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21.03.20

Ningún otro milagro esperarían ver mis ojos

Ni de la peor pesadilla hubiese uno esperado que el mundo se volviera un lugar inseguro para vivir y, peor aún, que –de un día para el otro- cada uno se transformara en un medio por el cual le pudiera llegar a la muerte a otra persona o a sí mismo.

Como quiera que se lo quiera ver o explicar, el caso es que se  nos ha arrebatado el vivir seguros haciendo lo que normalmente hacemos.

Estamos viviendo un proceso de duelo en el cual muchos están todavía en la etapa de negación que es tan solo la primera etapa.

No creerse lo que está pasando y vivir como si no estuviera sucediendo es lo que ha provocado la mayor cantidad de contagios.

Salir de dicha etapa es crucial. Hay que pasar a la siguiente que es la aceptación.

Cuando se acepta la pérdida de alguien o de algo preciado, estamos en mayores posibilidades de actuar sensatamente.

Antes de eso, las actuaciones son insensatas ya que son una reacción meramente emocional, por no decir irracional.

Salir de la irracionalidad es fundamental para detener el avance del contagio con el que, al menos por un tiempo, alejaremos el peligro. 

La racionalidad nos gana tiempo de vida. 

La racionalidad es, sencillamente, ser razonable, utilizar el sentido común y el entendimiento (al que Dios ilumina) para que, alimentado de hechos veraces pueda alcanzar juicios certeros con los que tomar decisiones sensatas.


El virus nos obliga a utilizar la razón.
La razón nos acerca a la verdad.
La verdad nos lleva a Dios.

La racionalidad sirve al cuerpo y al alma. 

Esto es tan cierto como que, el capellán de un hospital italiano, ha dicho que en el hospital ha presenciado grandes conversiones, al ritmo de uno o dos por semana; mayor cantidad de las que podría haber en una parroquia.  

Ante la muerte inminente, algunos, con verdadero arrepentimiento, pedimos perdón a Dios.

Yo rezo para que, si algún bien pudiera arrojar este flagelo y, si algún fruto bueno pudiera tener la tribulación, sea el que muchos se salven. Nos salvemos.

Nada me complacería más que las almas sean santificadas y Dios glorificado. 

Porque nada es más importante.
Es lo único que a Dios le importa.
Para eso ha sido todo este problema en el que, por amor, se ha metido.

Ningún otro milagro esperarían ver mis ojos que a Dios “venciendo el mal a fuerza de bien”


¡Qué grandes son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!
El insensato no las conoce
y el necio no se da cuenta.

Salmo 92