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9.11.18

Por qué no entendemos las parábolas (II)

En el artículo anterior sobre este tema, veíamos que una de las razones por las que no entendemos las parábolas es que las confundimos con cuentecillos que ya conocemos y que, por lo tanto, no hay que tomar en serio. Cuando queremos tomárnoslas más en serio, sin embargo, lo que conseguimos es… engañarnos también, pero de forma más seria. Las parábolas no pueden ser meros cuentecillos, nos decimos, porque eso no es serio ni provechoso. Tienen que ser algo más “religioso” y, condicionados por años de considerar que “religioso” equivale a “moral", consideramos que las parábolas son cuentecillos pero con moraleja. Es decir, fábulas, como la de la zorra y las uvas.

Esta tendencia es muy comprensible. A fin de cuentas, la humanidad lleva milenios componiendo fábulas como forma de transmitir enseñanzas morales. El mismo refranero es una expresión minimalista de esta tendencia, reducida a las puras moralejas. Acostumbrados a los cuentos, refranes y fábulas que hemos escuchado desde niños, al escuchar una historia, esperamos que termine con una moraleja, una aplicación moral de la historia. Y si la historia no termina con moraleja, la inventamos.

De este modo, una multitud de cristianos “comprometidos” y respetables, están convencidos de que el significado de las parábolas es su moraleja, el principio moral que revelan. La parábola de los talentos significa que hay que aprovechar los dones que tiene cada uno; la del trigo y la cizaña que no es realista aspirar a la perfección; la del sembrador que cada uno debe hacer todo lo que puede; la de las vírgenes sabias y necias que tenemos que ser previsores, la del deudor que hay que tratar a los demás como queremos que nos traten, la del juez y la viuda que debemos ser persistentes y no desanimarnos y la del pobre Lázaro que hay que cuidar de los pobres.

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