«Su tierra es la nuestra»: peregrinar en familia

«Llego a estos lugares que Tú has llenado de ti de una vez para siempre… ¡Oh, lugar! ¡Cuántas veces, cuántas veces te has trasformado antes de que, de suyo, se hiciera también mío! Cuando Él te llenó la primera vez, no eras aún ningún lugar exterior; eras sólo el seno de su Madre.

¡Oh! saber que las piedras sobre las que caminó en Nazaret son las mismas que su pie tocaba cuando Ella era aún tu lugar, el único en el mundo. ¡Encontrarte a través de una piedra que fue tocada por el pie de tu Madre! ¡Oh lugar, lugar de Tierra Santa, qué espacio ocupas en mí! Por eso no puedo pisarte con mis pasos; debo arrodillarme. Y así dejar constancia de que has sido para mí un lugar de encuentro. Yo me arrodillo y pongo así mi huella. Quedarás aquí con mi huella -quedarás, quedarás- y yo te llevaré conmigo, te transformaré dentro de mí en un lugar de nuevo testimonio.

Yo me voy como un testigo que dará testimonio de ti a través de los milenios» (Karol Wojtyla, Poezje. Poems, Wydawnictwo Literackie, Cracovia 1998, p. 169).

Me acaba de mandar estas reflexiones mi gran amiga María Jiménez de Andrade que ha publicado en el Rincón del peregrino de la revista de la Fondazione Terra Santa


Vale la pena leerlo, os lo aseguro. Especialmente, a los que como yo, siempre hemos sido un poco reacios( tal vez por mi miedo, ignorancia, falta de fe, ….) a visitar los Santos Lugares.

«Su tierra es la nuestra»: peregrinar en familia

«En aquellos días», en los que planeábamos con nuestros hijos una celebración especial de nuestro vigésimo aniversario de boda, «Jesús mismo se nos acercó» -como a los discípulos de Emaús-, y las circunstancias que se nos presentaron nos llevaron a formar parte de un grupo de peregrinación a Tierra Santa durante la pasada Navidad del 2013.

Al contrario que aquellos dos, nosotros le reconocimos enseguida, pues hemos contado con Él como el mejor aliado de nuestro matrimonio, y ha ido llenando del mejor vino todos estos años, como ya hizo en Caná de Galilea, lugar donde culminamos nuestro deseo de renovar nuestro compromiso, especialmente emocionados ante la mirada de nuestros cuatro hijos –Leticia, Carlos, Santi y Álvaro-. Sin duda, ese fue el broche de oro de estos veinte años.

Llegamos a Jerusalén al amanecer. El P. Teodoro tuvo la genialidad de llevarnos al monte de los Olivos a contemplar cómo se iluminaba mientras escuchábamos a Isaías: Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz. La gloria del Señor amanece sobre ti, un presagio de que una nueva luz iba a iluminar nuestras vidas, el cual nos aumentó la esperanza de que la semilla de fe inquebrantable, que Carlos y yo queríamos sembrar en el alma de nuestros hijos, les convierta en amigos y testigos de Jesús, cuyas huellas comenzábamos a seguir aquel día con Él pues, en todo momento, «caminaba con nosotros». Junto a los peregrinos que nos acompañaban –con los que trabamos una amistad entrañable, fruto de la inigualable experiencia que compartíamos- fuimos descubriendo, con asombro y alegría, el lado más humano y más cercano de Jesús. Y así, de Nazaret al lugar de la Ascensión en el monte de los Olivos, fuimos recorriendo todos los lugares donde transcurrió su vida, pero no como si se tratase de un personaje que pertenece al pasado sino que, al permanecer en todos los sagrarios de los santuarios que están custodiados por los padres franciscanos, o al volver a venir al altar en las misas que celebrábamos, estaba realmente presente y «nuestro corazón ardía dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras». Es inefable la experiencia de estar con Él allí más de dos mil años después. El Evangelio cobra vida en aquellos lugares, se entiende, se vive en primera persona.

Siguiendo las huellas de Jesús nos hemos encontrado también con las de aquellos que le siguieron, le acompañaron o se cruzaron en su camino. De todas ellas, las de María, su madre, van siempre cerca de las suyas. Acercándonos a la casa de Nazaret donde ella recibió al ángel - cuando tan solo tenía la edad aproximada de nuestra hija-, y dijo el «Sí» que cambió la Historia, apreciamos -como nunca antes- su total confianza en Dios aun en circunstancias tan adversas. Allí, en el lugar de su Encarnación, participamos en una impresionante adoración que nos llenó de la alegría que debió sentir la Virgen al conocer que el esperado Mesías, el Hijo de Dios, estaba ya en su seno. El rastro de María, en la infancia y juventud de Jesús, va unido al de José, cuya valentía y entrega se aprecian al recorrer el camino hacia Belén, cuidando de la Virgen embarazada, o en Nazaret –en el hogar y taller que pudimos visitar- poniendo su vida entera al servicio de María y de Jesús. Allí su recuerdo se alza imponente como el modelo de padre y esposo.

Teniendo en cuenta que estábamos en las fechas navideñas, estábamos deseando llegar a Belén. Y allí, en la gruta, nos encontramos con Él, como el Niño que fue, pues la eucaristía nos lo acercó en la madrugada de la festividad de la Sagrada Familia, cuando aún brillaban las estrellas en el cielo. Nos arrodillamos delante del pesebre, como hicieron los pastores y los Magos de Oriente y, profundamente conmovidos, le recibimos en la comunión, contemplando el cariño de la Virgen María, la lealtad de San José y la alegría de los ángeles. No nos hubiéramos marchado nunca de allí.

Estuvimos en el río Jordán, bajo el cielo desde donde Dios Padre habló y descendió el Espíritu Santo, y todos- en familia- volvimos a renovar nuestras promesas del bautismo, en un rito festivo que nos hizo sentirnos realmente afortunados de haber recibido el don de la fe. También le seguimos por los alrededores del lago de Galilea, donde nos mezclamos con la multitud para escucharle en el monte y para sentir su compasión cuando realizaba milagros. Y, navegando mar adentro, como hacían los apóstoles, allí donde solo se oía un silencio atronador, resonó aquel Es el Señor que ellos exclamaron y que a nosotros nos llenó de esperanza y de una enorme paz. Le acompañamos en su Pasión desde el Cenáculo hasta el Calvario, atónitos y sobrecogidos ante tanto sufrimiento por amor a los hombres. Y, junto a Él y la Virgen, recorrimos el escalofriante camino de la cruz por la Vía Dolorosa. Cómo se palpa allí el dolor, la soledad, la traición y la incomprensión.

Y nunca, nunca, nunca olvidaremos la madrugada siguiente, en la que nos levantamos los seis para ir juntos, en familia, muy temprano al sepulcro- en las primeras horas del año 2014-, cuando Jerusalén todavía dormía. Allí, en el sitio más sagrado de la Tierra, retumbó en nuestro corazón aquello de realmente es el Hijo de Dios. Volvió entonces a venir en la eucaristía, esta vez con sus llagas y su gloria y, estremecidos, con incomparable recogimiento y adoración, dejamos nuestros besos en ese lugar donde Él abrió el cielo para nosotros.

Hemos recorrido los mismos paisajes que Él, hemos andado bajo el cielo al que Él dirigía su mirada, hemos conocido la cultura de las gentes entre las que Él creció, hemos estado en los lugares que nos relatan los Evangelios. Ya no somos forasteros que no saben lo que sucedió allí. Esa es su tierra y es ahora, también, la nuestra.

Tierra Santa, Tierra de Dios; aquella fue su casa, aquel fue su entorno, allí se le ve, allí se le oye, allí el corazón se llena de agradecimiento y de amor hacia Él, y allí uno no puede sino exclamar quédate con nosotros. Y sí, eso hizo, entró para quedarse.

María Jiménez de Andrade | julio-agosto 2014

2 comentarios

  
Alf_3
¡Qué testimonio! Y en familia, renovando su fe en los mismos lugares que El Salvador hace dos mil años.
Cómo quisiera poder haber hecho algo así, pero ya está tan fuera de mi alcance. Especialmente porque mi familia quedó destruida hacia los 20 años, y la fe, solo existía en mi. ¡Qué engaño! Nunca tuvo intención de cumplir las promesas del matrimonio.
Dios nos perdone.
24/07/14 11:03 PM
  
Jose
*****
Un testimonio conmovedor. Me ha encantado como refleja con elegancia y fidelidad los sentimientos de toda una familia ante una experiencia única e inigualable desde el punto de vista de la fe: la visita a los Santos Lugares. Un bonito ejemplo para esta sociedad tan individualista (en mi opinión) en la que nos ha tocado vivir. Tuve la buena suerte de poder hacer ese mismo viaje en 2010, con mi madre (mi padre no se decidió en aquel momento; luego se arrepintió, pero ya se tuvo que conformar con los relatos de nuestras vivencias). Supuso algunos sacrificios e incomodidades, pero en general fue bien, al menos espiritualmente, que era lo que se pretendía. Yo lo recomiendo por lo menos una vez en la vida.
08/09/14 10:44 PM

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