21.11.22

Libros y utilidad (II)

                        «Robinson leyendo». Ilustración de N.C. Wyeth (1882-1945).

 

 

«A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir».

C. S. Lewis


«Deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».

Ezra Pound

 
 

En la anterior entrada traté, someramente, la gran cuestión de literatura y su provecho. Y en ella me empeñé en la defensa de su utilidad, aunque en un sentido muy alejado del que se estila hoy.

Si recuerdan, argumenté en favor de una utilidad para esa parte de nosotros que no se ve, y a la que incluso algunos niegan existencia; hice apología de una utilidad para el alma.

Y en este punto, y como para apuntalarlo, el asunto me lleva a recordar como la literatura y la acción están entrelazadas, mal que le pese a algunos, y a la forma en que ello es ilustrado por el testimonio de algunas vidas memorables y aparentemente inútiles bajo los estándares del pensamiento moderno.

Por ejemplo, viene a mi memoria la hermandad que puede nacer de una afinidad cultural básica y común ––aquello que llamamos la Cultura Occidental––, incluso entre hombres de acción, y en el más improbable de los escenarios que nos podamos imaginar: en medio de una contienda militar. Me refiero al episodio protagonizado, en la isla de Creta durante la Segunda Guerra Mundial, por el escritor y viajero Patrick Leigh Fermor (entonces Mayor del Cuerpo de Operaciones Especiales británico) y el general alemán Heinrich Kreipe, el comandante alemán de la isla. El comando capitaneado por Fermor secuestró a Kreipe, y, tras múltiples tribulaciones, logró trasladarlo a Egipto. Una mañana, en su huida a través de las montañas cretenses, Kreipe, mientras contemplaba el amanecer en las laderas nevadas del monte Ida, empezó a recitar en latín los primeros versos de la oda Ad Thaliarchum de Horacio («Vides ut alta stet nive candidum Soracte …» («Ves cómo el Soracte se alza blanco de espesa nieve…»). Leigh Fermor le escuchó, entre admirado y sorprendido, y secundó al alemán recitando las siguientes estrofas de la oda. A continuación, y mientras se observaban, ambos hombres continuaron declamando el poema a dúo. Habían descubierto algo entre ellos más fuerte que la guerra y los intereses de sus respectivos países, algo que les hizo sentirse hermanos a pesar de las desfavorables circunstancias, creando un vínculo que, incluso, se mantuvo tras la contienda. Como más tarde escribió Leigh Fermor: «… por un largo momento, la guerra había dejado de existir. Los dos habíamos bebido en las mismas fuentes mucho antes; y las cosas fueron diferentes entre nosotros para el resto de nuestro tiempo juntos».

También viene a mi recuerdo el nombre de un explorador polar, el anglo/irlandés Ernest H. Shackleton, símbolo de la aventura heroica. Shackleton, un puro hombre de acción, amaba el riesgo y la aventura, pero también sentía pasión por la poesía de Robert Browning, el mismo Brownig que escribió los versos que figuran como epitafio de su tumba:

«Sostengo que un hombre debe esforzarse al máximo por el premio de su vida».

El explorador británico buscó ese premio con ahínco y valentía, pero, aún inmerso en sus trepidantes aventuras, nunca se olvidó de la poesía. En la desastrosa Expedición Imperial Transatlántica (1914-1917) a la Antártida, su barco, el Endurance, quedó atrapado en el hielo durante más de dos años. Cuentan las crónicas que, en medio de este desastre antártico, cuando todos los miembros de la expedición tuvieron que deshacerse de cada pieza de equipaje superfluo, Shackleton se negó a abandonar su querida copia de los poemas recopilados de Browning.

Años más tarde, las últimas palabras escritas en su diario, poco antes de fallecer, nos hablan de esa estrecha relación entre poesía y acción. Esa línea no fue una diatriba o alabanza ante sus acciones exitosas o fallidas, un grito áspero y desgarrado de agonía sumida en impotencia, o una exaltación de sus hazañas; no, sus últimas palabras semejan a un Browning, siempre presente para él, en la expresión poética de una contemplación:

«En el oscuro crepúsculo vi a una estrella solitaria, centelleando como una gema sobre la bahía».

Finalmente, tampoco puedo olvidarme de la influencia que las lecturas de los libros de caballerías (Tirante, el blanco, Amadís de Gaula y todos los demás) ejercieron sobre nuestros conquistadores. El hispanista Irving Leonard en Los libros del conquistador (1949), señala que existen «relaciones entre los conquistadores y sus descendientes y las obras de ficción que condicionaron su mentalidad y sus actos». Estos «libros vanos», como se calificaban en la época, «acompañaron al conquistador desde sus primeras aventuras, o le siguieron muy de cerca conforme realizaba sus increíbles gestas; y así inspiraron sus acciones, le dieron solaz cuando descansaba y fueron un bálsamo para sus sueños frustrados».

Como muestra, no me resisto a reproducir lo que cuenta Irving sobre Colón y la posible influencia en sus hazañas de descubrimiento, de la lectura, en este caso la de los clásicos:

«Frecuentemente se ha repetido que la lectura de una tragedia de Séneca, titulada “Medea”, hizo soñar a Cristóbal Colón. En la obra se leía el siguiente pasaje: “Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar océano aflojará los atamientos de las cosas y se abrirá una grande tierra y un nuevo marinero como aquel que fue guía de Jason que hubo nombre Thypis descubrirá un nuevo mundo y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras”».

Todo ello me reafirma en la creencia de que la lectura de buenos y grandes libros no es una inutilidad, sino que, en ocasiones, puede ser la impulsora, la chispa y el combustible, bien de una acción benefactora y buena, bien de un acto extraordinario y heroico, como creo ilustran estos ejemplos.

Y así, mientras unos, tras la lectura, se sumergen en la contemplación, otros, como vemos, se ven impulsados a la acción, con beneficiosos resultados en ambos casos.

Incluso algunos que un día se opusieron a la fuerza benefactora de la buena lectura, terminaron reconociendo su mérito y valor.

El cardenal Newman, como hijo de su tiempo, inicialmente recelaba de la literatura, porque pensaba que la lectura de novelas podría conducir a una preponderancia del sentimiento moral a expensas de la acción moral. Sin embargo, terminó escribiendo dos novelas, Perder y ganar (1848), parcialmente autobiográfica, y Calixta (1855). Ambas obras tienen la misma temática, la experiencia de una conversión. A través de estos relatos, el religioso inglés trató de hacer algo que no podía lograr con sus sermones, y menos con sus tratados teológicos y filosóficos. Sus novelas tienen el poder de mover a los lectores, independientemente de su fe, a sentir simpatía por unos protagonistas conversos luminosos y positivos, e incluso a identificarse con ellos. Newman esperaba que esta simpatía eliminara los obstáculos emocionales a la conversión potencial del propio lector, que él conocía bien por haberlos sufrido. Según él, «la certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación», y uno de los mejores modos de hacerlo es a través de la literatura, que consideraba esencial para una buena educación.

¿Y qué decir de Cervantes? Aunque él criticó en su novela los libros de caballerías, lo cierto es que lo hizo a través de un libro, y con él nos regaló un personaje inmortal que nos lleva, una y otra vez, a la lectura. Tal es así, que, aun asumiendo la crítica cervantina, lo que seguimos amando tras los años y los siglos es al caballero de la triste figura, al paladín delgado y débil, trastornado por los libros, y no al cuerdo Alonso Quijano en su lecho de muerte.

Así que, la pregunta se impone: ¿por qué sigue existiendo la literatura? ¿Por qué se le sigue prestando atención, amor y devoción? ¿Quizá, porque, en su grandiosa inutilidad es, oh paradoja, necesaria?

Sinceramente, creo que sí. Y es necesaria, porque nos cuenta la verdad sin ambages ni disimulos, sin reparar en las consecuencias. Porque nos presenta, como un regalo, lo más propiamente humano: el nacimiento, la muerte, la fe, la desesperación, la alegría, el sufrimiento y la pena. Y nos lo recuerda y hace presente de una manera singular: a través de palabras trenzadas a modo de historias, trasladándolo al lenguaje, para así, poder decirlo, y, así mismo, para que podamos decírnoslo, unos a otros.

Y es que, la literatura pone en palabras lo que la lógica afirma que no se puede decir, permitiéndonos el acercamiento a esa parte inefable de nosotros mismos, invisible, pero no por ello menos real, que es nuestra alma, y ayudándonos, a un tiempo, aunque sea modestamente, a vislumbrar el camino, como «una esfera de iluminación» en nuestras manos.

12.11.22

Libros y utilidad (I)

           «Anocheciendo en Schlachtensee». Walter Rudolf Leistikow (1865-1908)




 

«Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera».

Flannery O´Connor



«La certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación».

Santo cardenal John Henry Newman



«Recuerda que las cosas más bellas del mundo son las más inútiles; pavos reales y lirios, por ejemplo».

John Ruskin

    

    

  

Hay quienes, ante la insistencia de uno en poner al alcance de los niños buenos libros, y frente a la repetición de la cantinela sobre la importancia de leer y de leer buena literatura, ponen cara de escépticos y dicen: «¿Para qué?, ¿de qué les va a servir?, no les hará mejores…». Otros claman en otra dirección y dicen en tono de censura: «No ves que es una pérdida de tiempo y energías, lo que deben hacer es prepararse lo mejor que puedan para el mundo laboral, ¿no querrás que tus hijos sean unos simples empleados o, incluso, que no tengan un trabajo “digno”?».

No son posturas novedosas, tampoco modas pasajeras, se trata de actitudes tan viejas como el hombre, que se apoyan en una utilidad mercantil y práctica fuera de la cual no hay nada, al menos, nada que se estime valga la pena.

Desde que John Stuart Mill sugirió que la utilidad no solo estaba de moda, sino que era necesaria, el mundo ha pasado a ser un escenario de logros útiles con los hombres como actores principales en un drama de provechos y utilidades.

Pero el caso es que este no es nuestro fin. No es el destino para el que estamos hechos. Fuimos creados a la imagen de un Dios que es Amor, que es Belleza, que es Bondad, que es Verdad. Y, por lo tanto, estamos diseñados para ser principalmente amantes, no trabajadores, para amar, primero a Dios, y luego al prójimo. Esos son los dos principales fines de nuestras vidas. Y, de hecho, amando lo verdadero, lo noble, lo justo, lo puro, lo amable y lo admirable, como nos dice el Apóstol, es como amaremos mejor a Dios y al prójimo.

Pero, no nos engañemos; el mundo en el que vivimos es un mundo dominado por la utilidad. Nada merece nuestro respeto, salvo si nos resulta útil. Entonces hasta lo más inhumano, lo más espantoso y feo, lo más dañino para nuestra alma, se torna necesario. De esta manera, los deseos se convierten en obligaciones, nuestro sentido común se desata de la conciencia, y la conciencia se separa del alma. Todo flota sin sentido, pues la verdad, la bondad y la belleza han sido sometidas a la utilidad.

Y, en aras de conseguir más eficazmente esa utilidad, hemos vuelto nuestra capacidad de aprendizaje mezquina y separada de toda pasión, y hemos troceado nuestra inteligencia en ínfimos retazos deshilachados, que no saben unos de otros.

Todo esto parece exagerado, ¿no? Sinceramente, creo que no. Pero, dejemos eso, y tras este pequeño exordio, volvamos al principio: ¿Es algo inútil leer?

Comencé tratando la cuestión de leer buena literatura, confrontándola con esa utilidad crematística, o meramente práctica, que impera en nuestro mundo. Pero esto sería achicar el campo, reducir el horizonte y autolimitarse. Es como si auscultáramos una pieza de Beethoven o escudriñáramos bajo microscopio un cuadro de Velázquez para agrandar nuestra cartera o mejorar nuestra posición social. O, incluso, como si lo hiciéramos simplemente para afinar nuestro oído o para agudizar nuestra visión. Y es que, el arte es algo más. De hecho, mucho más.

Pero, aun así, incluso si fuéramos más allá de esa utilidad materialista, la cuestión seguiría siendo confusa para algunos.

Tanto es así, que hubo quien buscó una respuesta y solo halló desesperanza.

A mediados del siglo pasado, pensadores como George Steiner se preguntaron, no sobre una utilidad crematística o puramente práctica del arte, sino en relación al supuesto valor humanizador de la cultura, y más concretamente de la literatura, y, por tanto, respecto a su posible inutilidad.

Sus dudas nacieron ante el horror de constatar que las catástrofes asesinas (surgidas del nazismo y comunismo) que habían contemplado (y algunos, sufrido en sus carnes y en su alma), habían sido dirigidas, ejecutadas y secundadas, en su mayoría, por personas cultivadas entre los brazos de Homero, Goethe, Shakespeare o Pushkin, y arrulladas en las melodías de Bach, Tchaikovsky o Schubert. Y, lo que era más grave, que, en medio del horror de tales barbaridades, continuaban en el deleite de esos maestros geniales y sus obras.

¿Cómo esto había sido posible? ¿Es que aquellas almas podridas no eran porosas a la influencia benefactora del arte y la belleza? ¿O es que acaso su influjo no era tan significante y decisivo como hasta entonces se pensaba? ¿De qué sirven los libros, aunque sean grandes y buenos?, se preguntaron.

Tristemente, para algunos (aquellos ajenos a Dios) no hay respuesta, al menos racional, puesto que de haberla la habría también para uno de los grandes interrogantes con los que los que el hombre ha enfrentado siempre: el problema del mal. Se trata de una cuestión ante la cual el silencio de la razón es clamoroso. Solo la Fe, la Esperanza y el Amor pueden darnos una contestación, que es una persona: Cristo. No hay más. Aun así, algunos de los que todavía están lejos de Él no han dejado de intentar una respuesta. El propio Steiner, como ateo, tantea una contestación conscientemente insuficiente: «debemos alimentar la sospecha de que el estudio y la transmisión de la literatura tengan únicamente un significado marginal, sean apenas un lujo apasionado», dice, como admitiéndolo de mala gana. De aquí a la actitud comentada en comienzo de esta entrada, hay un paso.

Pero no todos los que se interrogaron sobre la cuestión obtuvieron la misma respuesta desesperanzada. Por ejemplo, Pável Florenski, el renacentista sacerdote ortodoxo ruso, teólogo, ingeniero, matemático y filósofo. Florenski, no solamente contempló esas tragedias inhumanas, como Steiner, sino que, además, las sufrió en sus propias carnes. Fue recluido en un Gulag siberiano, y allí, solo, sufriente y alejado de los suyos, murió fusilado en 1937. Pero, aun así, no desesperó, ni tampoco abjuró del arte. Las maravillosas y emotivas cartas que dirigió a sus hijos (Cartas de la prisión y de los campos) lo atestiguan. En ellas habla con pasión y deleite sobre la poética y la musicalidad de Pushkin, el oficio de Balzac, la profundidad de Shakespeare o la maestría de Goethe. Este es un fragmento:

«No dejes de leer en voz alta hermosas poesías, en especial de Pushkin y de Tiútchev, y que los demás escuchen, para aprender y reposar. Aquí ha caído en mis manos un volumen de Pushkin de la edición de Polivánov. ¡Qué alegría me ha proporcionado leer en voz alta versos de Pushkin después de la comida, a orillas de río Urium, meditando en la suprema perfección de cada palabra, de cada giro, por no hablar de la construcción del conjunto!».

Lo que no debe sorprendernos es que Steiner terminara suicidándose y que a Florenski tuvieran que arrebatarle la vida. Porque, uno era cristiano y el otro ateo.

Pero, yo no soy un fatalista como lo era Steiner; soy cristiano como Florenski. Y ello me hace confiar. Así que, pienso que la cultura, la buena cultura, aquella a la que se refieren Steiner y Florenski, la que está recogida en los grandes y los buenos libros, sí que es significativa. Como el intelectual ruso, creo que marca una diferencia en las vidas de los hombres, y una buena diferencia, por demás.

Ahora bien, también sé la literatura, la música, la poesía y el arte por si solas no son suficientes; qué solas pueden ser asediadas y derribadas, azotadas por vientos oscuros, como constataron con desolación Steiner y muchos otros. Porque el arte es algo meramente marginal; es un mero auxilio, un apoyo. Y, por sí solo, no puede salvarnos, ya que no es la Belleza que salvará al mundo, sino un pálido reflejo de la misma.

Así que no, no creo que los buenos y grandes libros sean inútiles, al menos en este sentido del que hablo, ajeno a lo mercantil y a lo crematístico o práctico, pues tienen una utilidad, quizá pequeña, pero sin precio y de un incalculable valor: la de ayudarnos, si bien modestamente, a llevar una buena vida, bien vivida, con sentido y trascendencia.

Por todo ello nunca me cansaré de decirlo: por favor, traten de que sus niños lean, y que lean buenos y grandes libros, y no se entristezcan como hizo George Steiner. Manténganse confiados de la mano de una hermosa esperanza, como la que Pável Florenski transmitió a sus hijos.

25.10.22

El principito

 

  

 

  

«Lo que embellece al desierto es que en algún lugar esconde un pozo».

Antoine de Saint-Exupéry

  

 

 

Uno de los libros infantiles más vendidos de todos los tiempos es El principito (1943), de Antoine de Saint-Exupéry.

Sin duda se trata de un relato mágico y subyugante. Una obra breve, pero a un tiempo, intensa y casi inabarcable, que nos habla de lo que es importante y lo que no lo es, de la vida y la muerte, de la felicidad y la tristeza, del amor y el olvido, y sobre casi todo aquello de lo que tratan los grandes libros. Y lo hace de forma poética y fascinante. Una encarnación del famoso ideal horaciano, «docere et delectare», del instruir deleitando.

Aunque, inicialmente concebido como un libro infantil, la obra del escritor francés voló lejos de su control casi de inmediato. Incluso sus orígenes son inusuales. Seis meses después de que Francia cayera ante los alemanes, el piloto y escritor zarpó hacia Nueva York, a donde llegó el último día de 1940. Allí fue recibido como una celebridad. Sus editores norteamericanos pronto le ofrecieron todo aquello que pudiera necesitar para seguir desarrollando su labor de escritor. Sin embargo, lo que ocurría en Europa le mantenía intranquilo.

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17.10.22

De la buena curiosidad, de la mala, y de los buenos libros

                      «Pandora». Obra de John William Waterhouse (1849-1917).

 

 

«Hay varios tipos de curiosidad; uno es el del interés, que nos hace desear saber aquello que nos puede ser útil; y el otro, el del orgullo que proviene del deseo de saber lo que los demás ignoran».

François de La Rochefoucauld

  

«El amor al conocimiento es una especie de locura».

C.S. Lewis. Más allá del planeta silencioso

  


«La curiosidad libre tiene mayor poder para estimular el aprendizaje que la coerción rigurosa. Sin embargo, el fluir de la primera lo regula ésta última con Tus leyes».

San Agustín. Confesiones

 

 

Desde siempre, la curiosidad ha sido vista más como un vicio que como una virtud. El conocido refrán, «la curiosidad mató al gato», es su más clara expresión. Y las vicisitudes de nuestros primeros padres en el Paraíso lo constatan. De hecho, santo Tomás la califica de vicio frente a la virtud de la estudiosidad, anexa a la templanza y que modera en el hombre, conforme a la recta razón, el deseo de conocer o de aprender. Por el contrario, para el Aquinate, la curiosidad propiamente dicha es el deseo desordenado de conocer lo que no es de la propia incumbencia, o de lo que puede haber peligro de saber, en razón de la propia debilidad.

Pero quizá no toda curiosidad sea mala. Posiblemente haya en ella –como cosa humana que es– trazas de bondad entremezclada con maldad (de hecho, en la estudiosidad del de Aquino hay algo de curiosidad). Por esta razón, es posible que hoy debamos acudir al baúl de los recuerdos, ese que se encuentra ya a punto de rebosar, para rescatarla. Aunque, es probable que antes tengamos que hacer algunos leves distingos en pro de la claridad.

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13.09.22

Los libros de abecedario ilustrados

     Portada del famoso abecedario de Kate Greenaway, titulado Apple Pie (1886). 

 

  

  

«Pocos niños aprenden a leer libros por sí mismos. Alguien tiene que atraerlos al maravilloso mundo de la palabra escrita; Alguien tiene que mostrarles el camino».

Orville Prescott

  

  

De un tiempo a esta parte, la literatura infantil ha venido sufriendo las consecuencias de una de las pretensiones estrella de nuestra modernidad: acabar con la infancia. Una pretensión, como muchas que nos asolan, absurda, de perfiles suicidas, pues, ¿a dónde puede dirigirse dicha literatura si deja de haber infancia?

En esta labor, a la vez conspicua y deletérea, se afanan muchos, y cuanto más alejados están de lo que es formar una familia y ser padre, más intensa y obsesivamente se entregan a tal desempeño. De tal forma, que la literatura que hoy se hace nace manchada de este pecado original. Así, los libros infantiles parecen dirigidos a mentes adultas y complicadas que a las inocentes e ingenuas que, hasta a no mucho, eran las propias de la infancia.

De esta manera, se presentan con orgullo y se premian y promocionan, productos manifiestamente inadecuados. Son libros que encierran trampas mortales para el estado de inocencia del que los niños disfrutan e incluso pueden afectar negativamente a su gusto por leer: lecturas llenas de equívocos, simbolismos, ambigüedades y retruécanos, que sin duda podrían resultar un reto apasionante para un lector experto (no para cualquier adulto), pero que resultan fatales y frustrantes para uno principiante e inocente.

Uno de esos productos a los que me refiero son los libros de abecedarios.

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