas y supersticiones están ganándole terreno a la Iglesia (con la pasividad de la jerarquía y del clero hay que decir). ¿Dónde están los seglares que antes defendían a capa y espada su fe? Desde luego no en los estamentos en los que tradicionalmente se hallaban, y ello porque desde hace unos cuarenta, cincuenta años los que hoy dirigen la vida social y pública sufren las consecuencias de una educación inficionada de relativismo doctrinal y moral, recibida paradójicamente en los mismos colegios y escuelas que antes formaron generaciones que hacían honor al nombre de católico.

Como en el caso de los Keneddy, de John Kerry, de Kathleen Sebelius y de muchos otros católicos estadounidenses partidarios de políticas contrarias a la doctrina y la moral de la Iglesia, la actual burguesía catalana es víctima del asesoramiento envenenado de sus directores espirituales y de sus asesores teológicos, completamente alineados al llamado “progresismo eclesial”. Maria Kennedy Shriver se definió como “Cafeteria Catholic”; en Catalunya se hablaría de “Catòlics de Granja”, es decir de aquellos para los que la religión es cosa de buffet libre o de platos combinados pero que paradójicamente, como la Bofill y sus amigas de “chocolate suizo y melindros”, nacen y se reúnen en la proverbial Granja de la Calle Madrazo y en otras de la zona chic de la Barcelona más arriba de la Diagonal. No es casualidad que el santón de los barceloneses en los setenta, ochenta y noventa fuera el capuchino Padre Jordi Llimona (del cuyo fallecimiento se acaban de cumplir diez años). Este religioso contestatario, al que ni el cardenal Jubany ni el cardenal Carles se atrevieron a pararle los pies (Don Marcelo González sí le amonestó, pero se le dio un ardite al fraile y el arzobispo acabó marchándose), a finales de los sesenta ya enseñaba públicamente doctrinas reñidas con el magisterio de la Iglesia, incluso en campo dogmático vinculante.

El Padre Llimona (en la fotografía) puede considerarse como el prócer del catolicismo progre catalán. Defendía la relatividad de los dogmas, la accidentalidad de la Eucaristía, la indiferencia del sexo de Jesucristo, el sacerdocio femenino, el matrimonio de los sacerdotes, la minimización del culto mariano, la moral de situación, postulados sociales prestados al análisis marxista y otras lindezas. En realidad el suyo era un rechazo global de la Iglesia como medio de salvación, como lo atestigua este pasaje suyo: “Es preciso crear una teología nueva. Toda la Palabra de Dios es un camino, algo que debe ser nuevo cada día. El hombre crítico y libre no se siente ya un niño y no necesita de intermediarios. Hoy la idea de mediación entre Dios y el hombre está en crisis. El hombre que se siente personalmente pecador quiere ser también autoliberado”. Es decir, la suya es una tendencia protestantizante y marxista, que, desgraciadamente, dada su ascendencia y predicamento como
“frare de capçalera”(fraile de familia) sobre las élites barcelonesas, influyó decisivamente en su viraje progre.

Concomitantemente, los hijos de estas élites eran educados de modo diametralmente opuesto al de sus antepasados en colegios religiosos penetrados de las mismas ideas de Fray Llimona. No es extraño, pues, que lo que prima ahora sea un catolicismo
light, muy tenue, transigente, de fachada, relativista, progresista y… de granja. Y eso cuando lo hay, pues las generaciones más jóvenes, en su gran mayoría, simplemente pasan de la Iglesia. ¿Extraña, pues, que no se vea casi nunca a grandes figuras de la política y de la sociedad catalanas destacar en la defensa de la vida, de la familia, de los principios rectores del orden cristiano? ¿O que, por el contrario, se muestren condescendientes con los enemigos del catolicismo y pacten con ellos y les rían las gracias? Algunas familias de la antigua nobleza catalana conservan los antiguos principios, pero viven en un pesimista y discreto retiro, sumidos en la nostalgia de tiempos idos.

“Piscis a capite foetet”: el pueblo suele ser el último en abandonar la religión porque la podredumbre comienza por la cabeza, es decir por los dirigentes, que son los que tendrían que dar ejemplo. Si los maestros espirituales siguen siendo guías ciegos, si los que deben educar desorientan, pocas esperanzas quedan de una regeneración en nuestra languideciente sociedad. Y si Cataluña deja de ser católica, simplemente no será.

Aurelius Augustinus