La descomposición del catolicismo, por Louis Bouyer (II)

En otras épocas los cristianos católicos, aun sin lograr cristianizar de arriba abajo las instituciones sencillamente humanas en que se encuadraban, conseguían en conjunto introducir en ellas una cierta purificación, y hasta una elevación incontrovertible Sea lo que fuere lo que se piense del imperio de Constantino y de sus sucesores, era ciertamente mejor, por no decir más, que el de Nerón o de Cómodo. El caballero medieval, sin ser un modelo acabado, manifestaba virtudes que ciertamente no poseían los reitres bárbaros que le habían precedido. Y el humanista cristiano del renacimiento, pese a sus propias limitaciones, hacía enorme ventaja a sus colegas no cristianos.

¿Es pura casualidad el que en nuestros días el hecho de entrar los cristianos, y especialmente los católicos, en los marcos del mundo contemporáneo, parezca hacer más llamativos los defectos que se observaban anteriormente, si no es que todavía añaden ellos algo por su cuenta? Lo que se dice de la prensa o de la información en general ¿no es sencillamente el equivalente de lo que se puede observar en los partidos políticos o en los sindicatos cuanto entran en ellos los católicos? Ya se trate de los «ultras» en el PSU, de la Action Française y el MRP, por no hablar de otros países, del Zentrum germánico de la democracia cristiana italiana o del «revolucionarismo» católico de América del Sur, es difícil librarse de la impresión de que los partidos de signo clerical, inscríbanse a la derecha, a la izquierda o en el centro, se sumergen muy pronto en el irrealismo, el espíritu maniobrero de camarilla, el verbalismo huero o la violencia brutal que son defectos comunes a los partidos modernos y que tales partidos, a menudo, alcanzan los límites de lo grotesco y de lo odioso. Lo mismo se diga de los sindicatos: colonizados por los católicos parecen no tener ya otra alternativa que la de elegir entre el servilismo de los «amarillos» o la demagogia de los «rojos» particularmente frenéticos.

¿Serán los católicos modernos de esos individuos, a los que una carencia congénita predispone no sólo a coger todas las enfermedades que puedan presentarse, sino a acusar en ellas una forma especialmente virulenta? La gracia parece haber cesado en ellos de ser no sólo elevans, sino hasta sencillamente sanans.

(…)

Cuando Juan XXIII, que acababa de ser elegido, salió de la Capilla Sixtina, dijo a los que le rodeaban: «Querría que mi pontificado restaurara la colegialidad en la Iglesia». Y de hecho la realización más considerable del Concilio podría ser la de haber canonizado este principio. Jesús, desde el comienzo mismo de su ministerio en la tierra, y no sólo para que le sucedieran, se rodeó de doce discípulos, a los que asoció a todas sus preocupaciones. Después de la pasión, de la resurrección y de la ascensión aparece Pedro a ojos vistas como el portavoz de esta comunidad y, lo que es más, como su jefe responsable. Sin embargo, actúa siempre en unión con sus colegas y cuando se presenta un grave problema, aunque él lo haya zanjado ya por su parte, como se ve en la historia del centurión Cornelio y de la primera evangelización de los paganos, los pone, o deja que se ponga a discusión entre los Doce: será lo que se suele llamar con términos un tanto pomposos, aunque muy exactamente si se va a al fondo de las cosas, el «concilio de Jerusalén», descrito en los Hechos de los apóstoles. Pero no es todo. Los apóstoles mismos, como lo vemos ya en el Nuevo Testamento, no se preocuparon tampoco de procurarse simples sucesores, sino primero colaboradores, que asocian lo más estrechamente posible a sus quehaceres y a sus decisiones. Y no siquiera esto es todo. Si nunca se consideró verdaderamente fundada a la Iglesia sino a partir de pentecostés, fue seguramente porque el Espíritu Santo descendió sobre ella en aquel momento, pero también fue entonces cuando la predicación apostólica agrupó a los primeros creyentes en torno a los testigos de la resurrección. Y es de notar que el Espíritu Santo no descendió solamente sobre los predicadores, sino conjuntamente sobre los creyentes. «¿Los seglares?, ¿qué es esto?», masculló un obispo delante de Newman. Éste se limitó a contestarle: «Well!, with-out them the Church would look rather foolish!», lo que, traducido algo libremente, equivaldría poco más o menos a esto: «¡Sin ellos, bonita estaría la Iglesia!»

En pocas palabras, la Iglesia es un pueblo, el pueblo de Dios, en el que hay cabezas, responsables, pero en el que a todos los niveles, entre los cabezas y los otros miembros, hay una comunidad de vida de preocupaciones, porque hay una comunidad de fe y, por encima de todo esto y animándolo, una comunión en un solo Espíritu, que dispensa sus dones a todos, y a cada uno su don particular, pero de tal forma que todos los dones, los más elevados como los más humildes, son para todos, para el bien de todos, necesarios a todos. Y el don más grande, a cuyo servicio están todos los otros, es la caridad. Repitámoslo: esto no significa abdicación por parte de las cabezas responsables. San Pablo, muy al contrario, después de haber dicho a los Corintios la sustancia de esto que precede, no tenía reparo, no sólo por cantarles las verdades, sino en inculcarles lo que debían creer y hacer, les agradase o no, porque tal era su función y porque la había recibido de Cristo. Ahora bien, esto significa ciertamente que la Iglesia no puede dividirse en dos: una Iglesia docente simplemente superpuesta a una Iglesia enseñada, sin el menor intercambio entre las dos, y menos todavía una Iglesia activa, úncia capaz, y única juez para lanzar o no la corriente en una Iglesia simplemente pasiva.

Una vez más: no cabe la menor duda de que en vísperas del Concilio estábamos lejos de un reconocimiento franco de esta doctrina. Y si bien – como sucede siempre que las gentes no se resignan a perecer sofocadas dentro de un corsé de fórmulas muertas -, la vida de la Iglesia compensaba en cierta manera las estrecheces de la teología corriente y más aún de las rutinas canónicas, no por ello dejaba de verse bastante entorpecida. Habíamos llegado, poco más o menos, a una concepción de la Iglesia no ya meramente monárquica, sino piramidal, y lo peor era que la pirámide se suponía reposar sobre su vértice. En el plano del episcopado, quien leyera los manuales y observara la práctica de la Curia, podía fácilmente convencerse de que el papa era todo y los obispos no eran nada. En el plano de la diócesis, el obispo era a su vez todo y los sacerdotes no eran nada. En el plano de la parroquia, el señor párroco era todo, y los feligreses no eran nada. En una palabra, en todos los plano, cada uno era un Jano, que llevaba un cero en una cara, y en la otra al infinito, y el vulgum pecus al caer…De hecho, repitámoslo, la realidad distaba mucho de ser tal excepto en los manuales.

La descomposición del catolicismo, Louis Bouyer, ed. Herder, pp 14-15. 30 -33

3 comentarios

  
Savonarola
La foto que acompaña este post no es de Louis Bouyer sino de Hans Urs von Balthasar.
21/09/10 1:29 PM
  
Isaac García Expósito
¿Sí? La puse por no poner siempre la misma.

La quito de todas formas.

Gracias.
21/09/10 1:45 PM
  
Sergei
Es un buen libro, pero hay que tener cuidado con Bouyer, que tiene algunas opiniones algo "personales".
21/09/10 10:39 PM

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