El Infierno (I)

En la Constitución Lumen gentium, el Vaticano II recuerda, con palabras de la Sagrada Escritura, el fin al que estamos encaminados: «Somos llamados hijo de Dios y lo somos de verdad (cf 1 Jn 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (cf. Col 3,4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3,2)» (1)

El Concilio también advierte el gran riesgo que corre el hombre si usa mal la libertad: «Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Heb 9,27), si queremos entrar con Él a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt 25, 31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt 25,26), seamos arrojados a l fuego eterno (cf. Mt 25,41), a las tinieblas exteriores en donde «habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22, 13-25)».

Y continúa la Lumen gentium: «En efecto antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal» (2 Cor 5,10); y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación» (Jn 5,29; cf. Mt 25,46)». (2)

El castigo en la Sagrada Escritura.

La palabra infierno (lugar subterráneo o inferior) es la traducción al latín de la palabra griega «hades», con la que se traduce en el Nuevo Testamento el vocablo semítico «sheol». En el Antiguo Testamento está presente la idea de un castigo de manera asimétrico respecto al premio.

El origen de este dogma no es otro que el de la retribución. Desde la perspectiva de una retribución terrena personal, se pasa con la evolución de la idea del sheol, a la espera de una recompensa ultraterrena justa que distingue la suerte de los buenos de la de los malos.

Al principio, premio y castigo están enmarcados en la visión colectiva y terrena de la alianza y de las promesas: el que observa el pacto con Dios será premiado con los bienes de la tierra, y el que lo viola será castigado en este mundo con desgracias diversas. Los profetas destacan poco a poco la dimensión individual. Sin embargo, parecen insistir más en el castigo que en la recompensa.

Posteriormente, durante el siglo II a. de C., la literatura apocalíptica habla de un castigo de la «gehena»; Isaías, habla también del «fuego que no se apagará» y de un «gusano que no morirá» como destino reservado a los impíos.

Son en los últimos libros del Antiguo Testamento donde este castigo escatológico se sitúa explícitamente tras la vida terrena, en conexión con la idea de resurrección (Dan 12,2) y de supervivencia del espíritu (Sab 3,10).

Por otro lado, la doctrina de la condenación eterna está arraigada tanto en la doctrina de Jesús (Mt 25,41; 5,29 par; 13,42.50; 22,13; 18,8 par; 5,22; 18,9; 8,12; 24,51; 25,30; Lc 13,28), como en los escritos apostólicos (2 Tes 1,9; 2 Tes 2,10; 1 Tes 5,3; Rom 9,22; Flp 3,19; 1 Cor 1,18; 2 Cor 2,15; 4,3; 1 Tim 6,9; Ap 14,10; 19,20; 20, 10-15; 21,8).

El Nuevo Testamento se refiere al infierno con dos series de imágenes: por un lado, tenemos las que se refieren al mismo con fórmulas negativas, como exclusión de la vida con Dios (3); por otro, tenemos la que describen positivamente la muerte eterna: fuego eterno, llanto, rechinar de dientes, gusano que corroe, etc (4). El infierno, en lo que significa el alejamiento de Cristo, muerte e infelicidad, se presenta como la imagen invertida del paraíso (estar con Cristo, vida, felicidad) (5).

El castigo eterno en la Tradición.

Los Padres Apostólicos se limitan a repetir los pasajes más conocidos del Nuevo Testamento. Los apologistas comienzan un proceso de justificación racional de las penas infernales. Es Orígenes el que en su gran intento de sistematización del pensamiento cristiano el que dijo que al final se llega a una reconciliación universal (apocatástasis). Para ello se apoya en la lógica de Dios con su historia, queriendo dar una visión universal que no pretende, sin más, corresponder a la realidad misma. El pensamiento neoplatónico había cargado el acento en demasía sobre la idea de que lo malo es propiamente vacío y nada, siendo Dios la única realidad. El alejandrino vio como la insondable realidad de lo malo puede hacer sufrir y hasta matar a Dios. Con todo, no pudo renunciar totalmente a la esperanza de que precisamente en este sufrimiento de Dios la realidad del mal fue sujetada, dominada, y perdiese su validez definitiva. En este sentido, lo siguieron padres como Gregorio de Nisa, Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, Evagrio Póntico y durante algún tiempo, Jerónimo. Sin embargo la gran tradición de la Iglesia discurrió por otros caminos. Tuvo que conceder que la esperanza de reconciliación universal es algo que se deduce del sistema de pensamiento, pero no del testimonio bíblico.

El hecho cristiano se muestra convencido de que la vida del hombre va en serio. Se da lo irreversible y también la destrucción irremediable. La realidad del infierno adquiere una importancia y una forma totalmente nueva en la historia de los santos: en San Juan de la Cruz, en la religiosidad carmelitana y, con más profundidad todavía en Teresa de Lisieux. Para ellos no se trata de una amenaza que lanzar contra los demás, sino la exigencia de acercarse a la luz de Cristo compartiendo su oscuridad y de servir a la salvación del mundo dejando atrás su propia salvación por los demás. La única posibilidad de mantener la esperanza frente a la realidad del infierno es la de apurar el sufrimiento de su noche al lado del Señor, que vino a transformar con su sufrimiento la noche de todos nosotros (6).

(1) Concilio Vaticano II, LG n.48
(2) Ibidem.
(3) «perder la vida»: Mc 8,35; Mt 10,28; Jn 12,25. «No os conozco de nada»: Mt 7,23. «Apartaos de mí malvados»: Lc 13,27.
(4) «fuego eterno»: Mt 18,9. «Horno de fuego»: Mt 13,50. «Fuego inextinguible»: Mc 9,43.48. «Llanto y rechinar de dientes»: Mt 13,42. «Estanque de fuego y azufre»: Ap 19,20. «El gusano que roe no muere»: Mc 9,48.
(5) «Muerte» o «muerte eterna»: Lc 13,3; Jn 5,24; 6,50; 8,51; 1 Jn 3,14; 5, 16-17; Ap 20,14; Rm 5,12; 6,21; 7,5.11.13.24; 8,6; 1 Cor 15,21-22; Ef 2,1-5; 1 Tim 5,6, etcaétera.
(6) Ratzinger, op.cit. p. 234.

3 comentarios

  
Joaquín
En tiempos de Jesús, en el valle de Gué-Hinnom (de donde viene Gehenna) estaba el basurero de Jerusalén. De forma que yo entiendo que cuando Jesús habla de la posibilidad de ser arrojados a la Gehenna es como si hablara de la posibilidad de que "nos tiren a la basura" porque Dios encuentre que no hemos hecho nada bueno, de suerte que seamos inútiles como la basura.
Otra posible interpretación: ese valle estaba fuera de Jerusalén. Y la Iglesia celestial es llamada en el APocalipsis "la nueva Jerusalén". De forma que "ser echado a la Gehenna" es más o menos equivalente a "quedarte fuera de la Nueva Jerusalén" (véase la parábola de las vírgenes necias y prudentes: allí las vírgenes necias "se quedan fuera")
05/11/09 8:50 PM
  
Nova
No todos se atreven a escribir sobre el Infierno en estos tiempos. Y, sin embargo, es tan necesario como siempre, o puede que más. Se ha perdido mucho el santo temor de Dios y el sentido del pecado y seguramente, el pertinente silencio de muchos clérigos y seglares sobre este tema tiene mucho que ver en eso. Enhorabuena por elegir este tema, Isaac.
05/11/09 10:26 PM
  
Nova
Vaya: ¿Escribí "pertinente silencio"? Quise decir "persistente silencio", discúlpenme por el lapsus...
05/11/09 10:27 PM

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