InfoCatólica / Espada de doble filo / Categoría: Biblia

6.09.21

La protohomilía perdida

A lo largo de los siglos y a través de las edades, se han escrito numerosos tratados de homilética y oratoria con el laudable fin de ayudar a los sacerdotes a componer sus sermones dominicales. No cabe duda de que estos voluminosos y completos tratados han resultado muy útiles a incontables clérigos a la hora de sostener muebles cojos y encender chimeneas en las largas noches de invierno. No obstante, a pesar de ese carácter a la vez práctico y versátil, común a tantos libros de temas eclesiásticos, se percibe en los tratados modernos una carencia fundamental. Unum eis deest, una cosa les falta: la protohomilía.

Como sabrán los lectores, la protohomilía es un texto de venerable antigüedad que, según diversas tradiciones, establecía a grandes rasgos lo que debía decir cada sacerdote la primera vez que predicase, antes que todas las demás homilías que ese mismo clérigo pronunciaría después durante su vida, porque era absolutamente necesario para que esas homilías posteriores sirvieran de algo. Así se encauzaba bien su labor homilética desde el principio, siguiendo la vía marcada por sus sabios predecesores. A pesar del carácter excepcional y primigenio de la protohomilía, esta podía y debía repetirse posteriormente de vez en cuando, cuando el sacerdote fuera trasladado de parroquia, por ejemplo, o para refrescar su mensaje fundamental en la mente de los feligreses.

Desgraciadamente, la protohomilía, que se ha atribuido a diversos santos Padres y Doctores de la Iglesia, se perdió durante las invasiones bárbaras, persas y musulmanas tanto en Oriente como en Occidente y solo muy recientemente ha sido recuperada, merced a la labor infatigable de sesudos investigadores con los palimpsestos maronitas del lago Baikal. El blog Espada de Doble Filo se complace en ofrecer a los lectores la primera traducción (provisional) al español de este texto, realizada desde el nabateo occidental.

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21.06.21

¿Son los judíos nuestros hermanos mayores en la fe?

Un lector con el bíblico nombre de Rubén (de Argentina), se refería hace unos días a la expresión “hermanos mayores en la fe”, que, según dicen, utilizó Juan Pablo II para referirse a los judíos y afirmaba duramente en ese sentido:

“Y respecto de JPII (a mi juicio el mejor de los Papas desde Juan XXIII en adelante), no puede ser santo nadie que:  - Llame y considere “hermanos mayores EN LA FE” a los judíos, cuando la misma Escritura nos dice que solo adquirimos tal condición con el bautismo”.

Conviene señalar desde el principio que, en relación con este tipo de cuestiones, se puede decir muy poco, porque, como sentenciaban los escolásticos, de verbis non est disputandum, no hay que discutir sobre palabras. Las palabras, a fin de cuentas, son signos arbitrarios de las ideas, y nada impide que esos signos cambien según la definición que se haga de ellos. Lo más que podemos hacer es determinar qué significados atribuibles a una expresión determinada son inaceptables para un católico y cuáles, si es que los hay, son aceptables y ortodoxos.

¿Merece, entonces, la pena meterse en esta cuestión? A mi entender, sí, porque toca algunos temas fundamentales de nuestra fe y siempre es provechoso reflexionar sobre ellos, contemplar sus misterios y disfrutar de la belleza del designio de Dios, aunque, como decía, la cuestión concreta en sí no admita respuestas drásticas y satisfactorias. Veámoslo.

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18.03.21

Evolucionismo y fe cristiana

Hace tiempo que no hablamos en el blog sobre la teoría biológica de la evolución y el evolucionismo filosófico, dos cosas muy diferentes y a las que corresponden juicios y herramientas intelectuales también muy diferentes. Aparte del interés puramente científico que pueda tener, el tema toca de cerca a una de las grandes corrientes de pensamiento de los últimos dos siglos: el materialismo ateo.

El materialismo ateo es una corriente singularmente estéril, porque resulta inmediatamente contradictoria consigo misma. En efecto, se trata de una ideología metafísica, que, según sus propios presupuestos, no puede existir o, en el mejor de los casos, no tiene sentido. Esta contradicción interna evidente solo ha podido subsistir intentando colocarse un disfraz científico que la disimulase. La estrategia, hay que reconocerlo, ha funcionado muy bien: el gran prestigio de la ciencia desde el siglo XVIII cubre la multitud de los pecados y el ateísmo materialista lo ha aprovechado para decir algo así como: “sí, racionalmente no tengo el más mínimo sentido, pero soy científico”. Eso era literalmente lo que decía Marx y, sin el menor atisbo de vergüenza, siguen diciéndolo siglo y medio después multitud de ateos.

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9.12.20

¿Los últimos tiempos?

Hace unos días, hablando en un artículo sobre la forma de encarar la crisis de la Iglesia, un lector me “acusaba” de que en lo que había escrito se manifestaba una “visión cercana a que actualmente estamos en los últimos tiempos”, algo que claramente el lector consideraba por completo inadmisible. En cuanto al artículo en sí mismo, nada podría haber estado más lejos de la realidad, porque no trataba ese tema y ni siquiera se me había pasado por la cabeza al escribirlo. Sin embargo, la propia acusación me resultó extraña y me dejó mal sabor de boca sin saber en ese momento del todo por qué.

Al pensar más tarde sobre ello, me di cuenta de que la acusación me había inquietado porque no tenía sentido. Lo cierto es que estamos en los últimos tiempos. Por supuesto que estamos en los últimos tiempos. El católico lector, bienintencionadamente pero sin saber lo que decía, me reprochaba que quizá estuviera dando la impresión de creer algo que, de hecho, es parte sustancial de la fe católica desde sus orígenes.

Basta leer la Escritura para darse cuenta de que pocas cosas tenían más claras los Apóstoles y los primeros cristianos que esta. San Juan lo afirma expresamente y es Palabra de Dios: hijitos, estamos en los últimos tiempos. En el Apocalipsis, es el mismo Señor quien dice: vengo pronto. Si lo quieren aún más explicado, pueden leerlo en el Catecismo de la Iglesia Católica: “Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la ‘última hora’” (CEC 670). O en el Concilio Vaticano II: “El final de la historia ha llegado ya a nosotros” (LG 48).

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9.06.20

La Virgen Corredentora y el Papa Francisco

Tradicionalmente, la Iglesia ha sido muy cuidadosa a la hora de calificar las afirmaciones desacertadas. No todo lo erróneo es herejía y no es lo mismo negar una verdad de fe como la resurrección de Cristo que rechazar una opinión piadosa o generalmente aceptada por los teólogos, pero no de fe, como, por ejemplo, la infalibilidad de las canonizaciones.

Por ello, la teología y las declaraciones magisteriales han usado en el pasado diversas categorías de error, que corresponden a distintos niveles de gravedad, pero también a la forma en que se defienden esas posturas, el efecto que causan o incluso la inoportunidad prudencial de las mismas. Algunas de esas categorías son, por ejemplo, (afirmación) materialmente herética, formalmente herética, escandalosa, errónea, injuriosa a los méritos de Cristo, temeraria, blasfema, contraria a la verdad católica, contraria a la disciplina universal de la Iglesia, etc.

Una de las categorías más leves, y que a mi juicio muestran mayor sutilidad, es la de afirmación ofensiva para oídos piadosos (piarum aurium offensiva). Es decir, afirmaciones que rechinan y chirrían a los cristianos, que vulneran el sensus fidei de los fieles, su sentido de lo que se puede y no se puede decir en materia de fe. Probablemente todos hayamos oído frases que nos rechinan en ese sentido, de manera que, quizá sin poder explicar con claridad por qué, las rechazamos y no nos parecen católicas o al menos pensamos que un católico no debería decirlas.

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