20.02.23

La literatura de ficción, el cientificismo y el asombro agradecido

             «En busca de la piedra filosofal». Joseph Wright Of Derby (1734-1797).

 


«Diciendo ser sabios, se tornaron necios».

Romanos, 1, 22

  

«Nadie se engañe a sí mismo. Si alguno entre vosotros cree ser sabio en este siglo, hágase necio para hacerse sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad para Dios. Pues escrito está: “Él prende a los sabios en su misma astucia.” Y otra vez: “El Señor conoce los razonamientos de los sabios, que son vanos.”».

I Corintios, 3, 18-20

  

«Otra verdad, vulgarísima de puro repetida, es que la ciencia humana debe descartar, como inabordable empresa, el esclarecimiento de las causas primeras y el conocimiento del fondo sustancial oculto bajo las apariencias fenomenales del Universo (…). Para la resolución de estos formidables problemas (…) parece indudable la insuficiencia radical del espíritu humano».

Santiago Ramón y Cajal. Los tónicos de la voluntad.

      

      

Una de las cosas que nos pueden ofrecer la literatura y la poesía es ayudarnos (y con nosotros, a nuestros hijos) a recuperar el hoy ausente y perdido sentido del asombro, y con él, asociado irremediablemente a él, un también extraviado y cuasi desconocido sentido del agradecimiento.

Ambas cosas, asombro y agradecimiento, son, como sabemos –o deberíamos saber-, esenciales para algo más importante, diría que crucial: el sentido de lo sagrado y la adoración a que este da lugar. Pero en nuestros días, la gran mayoría de los hombres, incluso los que se estiman religiosos, desconocen, o al menos no extrañan, esa trascendental ausencia en sus vidas.

La causa, o al menos una de las causas de este extravío, se encuentra en la concepción moderna de la ciencia, degenerada desde hace tiempo ya, en lo que se suele denominar cientificismo, definido por la RAE como «Teoría según la cual los únicos conocimientos válidos son los que se adquieren mediante las ciencias positivas». En el fondo, todo ello es el resultado natural de unos antecedentes ya remotos: la pretensión de convertir a los hombres en «dueños y poseedores de la naturaleza» (como dijo Descartes), y la de mejorar la «utilidad y el poder humanos a través de las artes mecánicas» o tecnología (en expresión de Francis Bacon).

Antes de continuar, he de advertirles que esta crítica de ninguna manera implica una demonización de la ciencia misma, si no que únicamente trata de poner de manifiesto la incongruencia de afirmar que el único conocimiento real es el científico, además de alertar de su peligro.

Este enfoque perverso de la ciencia –mayoritario hoy–, adquiere los perfiles de una cuasi ideología, o mejor dicho, de una cuasi religión, y se fundamenta, desde un punto de vista metafísico, en dos presuposiciones: (i) el materialismo de lo real y, (ii) el escepticismo de no creer en nada que no pueda encerrarse en ese «frasco científico». Consecuentemente, solo existiría lo material, aquello que se puede observar, medir y experimentar, descartándose otras posibles vías de conocimiento. Pero, esta pretendida exclusividad encierra en su interior su propia condenación.

La primera y más elemental de las contradicciones que encierra esta ideología es que, si todo es materia y no responde a ningún propósito inteligente y planificado (obviamente, por “alguien”), sino que solo es producto del azar, no pueden existir “leyes” que observar o descubrir. Porque, es imposible aplicar la razón al caos. Lo que trae a mi memoria una anécdota de Chesterton: se cuenta que, en una cena, compartiendo nuestro amigo mesa y mantel con un conocido materialista ateo, este último le pidió que le acercara la sal, lo que Chesterton hizo con presteza. De inmediato, el notorio materialista se apresuró a darle las gracias, a lo que el escritor inglés replicó: «¿Por qué me da las gracias? ¿No hemos quedado en que, o bien, carezco de libre albedrío y estaba obligado a darle la sal por razón del mecanicismo materialista del que usted ha hablado, o bien, el que le diera la sal es resultado del puro azar? Si es así, en cualquiera de los dos casos no hay nada que agradecer a nadie. ¿No cree?». Ante lo cual el notorio materialista no tuvo nada que decir. Porque, como él mismo Chesterton escribió una vez: «el peor momento para un ateo es cuando está realmente agradecido y no tiene a nadie a quien agradecer».

La segunda dificultad del cientificismo es su propia e irracional autolimitación. El filósofo Edward Feser nos lo explica con una clarificadora imagen:

«El éxito de los métodos de la ciencia moderna para iluminar aquellos aspectos de la naturaleza susceptibles de predicción y control, simplemente no implica que la naturaleza no tenga otros aspectos. Los que piensan de otra manera son como el borracho que asume que, debido a que el área bajo la farola es el único sitio donde podría ver las llaves que ha perdido, no debe haber otro lugar en el que valga la pena buscar».

Por último, la tercera de las contradicciones deriva de la pobreza epistemológica de esta ideología: afirmar que la ciencia moderna es la única vía de conocimiento, no es una afirmación científica, ya que no pueden probarse utilizando métodos científicos. Y ello, porque la ciencia descansa en una serie de suposiciones filosóficas que necesita para empezar a andar, y que ella misma no puede validar:

1. Que los sentidos son confiables. Pues es a través de los sentidos que el científico mide, cuenta, experimenta y constata.

2. Que la mente es racional. Pues es a través de esa racionalidad que el científico da orden a esas percepciones.

3. Que el universo es racional y responde a unas razones que la mente humana puede conocer.

4. Que existen las leyes de la lógica.

5. Que existen los números y las matemáticas.

6. Que existe la verdad.

Dado todo ello, una visión reductora como la que propugna el cientificismo es, precisamente, anticientífica. Opera bajo las presunciones limitadoras de lo que el filósofo Charles Taylor llamó un «marco inmanente», un marco de referencia que excluye cualquier cosa fuera de lo material y que niega, por tanto, sin ninguna razón en absoluto, lo espiritual y trascendente, cayendo de lleno en un fideísmo que dice abominar.

Este círculo reducido de conocimiento (la zona iluminada por la farola en el caso del borracho de Feser) es lo que Max Weber llamó una «jaula de hierro», una prisión mental que, paradójicamente, excluye todo lo espiritual, todo lo que no puede ser verificado por la ciencia experimental.

Sin embargo, el tipo de científico que más abunda en la actualidad es el que encaja en ese cientificismo, y por ello, lamentablemente, esta es la idea que impera hoy.

¿Y qué ante esto? Pues que aquel que profesa esa religión no solo limita sus posibilidades de acceder a la verdad, sino que, además, careciendo de humildad, adopta una postura altiva y displicente, de superioridad moral e intelectual, que resulta ridícula, dada su pequeñez y contingencia.

Esa falta de humildad impide al hombre moderno asombrase, estremecerse ante la maravilla, y, por tanto, dar las gracias. Decía Chesterton que este tipo de conocimiento científico pervertido, no es la forma más elevada de pensamiento porque, precisamente, no da gracias. Y es que las gracias se han de dar a alguien. Debe haber un ser personal a quien agradecer. ¿Cómo agradecer al Big Bang, o a la sopa primigenia, o a la evolución, o al caos?

El difunto papa Benedicto XVI señaló que, a lo más, las mejores teorías científicas, lo que hacen es luchar por aproximarse a lo trascendente, luchar por alcanzar el conocimiento. Pero son, en última instancia, incapaces de acercarse a la totalidad de la realidad. Tal como el filósofo inglés Bertrand Russell sostuvo, lo que la ciencia actual realmente revela son, únicamente, características estructurales muy abstractas del mundo natural expresadas matemáticamente, pero no la naturaleza esencial de la realidad que presenta esas características, de la que nada nos dice.

Y es que hay algo más, mucho más que lo poco que sabemos gracias a nuestros experimentos, cuentas y medidas, más allá de la mera realidad material medible, más allá del limitado arco de luz proyectado por el foco de nuestra farola. Y también hay otros medios de explorar esa realidad misteriosa y escondida, uno de los cuales es la sciencia poetica, una forma de conocimiento olvidada de la que alguna vez les he hablado, a la que se llega por connaturalidad, por intuición, en la que el uno participa del ser del otro, y en la que los libros tienen una destacada función.

Un ejemplo literario de ello nos lo muestra Charles Dickens en su obra Tiempos difíciles (1854), en el personaje de George Gradgrind. Este pedagogo victoriano siempre se encontraba «con una regla y un par de balanzas, y la tabla de multiplicar en su bolsillo… listo para pesar y medir cualquier parcela de la naturaleza humana y decirte exactamente a qué viene», a fin de poner en práctica su filosofía, que el mismo expresa de forma clara y contundente:

«––En esta vida, no queremos nada salvo los hechos, señor; nada salvo los hechos».

Los propios hijos de Gradgrind sufrieron esta filosofía reduccionista y limitadora bajo la tutela de su padre, lo que dio lugar a un paisaje humano devastado y estéril:

«Ningún pequeño Gradgrind había visto nunca una cara en la luna; (…). Ningún pequeño Gradgrind había aprendido nunca la simple canción, “Brilla, brilla, estrellita, me pregunto quién serás”. Ningún pequeño Gradgrind había mostrado nunca su asombro sobre el particular, ya que cada pequeño Gradgrind había diseccionado, como un profesor Owen cualquiera, la Osa Mayor a los cinco años, (…). Ningún pequeño Gradgrind había asociado una vaca del campo (…) con aquella todavía más famosa vaca que se tragó a Pulgarcito. Nunca habían oído hablar de aquellas celebridades, y solamente se les había presentado a la vaca como un cuadrúpedo rumiante y gramnívoro con varios estómagos».

Por otro lado, en esa misma obra, Dickens nos muestra también otra pendiente resbaladiza por la que puede deslizarse la ciencia experimental: la arrogancia y la ilusoria pretensión de saber, de poseer todo el saber. En otra escena, al comienzo de la novela, a Cecilia Jupe, hija de un domador de caballos, se le pide en la escuela del señor Gradgrind que explique qué es un caballo. Ella, nerviosa, no sabe qué decir. Billy Bitzer, el alumno estrella, que no había visto un caballo en su vida, contesta orgulloso:

«Cuadrúpedo, herbívoro, cuarenta dientes; a saber: veinticuatro molares, cuatro colmillos, doce incisivos. Muda el pelo durante la primavera; en las regiones pantanosas, muda también los cascos».

El profesor Gradgrind, con cansada suficiencia, se vuelve hacia Cecilia y le espeta: «Niña número veinte (…) ya sabes ahora lo que es un caballo».

Como dice el profesor Anthony Esolen (10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo, Homolegens):

«La ironía es que Cecilia sabe más acerca de caballos que cualquier persona en el aula, incluidos Bizer y el señor Gradgrind. Ella ha montado caballos, los ha visto dar a luz, los ha peinado y almohazado, y ha visto a su padre curar sus heridas. Ella los conoce en una manera que solo una vida con ellos puede revelar».

Pero estos no son los únicos problemas en este asunto. Otra cuestión muy actual, asociada a la ciencia entendida como técnica, es anunciada, preclaramente, por C. S. Lewis en su obra, La abolición del hombre (1943):

«Para los antiguos hombres sabios, el problema cardinal era cómo adaptar el alma a la realidad, y la solución fue el conocimiento, la autodisciplina y la virtud. Para lo mágico y para la ciencia aplicada, el problema es cómo adaptar la realidad a los deseos del hombre: y la solución es una determinada técnica; y ambos, aplicando dicha técnica, están preparados para hacer cosas que hasta entonces se habían considerado displicentes e impías, como desenterrar y mutilar a los muertos».

El ejemplo paradigmático de este tipo de hombre de ciencia, enajenado o inmoral, es el doctor Víctor Frankenstein, el protagonista de la obra, del mismo título, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley, comentada aquí. Su declaración de principios es muy explícita:

«Se ha hecho tanto, empero, mucho más yo lograré: pisando los pasos ya marcados, seré pionero en un nuevo camino, exploraré poderes desconocidos y revelaré al mundo los misterios más profundos de la creación».

Otro representante genuino de esta concepción de la ciencia, es el malvado y cruel Dr. Moreau, de La isla del doctor Moreau (1896). En esta entretenida novela, el progresista y eugenésico H. G. Wells explora, siquiera superficialmente, las perturbadoras posibilidades de una cirugía y una genética sin control moral. Curiosamente, se trata de las mismas prácticas que acechan hoy por medio de la enajenada ideología del transexualismo. Pero…, ¡si lo hace por la ciencia! Eso dice él, ciertamente, pero persigue fines del todo inaceptables con uso de métodos extremadamente cuestionables. Son precisamente esos propósitos sin horizonte moral, y la locura antinatural que encierran, lo que les convierte, tanto a él como a lo que pretende hacer, en un enorme e inquietante peligro.

Hay algunos otros científicos que hacen un mal uso de la ciencia en Robur el Conquistador (1886) y su continuación, El amo del mundo (1904), de Julio Verne (y en cierto modo, en 20.000 leguas de viaje submarino (1870) y La isla misteriosa (1875), con el capitán Nemo). En este plano está también, claro, el Dr. Jekyll de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de R. L. Stevenson.

Como antes señalé, C. S. Lewis, en su breve, pero jugosísimo ensayo, La abolición del hombre, también nos da una visión crítica de ese concepto absolutista de ciencia. Una perspectiva que muestra sin rebozo en su trilogía cósmica, compuesta por Perelandra (1938), Lejos del planeta silencioso (1943) y Esa horrible fortaleza (1945), donde insinúa que algo demoníaco acecha bajo el velo científico. Esa horrible fortaleza en particular causó cierto revuelo con su publicación, ya que plasma claramente los temores y reticencias de Lewis ante una ciencia endiosada. Una crítica de la época dio con la clave de la novela: «Creo que “Esa horrible fortaleza” trata de un triple conflicto: la Gracia frente a la Naturaleza y la Naturaleza frente a la anti-Naturaleza (la moderna industrialización, la ciencia y las políticas totalitarias)». Al final, todo aquello de lo que les estoy hablando se resume en eso, en el conflicto entre lo sobrenatural, lo natural y lo artificial, que vivimos hoy tan intensamente.

Y es que, la respuesta a «¿qué es un caballo?», lo mismo que la cuestión de «¿qué es un hombre?», no pueden estar limitadas por una descripción matemática, biológica o física, y mucho menos ser tomadas como meras construcciones humanas modificables a capricho. Todos sabemos que tales descripciones son solo unas muy reducidas, y no las más importantes, partes de esas realidades, que, además, son precisamente eso, realidades dadas y en absoluto moldeables.

Así que, demos gracias y enseñemos a nuestros hijos a darlas, sobre todo por el grandioso universo de lo creado, y por el don de nuestra inteligencia que nos permite intentar comprenderlo. Pero, a un tiempo, demos también las gracias por Charles Dickens, R. L. Stevenson, Julio Verne, C. S. Lewis y todos los grandes poetas, que nos enseñan a abrir nuestra mente a la maravilla y el asombro. Y, en último término, démosles también a ellos las gracias por enseñarnos a sentir la sacralidad del mundo, y de este modo, por ayudarnos, aunque solo sea un poco, a aprender a adorar, algo que, por cierto, ninguno de los personajes literarios comentados sabía hacer, lo que da que pensar, ¿no creen?

Porque, como dijo una vez Chesterton, «el mundo nunca se morirá de hambre por falta de maravillas, sino solo por falta de asombro».

  

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6.02.23

Magia y milagro en la literatura: una distinción necesaria

                                   «El astrólogo». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

    

  

  

     

«No hay ninguna razón para que la literatura no describa tanto el aspecto demoníaco como el aspecto divino del misterio o del mito».


G. K. Chesterton

  

 

 

Vuelvo a hablar de literatura y magia. Y vuelvo a hacerlo en un contexto similar y, al mismo tiempo, diferente, un contexto que quizá enriquezca, aclare o expanda aquello que comenté en su día aquí. Hablaré de magia y milagros, y para ello me apoyaré en un artículo de Chesterton publicado en la revista The Bookman, en su número de marzo de 1930, titulado Magia y fantasía en la ficción, en el libro que C. S. Lewis dedicó a los milagros, titulado, así, Los milagros (1947), en Romano Guardini, en santo Tomás de Aquino, e incluso, en el gnóstico/hermetista victoriano, James George Frazer.

Ciertamente, magia y milagro son conceptos que nos remiten a algo que para nosotros se sale de lo cotidiano y de las leyes que rigen esa cotidianeidad. Pero, ¿qué es magia y qué es milagro?

Es una obviedad decir que la palabra milagro se ha convertido en nuestros días en un sinónimo de incredulidad. La gente generalmente ve los milagros como cosas que no pueden ocurrir, y ese es el uso vulgar del término, que identifica, rareza con imposibilidad. Consecuentemente, cualquiera que defienda seriamente su existencia es considerado un verdadero idiota o, al menos, un pobre ignorante.

Pese a ello, Lewis, en la citada obra, Los milagros, argumenta que estos solo son imposibles mientras consideremos que la Naturaleza abarca la totalidad de toda la existencia, pero no lo son si, como él cree, existe también un mundo sobrenatural, incluido un creador benévolo que probablemente intervendrá en la realidad después de su creación. Así, frente a la afirmación de David Hume de que los milagros, de existir, serían violaciones de las leyes de la naturaleza (y por esta razón, sostenía el filósofo escocés, no existirían), Lewis afirma que cuando la mano divina de Dios alcanza tocar nuestro mundo a través de un milagro, lo que hace es interrumpir el curso natural de los acontecimientos. Es decir, el milagro interrumpe las leyes de la naturaleza, pero no las quebranta.

El teólogo alemán Romano Guardini introduce en esta distinción un ligero matiz. Para él un milagro no es una mera alteración temporal de las leyes de la naturaleza, sino su superación. Y para explicarlo nos da un sugestivo ejemplo:

«Supongamos que tenemos dos bolitas que están depositadas en el suelo. Ambas están sometidas a la ley de la gravedad que apunta hacia el centro de la tierra. A los pocos días, una de esas bolitas, que es de metal, sigue manteniendo su lugar en el suelo, pero la otra, que es una semilla, empieza a crecer y apunta hacia arriba. No es que la ley de la gravedad no siga operando sobre esa semilla, sino que una ley vital, la de la germinación, supera a la ley de la gravedad. Esta última sigue operando, dado que la disposición del tallo y de las ramas toma la forma que habitualmente tiene, únicamente por la existencia de la gravedad. De la misma manera que la ley biológica supera a la ley de la gravedad, sin anularla, las leyes síquicas superan a las leyes de la vida, y, finalmente, las leyes sobrenaturales superan a las leyes síquicas, biológicas y de la gravedad sin anularlas».

Más allá de Lewis y Guardini, y pasando por sobre ellos, Tomás de Aquino no ve los milagros como interrupciones puntuales de las leyes de la naturaleza, y ni tan siquiera como superaciones de las mismas. Lo que él nos dice es que «los milagros son obras hechas por Dios fuera del orden generalmente observado en las cosas» («miracula […] sunt quae divinitus fiunt praeter ordinem communiter observatum in rebus»). «Fuera del orden generalmente observado en las cosas». Obviamente Tomás se refiere a nosotros como observadores. Las leyes de la naturaleza son, por lo tanto, para el hombre, el resultado de sus observaciones. Son lo que nos parece que rige el orden de las cosas, pero, como sospechamos, no lo que realmente estas son, porque nuestro conocimiento de la naturaleza no es perfecto, sino confuso, como a través de un espejo oscuro.

Por lo tanto, es posible que algunas cosas que nos parecen milagrosas no sean más que visiones relampagueantes causadas por Dios, a través de las cuales Él nos permite atisbar levemente parte de lo que es la verdadera naturaleza del Universo. Quizá sea verdad lo que dice Chesterton en otro lugar (El hombre que fue jueves, 1908) al hablar del secreto del mundo, cuando nos dice:

«¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que solo vemos las espaldas del mundo. Solo lo vemos por detrás, por eso parece brutal». 

Bien, ya hemos hablado de los milagros, pero ¿qué hay de la magia?

Como sabemos, para el cristiano la magia es siempre una actividad pecaminosa, al poner el mago –y quien recaba sus servicios– su confianza idolátrica en algo o alguien distinto a Dios. Como dice la Enciclopedia cattolica (1948), «de hecho supone y cultiva la desconfianza en la Divina Providencia como si fuera inadecuada para las necesidades humanas; establece relaciones amistosas con el enemigo irreconciliable de Dios; expone la vida sobrenatural y natural al peligro de graves ilusiones y daños; y, si llega a atribuir al diablo la omnipotencia propia de Dios, constituye la forma más grave de superstición».

Pero, además, la magia es siempre un truco, un engaño, y, a la larga, un fracaso. De esta manera, Chesterton nos dice lo siguiente sobre ella:

«La magia era el abuso de los poderes preternaturales por agentes inferiores, cuyo trabajo era preternatural pero no sobrenatural. Se basaba en la profunda máxima del “diabolus simius Dei”; el diablo es el mono de Dios. La magia era pues el truco de un mono imitando las funciones divinas».

Visto todo lo anterior, lo que sí es cierto, es que la ruptura de la normalidad, que se da en ambos fenómenos, difiere entre ellos de una forma dramática que es importante conocer. Porque, como hemos visto, una y otros conducen a lugares opuestos. Y, porque, además, la confusión entre ellos puede llegar a ser fatal. En este sentido, en el artículo citado, Chesterton nos advierte de un grave peligro que, en rigor, no está en la magia misma, pero que va asociado a ella:

«Pero hablar de los misterios o milagros superiores como formas de la magia, o como procedentes de la magia, es invertir toda la historia. Es como si dijéramos que la misa negra evolucionó gradualmente para convertirse en la Misa. (…). Es como decir que los discípulos que dijeron el Padre Nuestro, lo habían tomado prestado de las brujas que lo decían al revés».

Y es que, como bien sabía el escritor británico, uno de los peligros de la secularización puede venir (y, de hecho, viene) de una trivialización por etapas del hecho religioso a través de su identificación con el hecho mágico: Se comienza con la banalización de la magia, calificándola como algo ridículo y, por supuesto, falso, para, a continuación, asimilar a esa magia, ya depauperada y desprestigiada, cualquier acontecimiento sobrenatural, sobre todo, aquellos que llevó a cabo Cristo personalmente. A continuación, una vez ridiculizada la magia y habiendo asimilado a ella cualquier acto prodigioso asociado con la religión, se asocia la creencia y práctica mágica con la creencia y práctica religiosa, haciendo aparecer a ambas como intentos de sofocar un instinto primitivo de angustia ante la hostilidad indomeñable de la Naturaleza. Esto llevaría a considerar a cualquier religión (y, por ende, al cristianismo) como equivalente a la magia misma. De este modo, la religión provendría de la magia, siendo solo un mero estado evolutivo superior de esta última, de la que solo se diferenciaría en grado, y, por lo tanto, con una naturaleza tan falsa, supersticiosa y ridícula como la de su predecesora.

Frazer en su famosa obra La Rama Dorada (1890), trató de vendernos esta errada teoría:

«El hombre ensayó doblegar la naturaleza a sus deseos por la fuerza de hechizos y encantos, antes de tratar de enternecer a una deidad altiva, caprichosa e irascible por la suave insinuación de la oración y del sacrificio».

Ante todo ello, y dados los peligros comentados y la facilidad de caer en un confusionismo dañino, es obligación de los padres cuidar de que sus hijos eviten estos errores.

Pero, la verdad es que no hay un método infalible para distinguir los milagros de la magia, es más, sabemos que llegarán un día en el que muchos serán seducidos por nefandos prodigios o falsas señales (Apocalipsis, 13, 13-14).

De entrada, si fijamos nuestra atención en sus propósitos finales, quizá podamos encontrar algo de ayuda. Así, los falsos prodigios realizados por magos o hechiceros son simplemente un engaño destinado a seducir a la gente para alejarla de la Verdad, para alejarla de Dios. San Pablo escribe: «Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz» (II Corintios, 11,14).

Frente a ello, los milagros tienen el sello de su Autor impreso en su finalidad, que en último término es acercarnos a la Verdad, es decir, a Dios mismo, y que en particular se materializa en tres propósitos básicos, a saber: 1) glorificarle (Juan, 2,11); 2) acreditar a cierta persona como su portavoz o profeta (Hechos, 2, 22), y 3) proporcionarnos evidencia para creer en Él (Juan, 6, 2,14 y 20, 30-31).

A mayores, Chesterton, en el artículo mentado, nos proporciona varios argumentos más que pueden sernos muy útiles en esa labor de desbroce y distinción, y que podemos resumir de la siguiente forma:

1.- La magia borra la forma de una cosa y la trasforma en otra; el milagro devuelve y rescata la propia forma perdida

Dice en escritor británico: «Recorre toda la tradición la idea de que la magia negra es la que borra, “disfraza” la verdadera forma de una cosa; mientras que la magia blanca, en el buen sentido de lo milagroso, la devuelve a su propia forma, y no a otra. San Nicolás saca a tres niños vivos de una olla cuando ya han sido hervidos en sopa, lo que puede considerarse una afirmación extrema de la forma contra la falta de ella. Pero Medea, siendo una bruja, pone a un anciano en una olla y promete sacar un joven; es decir, otro hombre».

2.- La magia es una maldición destructora; el milagro supone la restauración del orden originario

Dice de nuevo Chesterton en el referido artículo:

«En la vasta literatura no escrita de la humanidad, el encantamiento fue casi siempre considerado como una maldición. En él hay frecuentemente una idea de cautiverio. A veces la víctima afectada queda literalmente inmóvil, como cuando los hombres son convertidos en piedra por la Gorgona o el príncipe del Cuento Árabe es sujetado a la tierra convertido en mármol. Con la misma frecuencia, la víctima del encantamiento vaga por los bosques como una cierva blanca o vuela con aparente libertad como un loro o un cisne salvaje. Pero siempre habla de su misma libertad como una prisión errante. Y la razón es que siempre hay en tal brujería una nota de parodia».

Señalando sobre los milagros lo siguiente:

«En contraste con esto, se observará que los buenos milagros, los actos de los santos y héroes, son siempre actos de restauración. Ellos devuelven a la víctima su personalidad; y se trata de una personalidad normal y no supernormal. El milagro devuelve las piernas al cojo, pero no lo convierte en un gran ciempiés. El milagro devuelve los ojos a los ciegos, pero sólo un número regular y respetable de ojos. Al paralítico se le dice que extienda su mano, que es el gesto de liberación de los grilletes; pero no que se extienda como una especie de pulpo irradiándose en todas direcciones y perdiendo la forma humana».

De esta manera, la brujería, el encantamiento mágico, remite siempre a lo mismo: a una burda imitación y parodia de lo divino y al intento de normalizar lo que no es normal; a tratar de cambiar la naturaleza de las cosas. Por el contrario, el verdadero milagro, –que, no olvidemos, es obra de Dios–, como tal, restaura las cosas a su orden natural.

Así que, aunque no sea fácil, debemos intentar evitar que nuestros hijos caigan en esa perversa confusión. Y, como en otras ocasiones, la buena literatura también puede –complementando estos consejos– ayudar en la tarea, aunque solo sea un poco.

Pero, aquí entramos en otra terra ignota, quizá insuficientemente inexplorada: las regiones de la literatura como fantasía y ficción, como creación o sub-creación secundaria de un mundo imaginario. Tolkien, que de esto sabía mucho, estableció una poderosa y elegante distinción, diciéndonos que el encantamiento fantasioso del literato produce un mundo secundario en el cual pueden entrar y salir libremente, tanto el diseñador/literato como el espectador/lector. Y siendo, en su pureza, un mundo artístico en el deseo y el propósito. La magia, sin embargo, produce, o pretende producir, una alteración en el mundo primario, en nuestro mundo real…. No es, por tanto, un arte sino una técnica; su deseo es el poder dominar este mundo, lograr el dominio de las cosas y de las voluntades.

Visto lo cual, y con estas herramientas entre las manos, vayamos a explorar un poco el mundo literario.

Para acudir a la expresión literaria de los milagros no necesitamos indagar mucho; están ahí, en la Biblia y, especialmente, en el Nuevo Testamento, que es dónde se encuentran aquellos que Dios mismo en su segunda persona, y no a través de simples hombres, llevó a cabo.

Para las representaciones literarias de la magia podría señalarles algunos ejemplos. Y, dado que en el fondo de todo acto mágico y de su intención está una transacción entre quien dispone de facultades sobrenaturales teñidas de maldad (Satán y sus demonios), y quien las procura en la busca de controlar su destino como si fuera Dios, podemos citar algunos casos emblemáticos de este tipo de pactos: Entre los clásicos, encontramos la leyenda de Teófilo recogida por Gonzalo de Berceo en sus Milagros de Nuestra Señora (1246-52); también vemos acuerdos con el diablo en las Cantigas de Santa María (1270-82), en ambos casos, con final feliz; y ya con más trágicos finales tenemos, alguna historia de El Conde Lucanor (1575), de don Juan Manuel, El mágico prodigioso (1637), de Calderón, donde Cipriano vende su alma por conseguir el amor de la bella; y los Faustos: el Doctor Faustus (1592) de Christopher Marlowe y el Fausto de Goethe (1808-32). Más adelante, en algunas obras modernas, vemos temas similares, como en William Wilson (1839), de Edgar Allan Poe, en El retrato de Dorian Gray (1890), de Oscar Wilde, y en las historias de los Mitos de Cthulhu (1921-35), de H. P. Lovecraft, donde aquellos que usan la magia de Mythos tienden a ser extremadamente malvados, y casi siempre, o son locos o terminan siéndolo.

Pero hay otro tipo de obras donde se presenta la magia como algo, si no del todo bueno, al menos inocuo. El ejemplo más paradigmático es la serie de Harry Potter de J. K. Rowling, pero hay otros, como la serie de Las crónicas de Chrestomanci, de Diana Wynne Jones, un conjunto de novelas ambientadas en un mundo fantástico donde un funcionario del gobierno, el «Chrestomanci», trabaja para controlar el mal uso de la magia. Ya les hablé de cómo tratar con estas obras en esta entrada, a la que les remito.

Pero, quizá todos estos consejos estén perdiendo su utilidad; posiblemente, hoy, la magia se esté volviendo innecesaria. Aquel que la ha promovido siempre, quién siempre ha estado tras las bambalinas, en el lugar del apuntador, del autor del libreto y como director de la pieza, quizá ya no tenga necesidad de ella. O posiblemente estemos ya en un tiempo en el que, aquello que conocemos tradicionalmente como magia termine por desaparecer, sustituido por otra clase de prodigios disfrazados de seductores nombres, como ciencia o tecnología.

Porque, cada día que pasa, se acrecienta la certeza de que, tras todo lo que hoy nos rodea, late una antropología abiertamente satánica. Lo que conocemos como postmodernismo ha dejado atrás al iluso humanismo que nació con la Ilustración, aquel que proclamó «el amor a sí mismo, hasta el desprecio de Dios». Este humanismo se rebeló contra Dios, la religión y la sacralidad, y llevó esta rebelión hasta sus límites en la modernidad, con su pretensión de asesinar a Dios. Pero hoy día, su sucesor, el postmodernismo imperante, quiere ir más allá, y exige sacrificios. Pretende la eliminación del hombre y de su inherente racionalidad, y la destrucción final de las instituciones que nacen de su naturaleza social –estados y familias–. Y lo hace a través del rechazo del sexo natural (la ideología de género), la imposición de una solidaridad totalitaria y carente de toda caridad (los «entrometidos morales omnipotentes», que decía C. S. Lewis, o sea, la cultura Woke de hoy), y el paso del Rubicón hacia lo que se denomina transhumanismo (transferir el pensamiento humano a una máquina, creando un hombre sin cuerpo, lo que sería una antítesis de la resurrección). Pero como dice Aquino, cuidado, porque un hombre no puede desear «un grado más alto de naturaleza, el cual no podría alcanzar sin dejar de existir». La clave aquí está en «dejar de existir». Y en eso estamos, en el intento de destruir al hombre.

Se estaría fraguando, por tanto, un sacrificio humano de proporciones gigantescas (pues su pretensión abarcaría a gran parte de la humanidad), un sacrificio que no solo sería una perturbadora ofrenda, si no también, y a un tiempo, el paso de entrada a una sociedad regida por demonios. Una sociedad en la que ya casi nos encontramos inmersos. Quédense con una escalofriante descripción sobre la similitud entre el orden político demoníaco y aquel al que pretenden llevarnos –y que en cierto modo ya casi está aquí–, realizada de forma magistral y estremecedora (con apoyo en santo Tomás) en este artículo titulado, La política del Infierno, con cuya remisión termino (está en inglés, pero vale la pena el esfuerzo).

Mientras tanto, más de la mitad de la humanidad se dirige sonámbula hacia ese mundo o está inmerso en él sin saberlo. Y lo más dramático es que ellos ya no tienen un Dios a Quién acudir (para ellos está muerto, pretendieron asesinarlo, como exclamó Nietzsche, ¿no recuerdan?).

 

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¿ES BUENA LA FANTASÍA LITERARIA PARA NUESTROS HIJOS?

31.01.23

Vidas de santos

            «San Francisco bendice Asís». Ilustración de José Segrelles (1885-1969).
                                    





«La Gracia ha vencido a la naturaleza; esa es toda la historia de los santos».

San John Henry Newman

  

«Para hacer santo a un hombre basta la Gracia. Quien duda de esto no sabe qué hace a un santo ni a un hombre».

Blaise Pascal

 

 

Hay una famosa frase del Maestro Eckhart que dice que «las personas no deben pensar tanto lo que han de hacer como lo que deben ser». Pero en nuestros días de postmodernidad esto no es siquiera contemplado. No solo la consideración a lo que debe ser el hombre es inexistente, si no que tampoco se presta atención a lo que debe hacerse. El hombre de hoy en día se centra únicamente en el parecer. Este y no otro es el objetivo al que se dedican afanes y esfuerzos: su apariencia externa y superficial, con olvido clamoroso de lo que debe hacer para poder alcanzar aquello a lo que está llamado. De esto último, y de los libros dónde podrán encontrarlo nuestros hijos, irá esta entrada.

Porque, mientras el mundo les dice a nuestros hijos que, sin reparar en aspectos morales, miren a los ricos y famosos para su inspiración, Cristo los llama a seguir a los mansos y humildes de corazón, es decir, a los que son santos.

Desde siempre, los cristianos han transmitido a las futuras generaciones las vidas de sus santos, unas vidas que significaban más que devoción, suponiendo también la representación del ideal de cómo debería ser un hombre, y con el triple fin de enseñar, entretener y conmover. Por ejemplo, allá por el siglo XVII, se decía que estas vidas de santos habrían de tratar de sus virtudes «con el estilo de elocuencia, que divierta el entendimiento, y con una sincera narración, que pueda mover, cuando no a su imitación (porque esto depende del divino auxilio), a lo menos a dar gracias al Señor». Es, pues, a ellas a donde deberíamos volver. Como el cardenal Newman decía, estos hombres son puestos para nosotros –y para nuestros hijos– «como el profeta en su atalaya, y encienden sus faros en las cumbres».

Pero, aun cuando es verdad que todos los santos han hecho milagros y que algunos de ellos gozaron de dones extraordinarios, los relatos de sus vidas que presentemos ante nuestros hijos no deberían centrarse únicamente en este aspecto maravilloso. Porque, a pesar de que a los ojos de los niños y los jóvenes se tratará de lo más atractivo, no es, sin embargo, a lo que deberán prestar mayor atención. Como bien saben, lo que habremos de enseñarles a mirar con preferencia es a cómo, por la gracia de Dios, en esas personas se hace vida la Fe, la Esperanza y, sobre todo, la Caridad.

Sin embargo, dado que hoy la imaginación de nuestros hijos se está formando entre personajes adornados con facultades también extraordinarias, como es el caso de los denominados superhéroes, tratar de evitar que se fijen en ese aspecto tan llamativo será frecuentemente un esfuerzo vano. Siendo esto así, al menos habremos de hacer ciertos distingos entre santos y superhéroes, ya que la aparente similitud de esas facultades extraordinarias, podría llevar a los niños a una cierta confusión. Por ello, al tiempo que se ponen en sus manos estas lecturas, sería bueno hacerles ver aquello que diferencia a unos de otros.

Y así, dejando a un lado que los santos son personas de carne y hueso, como cualquiera de nosotros, y los superhéroes, meras figuras de ficción, lo cual es obvio, convendría llamar la atención de nuestros hijos sobre, al menos, otras dos circunstancias. La primera se refiere al valor infinitamente superior de los santos sobre los superhéroes, como modelos vitales que son de la imitación a Cristo. Se trata de personas como las demás, sí, pero que, por la gracia de Dios, combatieron la debilidad humana luchando contra el pecado, buscaron amarle sobre todas las cosas, y ahora viven triunfantes en el cielo. Y la segunda, que los dones extraordinarios de que gozan los santos no son más que regalos, y, debido a ello, que su causa, razón y mérito radica única y exclusivamente en Dios.

Además, dado que todos los cristianos estamos llamados a la santidad, los chicos deben ver que esta suele descansar –y de hecho descansa en la mayoría de los casos– en la operatividad de esa gracia divina sobre naturalezas adornadas de virtudes cotidianas y humildes. Virtudes que, al revés de lo que ocurre con los superhéroes, generalmente no se encuentran en los santos acompañadas de facultades espectaculares, lo que no afecta a su valor ni aminora la dificultad de su conquista, porque toda santidad va acompañada de un combate heroico, como atestiguan sus vidas. Pero todo ello sin perder de vista el aspecto sobrenatural, del que la acción de la Gracia es su esencia. Y es que es Dios mismo el que nos muestra, de manera viva, su presencia y su rostro en la vida de aquellos hombres (los santos) que se transforman más perfectamente en Su imagen.

En cuanto a la forma de estas historias, es importante que tengan amenidad, que en el caso de los más pequeños no sean muy extensas, y que siempre hablen al entendimiento y al corazón, sin caer en lo pusilánime ni en lo almibarado, para mover las voluntades de los chicos a un mejor obrar en las virtudes cristianas. No se trata solo de que nuestros hijos conozcan la ejemplaridad de unas vidas santas, sino también de que esos ejemplos les inspiren y les alienten. Y cuando sea posible, que tales historias vengan acompañadas de ilustraciones de calidad.

Para la iniciación en este tipo de lecturas (niños de hasta 10 años) les recomiendo los libritos editados por el Apostolado Mariano, dada su fácil lectura y sencillez, y su adaptación a edades tempranas, además de que dan mucho más de lo que, por su económico precio, pudiera uno esperar. Así mismo, el escritor y editor Juan Pablo Navarro, ha hecho un gran trabajo en la colección de vidas de santos de su editorial, Maratania, donde podemos encontrar al padre Pío o a Ignacio de Loyola. Por otro lado, está el magnífico libro de monseñor Robert H. Benson, titulado Un alfabeto de los santos (1905), en el que, junto a unos pulcros grabados, se relata en verso la biografía de veintiséis santos (uno por cada letra, excepto, obviamente la ñ). Es una pena que no se encuentre traducido al español, porque sería una excelente recomendación (a ver si alguien se anima).

Para los adolescentes y los jóvenes tenemos empresas mayores.

Santa Catalina, hija de un tintorero de Siena, fue la mujer más influyente de su época, algo que sería imposible hoy, en nuestros tiempos de irritante feminismo, igualdad y diversidad, amén de cuotas y, consecuentemente, de incompetencia e inanidad. Una mujer humilde y sabia, doctora de la Iglesia, que supo dar buenos consejos a los poderosos de aquel tiempo, llegando a desempeñar un papel crucial en la política de la época, reprendiendo, aconsejando y guiando incluso al Papa.

Hay dos buenos libros que relatan la vida de la santa, diferentes, y, por tanto, compatibles. El primero, Santa Catalina de Siena (1951), de la escritora noruega Sigrid Undset, premio nobel de literatura y, sin embargo, católica conversa, quien siempre destacó la relevancia que las vidas de los santos tuvieron en su ingreso en la Iglesia católica (el cual, casualmente, se produjo el día de Todos los Santos de 1924). Undset resaltó la importancia de la comunión de los santos en la vida de los católicos: «Ninguna solidaridad humana es tan absoluta como la que hay entre las células vivas del cuerpo místico de Cristo», una cuestión esta quizá olvidada en una sociedad como la nuestra, obsesionada superficialmente con una solidaridad vacía e intrascendente.

El profesor Anthony Esolen nos cuenta sobre este libro lo siguiente:

«La biografía de Undset, “Santa Catalina de Siena”, es un libro fascinante, y no solo por su meticuloso relato de la vida de Santa Catalina, basado en las notables memorias del beato Raimundo de Capua, el confesor y amigo cercano de Catalina durante mucho tiempo, y en los cientos de cartas que Catalina dictó a papas, cardenales, obispos y sacerdotes. Lo que realmente la diferencia de cualquier hagiografía que yo conozca es la continua comparación de Undset, generalmente implícita pero a veces audaz y clara, de la Edad Media con nuestros propios tiempos».

La segunda obra se titula, Al asalto del Cielo (1961), del prolífico Louis de Wohl (editada por Palabra), un autor de referencia a tener siempre en cuenta en estos temas, con numerosos títulos en su haber. De este libro Alice von Hildebrand escribió lo siguiente:

«Combina ingeniosamente una sólida erudición histórica con animados diálogos, y arroja luz sobre la grandeza y sublimidad de la misión de la mujer en la Iglesia. El hecho de que una mujer inculta consiguiera influir sobre Papas y acontecimientos políticos identificando su voluntad con la voluntad de Dios, manifiesta elocuentemente que la verdadera fuerza, es decir, la fuerza sobrenatural, proviene de la aceptación gozosa de la propia “nada". La humildad, la caridad, la oración y el sacrificio, no la erudición, enseñaron a Catalina la verdadera teología, y la convirtieron en Doctora de la Iglesia. Este libro puede enseñar mucho a los estudiosos modernos y a las mujeres».

Otro religioso que tuvo influencia en todos los poderosos de su época fue san Bernardo. Su historia, junto con la de su extraordinaria familia, es contada de forma amena en un libro, La familia que alcanzó a Cristo (1942), del trapense M. Raymond, del que ya he hablado aquí.

Chesterton escribió dos hagiografías muy personales, muy suyas, y por lo tanto, claramente atípicas. En ellas el escritor británico nos habla sobre dos santos, los dos italianos, los dos medievales, pero, en apariencia, muy alejados el uno del otro: san Francisco de Asís y santo Tomás de Aquino. Unos santos que, al menos en la superficie, son también muy distantes de Chesterton mismo. Pero solo en la superficie. En el primero de esos libros, si ponemos un poco de atención, veremos cómo en el de Asís y en el británico está presente una humildad compartida, la cual permitía a ambos contemplar las cosas más simples de la Creación con los ojos perplejos y agradecidos del asombro. Y, en el segundo, Chesterton y el de Aquino comparten una forma de enfrentarse al mundo de la mano de la razón, del intelecto; una forma que, en parte, y sorprendentemente, también unía a Tomás y a Francisco. Porque, en su Summa, el Aquinate habla de cuatro fases sucesivas en el proceso de percepción de la realidad: humildad, asombro, contemplación, y dilatación de la mente y el corazón. La humildad abriría los ojos para maravillarse, lo que conduciría a la contemplación, cuyo fruto sería la dilatación de la mente y el corazón para percibir la presencia de Dios en Su Creación y Sus Criaturas. Quizá sea este el hilo conductor que llevó a Chesterton a escribir sobre ambos santos. Se trata de dos obras que no pueden dejarse olvidadas, a fin de que con ellas nuestros jóvenes aprendan que la humildad, y el asombro al que esta lleva, conducen al corazón y a la mente a la verdadera realidad.

Por último, querría hablarles del libro titulado Fisionomías de Santos (1875), del escritor católico francés, Ernest Hello.

Quizá muchos de ustedes no conozcan a Hello, pero algunos han considerado que él, y no Stendhal, fue el verdadero psicólogo del siglo XIX, y que manejaba el epigrama y la antítesis con tanta habilidad como Víctor Hugo. Hello, compartía con su compatriota León Bloy (quien, por cierto, le debe a Hello, muy probablemente, su conversión), la convicción de que el Señor les había enviado a predicar la verdad, y que Su maldición caería sobre ellos si no lo hacían así. Todo lo cual daba a cada línea escrita por él, profundidad y pasión.

Nuestro autor, a diferencia de muchos hoy, comienza este libro sobre santos con unas palabras de humildad y sometimiento a quien es su Maestra: «Que no pretendemos dar a ninguno de los hechos o palabras contenidos en esta obra más autoridad que la de la Iglesia Católica, de la que nos enorgullecemos en ser parte y de estar a ella humildemente sometidos».

Se trata de un libro que ilustra convenientemente el hecho extraordinario de la santidad, así como también la gran diversidad que existe entre los santos, mostrando con bastante habilidad cómo la variedad de sus dones les fue concedida por mor de la unidad de su fe. Como escribe Hello, los santos contienen la unidad en la variedad, tal es el significado mismo de la palabra Universo, una idea que nada tiene que ver con el error moderno de concebir la unidad como uniformidad e igualitarismo.

Estos retratos de santos, grandes y pequeños, famosos y olvidados, a pesar de no ser la obra más significativa de Hello, atestiguan la maestría de una pluma, lamentablemente, hoy olvidada, pero magníficamente traducida al castellano por el poeta Joan Maragall. La obra ha sido reeditada recientemente por la Biblioteca Autores Cristianos.

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10.01.23

Pinocho. ¿Un cuento católico?

                            Gepeto y Pinocho. Obra de Greg Hildebrandt (1939-).

   

    

   

«Si no os hacéis como niños no entrareis en el Reino de los Cielos».

Mateo, 18, 3.

 

  
«Pinocho es la verdad católica que irrumpe disfrazada de cuento de hadas».

Cardenal Giacomo Biffi

    

  

      

Pinocho es un personaje universal que, al modo de Don Quijote –y salvadas las distancias–, trasciende a su autor y a su obra. Pero, como en el caso de la obra maestra de Cervantes, y por razones de honestidad intelectual, esto no permite desviarse de quién es de verdad Pinocho y para qué fue creado. Ello no obstante, la obra y el personaje han dado lugar a numerosísimas lecturas y relecturas, e incluso, y más últimamente, a deconstrucciones y supuestas reconstrucciones del todo destructoras. Como ejemplos de estas últimas interpretaciones tenemos la nefasta e irreconocible versión cinematográfica, que recientemente perpetró Guillermo del Toro, plagada de sincretismo y sentimientos anticatólicos.

Pero, no hay que llegar tan lejos en las desviaciones. Algunas de ellas pueden ser en parte acertadas y responder a una cierta verdad, pero están heridas de parcialidad, pues olvidan elementos esenciales de la historia. Por ejemplo, hay quién destaca, como único o principal elemento del relato, que la obra no es sino el relato del crecimiento social de todo niño, desde su innato egoísmo a su naciente solidaridad. No niego que Pinocho podría ser visto de esta forma. Pero también es cierto que la obra es mucho más. Que va más allá de esta visión inmanente.

En cierto modo, se trata de un libro total, en cuanto a que abarca múltiples tipos de literaturas. La académica Ana Galarron nos dice al respecto: «todas las tradiciones están recogidas en esta historia: la de los cuentos de hadas ("Érase una vez…"), la de las fábulas (con los animales que hablan y dan consejos, que aquí no sobreviven, pues no pueden aplicar sus enseñanzas en la vida real), la de los cuentos fantásticos y la del teatro de marionetas». Cierto, y quizá esto es lo que da al libro gran parte de su atractivo. Como escribió el cardenal Biffi, lo que le sedujo de niño fue «la vivacidad de la trama, la exuberancia de la fantasía, la simplicidad elegante de la narración», que nacen del talento del autor. Un encanto que gustaría al poeta Horacio, por hacer honor a su consejo de enseñar y deleitar juntamente; una combinación esta que en esta obra consigue eficazmente Collodi, al aunar el descaro picaresco del muñeco de madera –lo que mantiene una fuerte conexión con los niños–, con la enseñanza de algo que quizá, como veremos después, es más que una simple moraleja.

Sin perjuicio de todo ello, podría decirse que hay dos grandes enfoques sobre el libro, que son aparentemente antagónicos, al menos, en cuanto a las intenciones. Se sostienen así, enfrentados, por un lado, la visión cristiana de la novela como un cuento de redención, y por otro, la afirmación de que Collodi, dadas sus simpatías políticas con la masonería y el movimiento unificador italiano del Risorgimento, hizo de su obra un canto masónico y liberal.

Pues bien, a mi parecer, o bien se trata de una historia de origen y concepción cristiana, como sostienen el cardenal Biffi y otros, o bien, si fuera cierta la intención ideológica que se atribuye a Collodi, sin duda este habría fallado el tiro. Y lo habría hecho ya que, independientemente de esa hipotética intención inicial, el carácter y la enseñanza católica perviven muy claramente en el interior de la historia, como después veremos. Como dicen los italianos, esa enseñanza se non è vera, è ben trovata, y si quieren mi opinión, creo que claramente è vera.

Porque, si nos detenemos un momento a cavilar sobre el significado de la obra, percibiremos bastante claramente que se trata del relato de una conversión: La transformación de un corazón de madera en un corazón humano que ha aprendido a amar. Como escribió lúcidamente el cardenal Biffi, «más que sugerir las reglas de comportamiento, el libro desvelaba la verdadera naturaleza del universo; no me decía por sí mismo y en modo directo qué debía hacer, sino que narraba sin incertidumbres la historia del mundo y del hombre; no pretendía aconsejarme; más bien se ofrecía empáticamente a ayudarme a comprender. Pinocho trata sobre la ortodoxia católica». Biffi creció como muchos otros niños italianos con la historia de Pinocho, y una vez adulto profundizó en ella. Y lo que descubrió fue que no contenía un mensaje ambiguo, ni tan siquiera moralista, sino que se trataba de un libro con un fuerte carácter católico. Todas estas impresiones las plasmó en una obra titulada, Contra Maese Cereza (Comentario teológico a las aventuras de Pinocho), de lectura muy recomendable, y que, por cierto, se encuentra editada en castellano por Didaskalos.

Y no es raro que esto sea así. El profesor Vigen Guroian nos lo explica:

«Collodi fue educado teológicamente, (…). Asistió a un seminario agustino en su juventud, y en Pinocho vertió motivos y temas de la Biblia, especialmente del Génesis y del Libro de Jonás, así como también de los Evangelios, como las parábolas, la historia del hijo pródigo, y los relatos de las apariciones de Jesús posteriores a su resurrección en el camino de Emaús y Galilea (…). Es más, Pinocho recapitula la historia de la pasión. Él efectivamente muere, y luego es llevado de nuevo a la vida. (…). Y también encontramos la esperanza de la salvación, y los sacramentos, el bautismo y la Eucaristía».

El filósofo Peter Kreeft, también es de esta opinión:

«Por naturaleza somos creados a imagen de Dios, o semejanza, así como una estatua se esculpe a la imagen del escultor, pero no tenemos la vida de Dios más que una estatua tiene la vida de su escultor. Lo que Cristo llamó “nacer de nuevo” (Juan 3,3) es como si una estatua adquiriera vida, para compartir no sólo la imagen y semejanza de su escultor, sino su vida misma. Como Pinocho, transformado de un muñeco de madera en un niño real, milagrosamente compartiendo la vida de un niño: pensando, actuando, hablando, jugando. En los términos de San Pablo, nuestro destino no será meramente “carne” (naturaleza humana) sino “espíritu”, que vive de la vida del Espíritu Santo. De acuerdo con la fórmula de San Agustín, el Espíritu Santo se convierte en la vida de nuestra alma, así como el alma es la vida de nuestro cuerpo».

Y es que, como resalta Biffi, al leer el libro no resulta difícil darse cuenta de ciertos paralelismos, imágenes y analogías que apuntan, todos ellos, en una cierta dirección. Y es de resaltar que tal percepción no se encuentra únicamente reservada para una mente cristiana.

Para empezar, Pinocho, no obstante nacer de un tronco de madera, está llamado a compartir la naturaleza de su padre Gepeto –que, sorprendentemente, lo llama desde un inicio hijo–, cosa que el protagonista logra al final de la historia cuando se convierte en un niño real. Para dicha transformación, Pinocho se va preparando a lo largo del relato, siempre con la ayuda imprescindible del Hada de cabellos azules, y azuzado sin cesar por un impulso interior que no le abandona. Un proceso transformador que lo vuelve más parecido a su creador, aproximándolo a él a través de algo sobrenatural (que podría asimilarse a la gracia) y del sufrimiento y la expiación. Se trata del regreso a la casa del padre del hijo pródigo. Y esta idea de la redención y de salvación, llega, sobrenaturalmente, desde lo alto, a través del personaje del Hada.

También encontramos en la historia a las fuerzas del mal en las figuras del Gato y el Zorro. Pero sobre todo, esta representación de la maldad está personificada en el hombrecito que les conduce al País de los juguetes, melifluo corruptor, como Satán, que de forma inquietante siempre permanece atento a hacer el mal:

«Todos duermen de noche, más yo no duermo nunca».

La obra se ocupa también del perturbador tema del mal interior. Pinocho siempre acaba eligiendo mal (abandona la escuela por el guiñol, la casa por el campo de los milagros con el gato y el zorro, y al Hada por el país de los juguetes), representando de esta manera a un ser herido por un pecado original que le impulsa a obrar erróneamente («no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero», Romanos, 7; 19).

Y, finalmente, encontramos en la historia el problema del libre albedrío; Pinocho permanece casi todo el relato como lo que aparenta ser: un juguete sujeto a hilos invisibles que determinan sus decisiones y hacen ilusoria su libertad, representados por sus apetitos y pasiones y por las tentaciones del mundo y de seres maléficos que le rondan para llevarlo a la perdición. Únicamente la consciencia de tener un padre le devuelve la libertad para llegar a ser quien estaba destinado a ser: hijo de su creador.

Como ven, todo un panorama de ideas católicas del que es difícil librarse. No obstante, se intenta, claro. Y así nos encontramos con esa reciente película, ya comentada. También contribuye a ello la difusión de esas lecturas ideológicas de las que les he hablado; e igualmente incide en esa labor de destrucción un nuevo enfoque del libro como una obra únicamente para adultos y que, según el New York Times of Books, «dramatiza un pesimismo irreverente y escéptico». Lo que hay que oír (o leer).

Pero, no hagan caso. Fíense ustedes de sus recuerdos infantiles. Pinocho es, como saben, un encuentro entre lo maravilloso y lo cotidiano que nuestros hijos no se deben perder. Porque, volviendo a monseñor Biffi, se trata de «un magnífico catecismo, apto tanto para niños como para adultos. Es la verdad católica que irrumpe disfrazada de cuento de hadas».

De 12 años en adelante.

4.01.23

Autoayuda en forma de libros (que no libros de autoayuda)

                      «El libro ilustrado». Obra de Eugenio Zampighi (1859-1944).

   

  

    

«En todo lo que se puede llamar arte hay una cualidad de redención».

 

Raymond Chandler

  

   

    

Hace unos días leía unos comentarios muy perspicaces sobre qué tipo de cosa es esto que estamos viviendo todos hoy. Creo que algunos se habían apercibido, hace ya algún tiempo, de que aquello a lo que parecemos asistir es, ni más ni menos, que a la debacle y derrumbe de lo que venía siendo llamado civilización occidental.

Porque lo cierto es que hace ya cierto tiempo que asistimos, asombrados, temerosos e inquietos unos pocos, y entusiasmados, embelesados y fascinados todos los demás, al ataque frontal que un desesperanzador nihilismo ha desatado contra esta, nuestra civilización. Esta última palabra, nihilismo, parece ya antigua y nos hace pensar en anarquistas decimonónicos tirando pequeñas bombas esféricas a monarcas desubicados. De hecho, la palabra nihilismo fue acuñada por Iván Turguénev en 1862, en su famosa novela Padres e hijos. Pero su significado, como «cualquier ideología o acción tendente a una destructividad indiscriminada», está muy de actualidad y excede de unos anarquistas trasnochados. No otra cosa es el ataque frontal de la modernidad contra la fe y la moral cristiana en estos últimos tiempos, a las que se trata de exterminar. Y este ataque llega de todas partes, no solo del poder político y de los medios de comunicación. También muchas universidades y gran parte de los académicos se han rendido a esa locura en la que la negación se convierte en un fin en sí misma.

Y el objetivo de ese furibundo ataque es esta nuestra cultura, la de nuestros padres y ancestros, una cultura que, por cierto, antaño solía denominarse cristiana. Y, por supuesto, el adjetivo cristiano que la acompaña no es casual. Porque es precisamente la parte cristiana de esa cultura aquello que quiere destruirse. Ocurre que esa obsesión anticristiana impide ver que, precisamente, los cimientos de nuestra civilización están ahí, en ese cristianismo que pretende hacerse desparecer. Lo cual convierte el proceso en un cúmulo de impulsos suicidas.

Y, precisamente, sobre cuáles son las características definitorias de estos impulsos contraculturales suicidas iban esos comentarios de los que les hablo. Y en medio de ellos, dos adjetivos destacaban sobre los demás: Fisiofobia, misofisia y, lo que Platón llamó, misología. Esto es, al parecer, lo que constituye el meollo de este movimiento, que es ya más que eso, que es quizá ya el espíritu de los tiempos.

La fisiofobia hace referencia etimológicamente, al miedo patológico, al pavor enfermizo a la naturaleza, es decir, a aquello que es, a lo que existe, a la realidad manifestada especialmente en la esencia o naturaleza de las cosas, encontrando como objetivo principal de esos temores y rechazos, sobre todo y especialmente, la naturaleza del hombre. A su vez, misofisia significa literalmente odio a la naturaleza, un odio muy vivo hoy en día, precisamente en los mismos sectores donde la fisiofobia es más endémica, que son cada vez más. El espíritu de estos tiempos es pues fisiofobo y misofico, es decir, hostil a los límites que establece en las cosas la naturaleza de las mismas. De ahí esa obsesión por borrar de una vez para siempre la naturaleza del hombre que se encuentra detrás del trasnhumanismo, la ideología de género y demás doctrinas perniciosas.

Por su parte, misología es un término filosófico introducido en su día por Platón a raíz de su enfrentamiento con los sofistas, con el cual el filósofo griego describía el desprecio hacia los razonamientos.

No me digan que no son acertados los adjetivos.

Además, se trata de dos posiciones que curiosamente se retroalimentan, pero que, al mismo tiempo y por la misma razón, se fagocitan y autodestruyen. Aunque, quizá el objetivo final que se persigue no sea otro que la destrucción. ¿No?

Así, la fisiofobia y la misofisia dificultan y rechazan el pensamiento racional, impidiendo cualquier incursión razonable sobre la realidad. Y, a su vez, la misología entorpece la percepción de la naturaleza y la realidad en general, ya que, dejando de lado a la razón, no podemos construir una concepción intelectual sobre el mundo, ni tampoco expresarla o comunicarla.

Y, aunque pueda sorprender a alguno, en medio de esta guerra (muy desigual para el cristiano, hay que decirlo), la literatura y en concreto, aquella que atañe a los niños y los jóvenes, adquiere una gran relevancia, tanto para unos (los agresores) como para los otros (los defensores). Pues a nadie se le escapa que estos niños y jóvenes de hoy serán los hombres del mañana, aquellos que más directamente tendrán que lidiar con esta decadencia. Y así, la formación y educación que reciban afectará decisivamente a sus vidas y al mundo en que vivan. Por esta razón, lo que sea su educación será uno de los campos de batalla de esta guerra, como de hecho lo es ya.

Por este motivo, algunos, como yo, creemos que la lectura de las buenas historias, relatos y poemas ayudará, aunque solo sea un poco, a tratar de defender y reconquistar esa, maltrecha y olvidada cultura cristiana.

La lectura de los buenos y grandes libros podría operar así como antídoto contra esas dos características disolventes de la modernidad a que acabo de referirme: la fisofobia, la misofisia y la misología.

¿Puede haber algo más conveniente para constatar la existencia de una constante e inmutable naturaleza humana, que ver en esas obras poéticas retratada, una y otra vez, con deleite goce unas veces o espeluznante inquietud otras, las virtudes y los vicios, los amores y los desamores, las esperanzas y los desesperos de tantos y tantos personajes?

¿Y qué puede haber más adecuado para desarrollar y ejercitar esa facultad tan especialmente nuestra como es la razón, que vernos, forzados inevitablemente unas veces, invitados graciosamente otras, a comprender lo leído o a reflexionar sobre ello, a fin de encajarlo en ese marco racional común en el que nos movemos?

O, ¿qué mejor estímulo puede haber para poner en marcha nuestra razón que vernos impulsados a contar a los demás, sean las excelencias, sean las deficiencias, de lo encontrado en los libros, llevándonos a reconstruir así, por medio de síntesis y crítica, lo que nos ha sido comunicado, para comunicarlo a su vez a otros, en una cadena de relaciones regidas por un discurso racional?

¿Qué es la literatura, y en especial la poesía, si no un fruto delicioso del espíritu humano, que trata de imitar, sea consciente o inconscientemente, aquello de lo que es imagen?

Escuchen lo que tiene que decir al cardenal Newman en su obra, Una idea de la Universidad (1852):

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia, y la sabiduría perpetuada, (…), si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Así que ya lo saben, en estos días de obsequios y presentes, y más teniendo muy cerca el día de Reyes, regalen, regalen libros, que son muy, pero que muy necesarios… Pero, no se limiten a regalarlos únicamente a los niños.