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19.06.17

Creo por las bicicletas

Como bien sabe todo epicúreo que se precie, hacer eses montando en bicicleta es uno de los grandes placeres de la vida. Algunos desdichados solo lo experimentan en la niñez y más tarde lo olvidan, bajo la presión de otros placeres más sofisticados y mucho menos placenteros. Lo cierto, sin embargo, es que puede disfrutarse a cualquier edad si uno conserva la capacidad de admiración común a niños, poetas, filósofos y santos.

En un terreno plano o ligeramente cuesta abajo, la sensación es fantástica. Parece que la bicicleta se moviese sola, deslizándose velozmente al girar, impulsada por el viento o por algún espíritu juguetón que habita en bicicletas, patines y triciclos. Mejor aún, se diría que la bicicleta se hace una sola cosa con su dueño, formando una especie de criatura mitológica, un centauro hombre-máquina, con ruedas en lugar de patas.

Uno podría estar horas disfrutando de la sensación de libertad que ofrece un mundo sin rozamiento, en el que puede moverse a su antojo de un lado a otro y cambiar de dirección sin esfuerzo ni perder velocidad. El cansancio, la inexorable gravedad y los problemas de los simples peatones quedan atrás, olvidados e insignificantes, y el conductor de la bicicleta recorre, triunfante y sin prisas, un reino perfectamente dispuesto para su goce y disfrute.

Como todos los grandes placeres de la vida, es humilde, fugaz y, a los ojos del mundo, intrascendente e infantil. Como todos los verdaderos placeres de la vida, no es casual ni arbitrario, sino que encierra un secreto, un gran Misterio oculto para los que tienen ojos pero no ven y tienen oídos pero no escuchan. Nos habla del cielo.

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