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29.11.17

Adiós a las penas del infierno

Esta mañana se me ocurrió mirar en Internet el acto de contrición que aprendí de pequeño y que tantas veces he repetido desde entonces: “Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero…”. Las primeras oraciones que se aprenden son las que quedan grabadas más firmemente en nuestra memoria y con más profundidad marcan nuestra vida.

Pensé que probablemente habrían cambiado el Vos por el tú, como tienden a hacer con todas las oraciones, con la peregrina idea de que dirigirse a Dios como si fuera el vecino de al lado hará que nos sea más fácil conversar con Él. Hasta donde puedo ver, el resultado ha sido que la gente ha terminado por preferir conversar con vecino de al lado (preferiblemente por WhatsApp) y ha dejado de rezar, pero eso no parece desanimar a los promotores de la desacralización de la oración, que prosiguen su cruzada mundanizadora, inasequibles al desaliento.

Quizá, pensé, también hayan cambiado esa expresión peculiar que intrigaba tanto a los niños (al menos a los que pensaban un poco lo que decían): “Señor mío Jesucristo… Creador, Padre y Redentor mío”. ¿Por qué se dirige la oración a Cristo y le llama Padre y Creador? Por supuesto, la oración no está diciendo que Cristo sea la Primera Persona de la Santísima Trinidad, sino que utiliza “padre” como término de honor y cariño. ¿Pero será también un vestigio del impresionante capítulo 1 de la Carta a los Hebreos, que presenta a Cristo como imagen de la sustancia de Dios, como Aquel que en el principio fundó la tierra y de cuyas manos es obra el cielo? ¿Estaría pensando el autor de la oración en aquellas sobrecogedoras palabras de Cristo: quien me ve, ha visto al Padre? No importa, porque hay un tipo de eclesiástico que considera que tiene la sagrada misión de destruir todo aquello que no entiende, aunque sea un legado de épocas más católicas y menos prosaicas que la suya.

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