21.04.23

Gulliver y sus viajes


             «Gulliver y los liliputienses». Obra de Jehan Georges Vibert (1840-1902).

    

   

      

«La imaginación no puede concebir nada tan grande, sorprendente y asombroso».

Jorge Luis Borges

 

 
«Nadie puede desobedecer a la razón, sin renunciar a su afirmación de ser una criatura racional».

Jonathan Swift. Los viajes de Gulliver

   

   

      

Para los que mucho saben, no cabe duda alguna de que Los viajes de Gulliver (1726) constituye una sátira atroz del género humano; una que es particularmente radical, indiscriminada y violenta, y que parece dirigirse, más, a ese conjunto –en último término inescrutable– de seres humanos que es la denominada humanidad, que a lo único que el autor reconocía como salvable: cada ser humano concreto e individual. En todo caso, y como les comentaba en la última de las entradas, un libro en absoluto escrito para niños, y ni tan siquiera hecho pensando en los niños. Tanto es así, que en una famosa carta dirigida a su amigo, el poeta Alexander Pope, Swift confesaba que con sus Viajes pretendía atormentar al mundo en lugar de entretenerlo.

En los tres primeros libros, el irlandés ataca a los humanos por lo que hacen, y al final del Libro III y en la totalidad del Libro IV, los humanos son atacados por lo que son; pero el hecho es que Swift no deja de atacarlos, una y otra vez, a lo largo de todo el libro. Y es que la obra consta de cuatro partes, los cuatro viajes llevados a cabo por el náufrago protagonista Gulliver, a las tierras de los minúsculos liliputienses, al reino de los gigantes de Brobdingnag, al lugar llamado Laputa, habitado por fríos matemáticos y científicos, y al país de los filosóficos equinos houyhnhnms y unos embrutecidos humanos, llamados yahoos.

No obstante esto, el libro, como algunos otros, ha terminado siendo adoptado por los niños. Al respecto, Kipling sentenció que Swift había querido levantar un testimonio contra la humanidad y nos había dejado, sin embargo, un libro para niños. Pero esta apropiación no es plena. La imaginación infantil llevó a cabo una operación quirúrgica de selección, e hizo suya, casi para siempre, la visita del náufrago Gulliver a la isla de los diminutos liliputienses, y posteriormente al reino de los gigantes de Brobdingnag.

Aun así, cuando éramos niños y leímos Los viajes de Gulliver por vez primera (al igual que cuando lo lean nuestros hijos), nada sabíamos de toda esta complejidad, de esa colosal finalidad crítica. Nos quedamos con la capa más superficial de un libro más profundo, la más sencilla, la que hace uso de una imaginación audaz: esos viajes a países exóticos y extraños, a lugares maravillosos habitados por gigantes, enanos y caballos parlantes.

Lo cierto es que la mayoría de las ediciones de la obra en castellano se circunscriben a esas adaptaciones o mutilaciones dirigidas al público infantil (convenientemente expurgadas de ciertas inconveniencias y crudezas), siendo la que inaugura esta tradición, la publicada por Boix en Madrid en 1841, con el explícito título de El Gulliver de los niños, y que se ocupa, resumidamente, de los dos primeros viajes.

Pero, los otros dos viajes tampoco deben ser descuidados: al reino de Laputa (cuyo rey y corte solo se ocupa de las matemáticas mientras su pueblo muere de hambre) y al país de los houyhnhnms y los yahoos (donde los caballos son enaltecidos como razonadores y los hombres aparecen embrutecidos, tal cual bestias). El primero, a modo de advertencia al respecto de la ciencia endiosada y desconectada de la realidad, y el segundo, en forma de crítica irónica a la dificultad de los humanos para entenderse y comportarse de acuerdo con la razón. De la misma manera, de las dos primeras aventuras podría sacarse también alguna enseñanza, especialmente con relación a la conveniente perspectiva que deberíamos adoptar ante las personas y las cosas, tanto a las que se encuentran cerca de nosotros, como a las que se hallan lejos.

 

           «Gulliver y los sabios de Brobdingnag». Obra de Paul Gavarni (1804-1866). 

Se ha pensado que los escritos religiosos de Jonathan Swift y su obra, Los viajes de Gulliver, son irreconciliables, pero, al menos un par de eruditos como Anne Barbeau Gardiner e Irvin Ehrenpreis defienden, contra viento y marea, que la religión está presente en la historia. Obviamente, se trata del cristianismo, no en vano su autor fue deán de la catedral de san Patricio de Dublín. En este sentido, Barbeau Gardiner señala, de forma audaz, que, si bien el protagonista pasa de ser cristiano a ser ateo, la obra maestra de Swift es una meditación profundamente religiosa sobre el «misterio de la iniquidad» (Mateo, 24,12). Según ella, Swift defiende a la Iglesia con consumada ironía, utilizando precisamente la voz de un narrador irreligioso, del que se distancia. Lo cierto es que, la aparente impiedad de Gulliver parece empleada por el autor para fustigar el ateísmo. Como curiosidad, transcribo la opinión de fray Cosme Enríquez, unida al imprimátur otorgado a la primera edición de la obra del año 1803 en México:

«Sus ficciones, aunque chimericas, todas conducen al exercicio de la imaginación, y las satiras lleban consigo una moral arreglada; a más que dichas ficciones enseñan principios Phisicos y Philosoficos, que es la utilidad que en ellas se encuentra».

En todo caso, en otro aspecto, quizá en apariencia más superficial, la historia se acerca a los cuentos de hadas, en su función de medio dirigido a satisfacer en lo posible determinados anhelos humanos. Tolkien escribió al respecto lo siguiente:

«La magia de las hadas no es un fin en sí mismo, su virtud está en sus operaciones: entre ellas está la satisfacción de ciertos deseos humanos primordiales. Uno de estos deseos es explorar las profundidades del espacio y del tiempo. Otro es (como se verá) estar en comunión con otros seres vivos. Así pues, un cuento puede tratar de la satisfacción de estos deseos, con o sin la intervención de la máquina o de la magia, y en la medida en que lo consiga se acercará a la calidad y tendrá el sabor del cuento de hadas».

 

                              Ilustración de Joan Junceda Supervia (1881-1948).

Aquí no tenemos una representación de escenarios ni personajes alejados de nuestro mundo por un espacio o un tiempo mítico, pero sí vemos, al menos en los liliputienses y en los gigantes de Brobdingnag, sujetos asombrosos, y no solo a los ojos de los niños. La extremada pequeñez y el desmesurado tamaño siempre han sido fuente de atracción y fascinación para el hombre. ¿Qué ausencia tratan de colmar? Quizá no importe mucho el averiguarlo, sino ser conscientes de que constituyen un remedio o un bálsamo para el alma. Esto ocurre con esa visión –sin duda superficial, pero no obstante cautivadora–, de Gulliver y sus aventuras.

Por todo ello, dejen que sus hijos lean esta obra (aunque se trate para ellos de adaptaciones) y, de esta manera, que guarden para sí el asombro y el pasmo de esos mundos fantásticos ideados por el deán irlandés. Más adelante, quizá alguno vuelva y descubra en el libro original la profundidad de lo que quiso ser: una sátira feroz, pero, en cierto modo, caritativa en su intención, del ser humano y las sociedades en las que vive. Así, es posible que nuestros hijos y nosotros mismos, retengamos de este genio malhumorado, de pluma afilada, pero espíritu justiciero, algo más que un mero enriquecimiento de nuestro vocabulario; por muy divertida y cacofónica que pueda sonar la palabra liliputiense. Porque, como escribe Álvaro Cunqueiro, pocos son los que ha apreciado esta preocupación del escritor irlandés por el bienestar del hombre:

«Han sido los poetas como Yeats los que han advertido mejor la pasión swiftiana, su dolorido escepticismo, y la acritud de su combate por una sociedad más justa y más libre. Yeats había escrito un epitafio, que pudo haber ido muy bien a la lápida de su tumba:

Swift navega hacia el descanso.
La salvaje indignación
ya no puede lacerar su pecho.
Invítale si te es posible,
viajero mundano: él
sirvió a la humana libertad».

Y es que, el viejo Swift seguirá con su Gulliver gritando verdades sobre la naturaleza humana a través del tiempo. Algunas resuenan en nuestros días más que otras; quizá encuentren esta última que les cito muy de aplicación en nuestra patria hoy; tanto como la que encabeza este artículo:

«Has demostrado claramente que la ignorancia, la ociosidad y el vicio son los ingredientes adecuados para calificar a un legislador».

15.04.23

Obras maestras de la Literatura infantil y juvenil por accidente: deleitar, pero también instruir

                              «En su mundo». Obra de Morgan Weistling (1964-).


 

 

«Tolle lege, tolle lege».
San Agustín. Confesiones.

 

«Docere et delectare».
Horacio. Epístola a los Pisones.

 

 

Hay una extendida tesis entre los estudiosos de la literatura infantil y juvenil al respecto de cómo los niños se apoderan de obras creadas, en principio, para los adultos, y los efectos que este apoderamiento tiene sobre ellos. Una tesis aceptada, por cierto, con bastante uniformidad, aun cuando tenga posos –y algo más que posos–, de las progresistas y disolutorias ideas rousseaunianas.

La citada teoría parte de que los niños han sabido siempre quedarse con lo que más les ha interesado y/o gustado. Por ejemplo, se ha dicho –y con acierto–, que El Progreso del Peregrino de John Bunyan fue escrito como una guía espiritual para adultos; que el Robinson Crusoe de Defoe tenía el aire y el fondo de un sermón imprecatorio; que Los viajes de Gulliver de Swift debía ser un brillante monumento a la misantropía; que los Cuentos de Shakespeare de los Lamb eran la obra de un gran humorista y su hermana; que El Libro de los disparates de Lear fue el divertimento de un pintor sin éxito; y que los libros de Alicia de Carroll fueron la recreación de un tímido matemático. Lo cierto es que estas obras no se crearon pensando en un público infantil o juvenil (salvo, quizás, las Alicias). Más bien el genio de sus autores les jugó una pasada. Afortunadamente, en su beneficio y en el de todos, incluidos los niños.

Pues bien, sobre el señalado hecho, la tesis de marras sostiene sin ambages que cuando los niños se apoderan de esas historias, lo hacen despojándolas de cualquier intención moralizante o ejemplarizante que pudieran acompañarlas. Y que esto es algo bueno. De esta manera, se ha dicho que bajo la máscara del interés por la lectura existe un intento solapado de manipulación; que los autores pretenden perpetuarse formando y los padres afianzarse dirigiendo a quienes dependen de ellos. Y que ambas posturas suponen falta de respeto y temor a la libertad.

Me permito discrepar. Primero, dudo que exista una intención en los niños de despojar a tales libros de unas enseñanzas que, muchas veces, son imperceptibles para ellos. Segundo, aun cuando, intencionadamente o no, esos niños lectores tratasen de prescindir u obviar esa lectio, implícita, por otra parte, en la obra, ello sería una tarea estéril. La lectio está ahí y se trasmite. ¿Cómo y en qué medida? Depende del niño y de quien lo acompañe en la lectura. Además, no pienso que sea provechoso prescindir de las enseñanzas de virtud que, de forma artística y genial, algunos artistas hayan podido depositar en sus magnas obras. ¿Por qué habríamos de hacerlo o alentarlo, o siquiera alegrarnos de que eso pudiera suceder? No lo sé, o quizá sí lo sé. El caso es que un oscuro espíritu disolutorio y nihilista alienta siempre todas estas ideas, disfrazadas, como suele ocurrir, de dulces palabras, como libertad y respeto.

Obviamente, eliminar la diversión sería actuar en contra de toda la tradición literaria. A lo largo de toda la historia de la literatura, oral u escrita, vemos esta práctica. Comenzando con la famosa fórmula que, desde el eco de los siglos, nos sigue cantando el poeta romano Horacio («instruir deleitando»), o, incluso antes, con la ancestral costumbre de relatar historias maravillosas alrededor de la hoguera, pasando por el frontispicio de Santo Tomás Moro a su Utopía («Un manual verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido»), o por el didáctico verso de Wordsworth sobre lo que es poesía («las mejores palabras en el mejor orden»), y terminado por la no menos definitoria estrofa del también poeta Robert Frost de que «la poesía comienza en deleite y termina en sabiduría». Una alquimia del éxito literario que, podría decirse, se perfecciona, para todos los públicos, en autores como Miguel de Cervantes y William Shakespeare, en cuyas obras el lector a menudo no es consciente de la profundidad con la que ha sido instruido. Por otro lado, y en todo caso, sería un suicidio artístico prescindir de ese aspecto lúdico, y más en nuestros tiempos de entretenimiento y distracción.

Porque la lectura no solo puede llegar a ser un hábito virtuoso, sino que debe ser un placer. Leer, de por sí, es un acto voluntario como ninguno y placentero como no hay otro. Es decir, uno no lee por obligación, salvo que haya coerción, pero por la misma razón uno deja de leer en cuanto la coacción desaparece, salvo que entremedias…, aparezca el deleite; se lee por placer, básicamente, hay en la lectura un goce estético que actúa a modo de adictivo y que, una vez entra en nosotros, nos impide ya separarnos de los libros. Como escribió con acierto el francés Daniel Pennac: «El verbo leer no tolera el imperativo. Es una aversión que comparte con algunos otros verbos: amar…, soñar…».

Pero el leer buena literatura es también un instrumento poderoso para la educación. Y, por lo tanto, sería un error prescindir de él, vaciarlo de todo contenido instructivo y formativo. Salvo, claro está, que pensemos, como Rousseau y sus modernos adláteres, que los niños y los jóvenes no precisan de educación.

El santo cardenal Newman se dio cuenta de la bondad de la literatura como instrumento de educativo, y así nos dejó escrito lo siguiente:

«Incluso si pudiéramos hacerlo, incumpliríamos nuestro claro deber si dejáramos la literatura fuera de la educación (…). Porque preparamos a los jóvenes para el mundo (…). Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula (…). Sorprenderán a vuestros jóvenes (…) sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se le haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso». 

Ya antes, nuestro gran Cervantes estaba en ello, y en su Quijote nos dice que el fin es el que señala Horacio y, por lo tanto, que sin abandonar el entretenimiento, debe convivir con él la enseñanza. Pero, eso sí, siempre que se haga «con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad», pues, de esta manera, «sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que, después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente».

Y aún más remotamente, Joanot Martorell, en su Tirante el blanco, escribía en su prólogo que «es, pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida».

Pues, como dijo el gran Gómez Dávila, «leer es recibir un choque, es sentir un golpe, es hallar un obstáculo. Es sustituir a la ductilidad pasiva y perezosa de nuestro pensamiento, los inflexibles carriles de un pensamiento ajeno, concluido y duro».

Y para terminar, podríamos volver a Horacio y a su ars poetica contenida en la Epístola a los Pistones, pues en ella, el insigne romano nos sigue diciendo lo siguiente:

«El poeta que complace a todos es el que mezcla lo útil con lo dulce, divirtiendo e informando al lector simultáneamente».

Esto nos sigue sirviendo hoy. ¿Por qué una obra no ha de poder entrelazar la diversión y el interés con la instrucción y la formación? Si el autor goza del don de combinar, con presteza y arte, ambas cosas, bienvenido sea; ¡disfrutemos e instruyámonos, todo a un tiempo! Y dejemos que nuestros hijos lo hagan. Tales cosas se encuentra en obras como las citadas y muchas otras. ¡Alegrémonos, pues, de ello!

28.03.23

Más buenos libros sobre el bien pensar en los tiempos de la sinrazón

 «Platón medita ante la tumba de Sócrates». Grabado del XIX. Autor desconocido.

  

 

   

«Vamos, razonemos juntos».

Isaías, 1, 18

 

 

   

La necesidad de razonar es para el hombre algo con lo que viene de fábrica. Y la de razonar bien está íntimamente ligada con dos aspectos fundamentales de su existencia: su supervivencia y su trascendencia.

El primer aspecto pertenece al orden de lo natural, y el segundo al de lo sobrenatural. Uno, opera sobre la naturaleza, y el otro, se deja operar por la gracia. Pero ambos son necesarios, tanto para nuestro florecimiento como seres humanos, cuanto para poder completar el destino para el que se nos creó.

Y hoy, este aspecto del razonar bien, no solo se encuentra bastante descuidado (pensemos en los planes curriculares de enseñanza a que se ven sometidos nuestros chicos, con tantas competencias y habilidades huecas), sino que, a mayores, su correcto ejercicio se ha visto perturbado por una enfermedad, moral y cognitiva, que nos asola. Una dolencia no reconocida, que es desencadenada y promovida por una mezcolanza de tecnología digital, diluyente y fragmentadora del pensamiento, y una descomposición, moral y de costumbres, causada por delirios igualitarios y depravaciones sexuales por igual, que hacen que la razón se vuelva odiosa e intolerable, e incluso extraña, y que trae consigo un daño psicológico acumulativo. De esto ya les he hablado aquí.

Pero, quizá el ejemplo de asistir al ejercicio excelente de esa capacidad pueda ayudar, pues nos sigue moviendo la admiración, y seguimos creciendo como hombres con la imitación de aquellos a quienes admiramos. Así que, la emulación del excelso pensador puede llevarnos a una mejora en el desarrollo y práctica de nuestra innata capacidad para el uso de la razón.

Como ya comenté con ustedes en alguna ocasión, la literatura detectivesca es dónde se encuentra este buen uso de nuestra capacidad de razonar, mejor expuesto y de forma más atractiva. Así que, ahí van unas cuantas sugerencias más.

Antes de nada, he de advertir que no voy a hacer apología de la totalidad del género. Tras la segunda guerra mundial, la novela de detectives toma un nuevo rumbo; se hace más amarga, más ambigua y desencantada. El detective y el criminal se vinculan, se confunden, lo que hace que las acciones del primero sean técnicamente indistinguibles de las de su oponente criminal. El detective cree que para lograr sus fines, inicialmente correctos, de impartir justicia y desenmascarar al mal, valen cualesquiera medios. De esta manera, en las novelas de Mickey Spillane, Ian Fleming o Jim Thompson, la criminalidad es manifiesta, e incluso celebrada. Y aquellos que se resisten a esta ambigua moral se vuelven tan desencantados y escépticos que, poca y mala enseñanza pueden ofrecer, y pienso en tipos como el Lew Archer de Ross Macdonald, por ejemplo.

Por ello me voy a referir a otro tipo de investigador, más clásico, más aristotélico, y, por lo tanto, siempre de mano de la lógica, más firme en la verdad y la justicia.

Empezando por los más pequeños, dos series de títulos vienen a mi mente: Enciclopedia Brown, de Donald J. Sobol, y Los tres investigadores, de Robert Arthur Jr., y otros.

 

                                Algunas de las portadas, ilustradas por Badia-Camps.

 Bajo el nombre genérico de Enciclopedia Brown se presentan una serie de novelas cuyo protagonista es el niño detective de 10 años, Leroy Brown, apodado «Enciclopedia» por su gran inteligencia y vasta cultura. La serie se compone de 29 volúmenes, el primero publicado en 1963 y el último póstumamente en 2012, editados en España por Molino, y en cada uno de ellos se recogen diez breves casos, uno por capítulo.

Los misterios están destinados a ser resueltos por el joven lector, gracias a la colocación de una inconsistencia lógica o fáctica en algún momento del relato y la siembra de las pistas necesarias para la resolución del problema a lo largo del mismo, lo que ayuda a enganchar a los chicos y les entrena en la observación y el análisis. En todas las historias, Brown ayuda a su padre, el jefe de policía local, a resolver un crimen. Al final, Brown, su padre o su amiga Sally resuelven el caso exponiendo la referida inconsistencia, que se detalla en la sección Respuestas en las últimas páginas de cada libro.

Aunque se trate de una “chuche”, la serie gozó de cierto prestigio entre los escritores del género, recibiendo en el año 1976 el premio especial Edgar (en honor a Edgar Allan Poe, como el pionero en la novela de detectives) que otorga la Asociación Americana de Escritores de Misterio (Mystery Writers of America). Para lectores de 7 años en adelante.

 

                     Portadas de la runos títulos, ilustradas por Badia-Camps..

Los tres investigadores (título completo, Alfred Hitchcock y los tres investigadores) son Júpiter Jones, Peter Crenshaw y Bob Andrews, amigos y detectives aficionados de entre 13 y 14 años que se dedican a resolver los casos que se les presentan. Tienen su cuartel general en una antigua caravana, escondida entre montones de chatarra en un rincón apartado del depósito de chatarra de los tíos de Júpiter, conocido como el patio salvaje, en algún lugar de California. Sus casos suelen implicar la investigación de fenómenos desconcertantes y aparentemente misteriosos, o incluso sobrenaturales, pero que finalmente son resueltos por los protagonistas con la aplicación de la razón y la lógica, generalmente haciendo uso del principio de la navaja de Ockham: que la explicación más simple y racional debe preferirse a cualquier otra que requiera suposiciones adicionales o más complejas.

El autor, pensó que involucrar en el título y la presentación de las historias a una persona famosa como el director de cine Alfred Hitchcock llamaría la atención del público, y no estaba equivocado. La serie original está compuesta por 43 libros escritos entre 1964 y 1987, y ha sido publicada en España por la editorial Molino. Para lectores de 9 años en adelante.

Para lectores más avezados y maduros (de 14 en adelante) los comento algunos otros títulos. Me refiero a las novelas de la clásica y muy británica Patricia Wentworth, y las del curioso Michael Burt del que poco sabemos más allá de que es inglés, católico y lector de Chesterton. Burt me fue recomendado en su día por un amigo y comentador del blog, el Anónimo Normando, lo que le agradezco enormemente. Él califica sus novelas de «irresistibles», a causa de su «inteligente ingenuidad y frescura», lo que yo ratifico.

 

En los relatos de Patricia Wentworth, la protagonista es una de esas mujeres detectives aficionadas de la época dorada, de las que el paradigma es la señorita Marple, de Agatha Christie. En este caso, la señora, mejor dicho, señorita, se llama Maud Silver. Desaliñada, discreta y aprovechándose de los cotilleos, esta investigadora privada, antigua institutriz, aparece en 32 novelas, de las cuales se han publicado en castellano únicamente 6. (Los pendientes de la muerta, La casa fatal, Líneas de fuga, La daga de marfil, La colección Brading y El estanque en silencio). Al igual que su colega Marple, Silver usa su inteligencia y capacidad de observación, una naturaleza inquisitiva, y un excelente conocimiento de la naturaleza humana, para la resolución de crímenes. La serie es entretenida, con toques de humor y, a menudo, historias de amor que se entremezclan con el misterio, lo que acrecienta el atractivo, sobre todo para las jovencitas. Editada por Calleja, Novelas y Cuentos y más recientemente por Bruguera. Para lectores de 14 en adelante.

 

 

Michael Burt viene de la mano de Jorge Luis Borges y su amigo Bioy Casares, pues el británico es uno de los autores incluidos en su famosa, y ya mítica, colección, El Séptimo Círculo. En ella podemos encontrar editadas tres de sus novelas: El caso de la joven alocada (1946), El caso del jesuita risueño (1948), y El caso de las trompetas celestiales (1950). Como adivinarán, se trata de un autor que mezcla el misterio detectivesco con la razón, tanto filosófica como teológica, con la presencia de demonios, brujas y otros seres descarriados, y lo hace de mano de su protagonista, el escritor de novelas policíacas, Roger Poyning, siempre con su conspicua barba y su bicicleta. Para muestra, un botón. En El caso de la joven alocada, comienza la novela con una nota de advertencia que dice así:

«NOTA: Con la posible excepción del Diablo, todos los personajes son completamente ficticios».

 

 

Y, para terminar, como corolario, y sin dejar la sobrenaturalidad y la teología, les hablo de un libro de relatos de misterio escrito por un sacerdote. No, no son los relatos escritos por monseñor Ronald Knox, uno de los fundadores del Detection Club, una sociedad literaria en la que figuraban escritores legendarios del género como Agatha Christie, Dorothy Sayers, G. K. Chesterton y E. C. Bentley, y que, además, fue quien elaboró lo que se tiene como las 10 reglas básicas de todo relato detectivesco (desgraciadamente, creo que ninguno de sus relatos o novelas, entre las que destacan, The Viaduct Murder, Double Cross Purposes, o Still Dead, han sido traducidos al castellano). No, me refiero a otro sacerdote católico, también británico, también converso. Hablo de Robert Hugh Benson y su obra, Historias sobrenaturales, publicada recientemente por BAC, y que recoge dos de sus libros de relatos, La Invisible Luz y El espejo de Shalott. El primero de ellos se publicó también hace unos años por la editorial Trébedes.

No se tratan, propiamente, de historias detectivescas, cierto, pero dado que la razón no puede contradecirse con la Fe, estos cuentos de Benson vienen al caso, al tratar de conjugar lo que en apariencia no parece conjugable, al mostrarse, en principio, incompresible a los ojos de la mera razón. Pero, lo espiritual está ahí y, si bien su aceptación ha de llevarse a cabo por medio de la fe, ello no significa que sea del todo irracional: hay una comprensibilidad que escapan a las reglas físicas y matemáticas de nuestra ciencia moderna, pero que es también conocimiento y razón. No pueden, por tanto, entenderse estos cuentos meramente como entretenimientos de pura fantasía; no buscan ni el estremecimiento ni el pavor, sino más bien dar un testimonio de fe. Dice así el autor: «el Eterno se manifiesta a sí mismo en términos de espacio y tiempo», por lo tanto, nada ha de tener de extraño que «el mundo «espiritual» y los personajes que lo habitan se expresen algunas veces de la misma manera que lo hace su Creador».

El marco en el que se desarrollan las historias de ambos libros es similar. En el primero de ellos, La Invisible Luz, un visitante se encuentra con un viejo sacerdote quien, en el crepúsculo de sus años, le cuenta historias de su vida. El segundo, El Espejo de Shalott, se sitúa en Roma, donde varios sacerdotes, para entretenerse, se cuentan entre sí experiencias pasadas. Todos estos sacerdotes poseen una visión de lo preternatural que les permite vislumbrar la realidad paralela e invisible que nos rodea; un mundo que está ahí, al alcance de la mano, aunque pase desapercibido para la mayoría.

Benson escribe estos cuentos como si fueran sucesos cotidianos, siendo esta misma mundanidad la que nos muestra que el autor realmente no está tratando de desencadenar terror o miedo en sus lectores, sino una mejor comprensión –a través de la razón–, de eso que el cardenal Newman llamó mundo invisible, aunque manteniendo siempre el aura de misterio que le es propia.

Para chicos de 14 años en adelante.


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21.03.23

Otra vez la naturaleza: Félix Salten, René Guillot y Miguel Martín Fernández de Velasco

                       «Hacia el cielo». Obra de Julia Sanmartin Sesmero (2006-).

   

    

«Los cielos declaran la gloria de Dios; los cielos proclaman el trabajo de sus manos. Día tras día pronuncian palabras; noche tras noche muestran conocimiento».

Salmo 19, 1-2.

  

«Quiero que la creación te llene de tanta admiración, de tal manera que en cualquier lugar donde sea que te encuentres, la planta más pequeña pueda traerte el claro recuerdo del Creador».

San Basilio

   

    

Decía san Agustín que las criaturas individuales, tanto en sí mismas como en cuanto parte del universo (incluidos nosotros, los hombres), están ordenadas a la gloria y alabanza de Dios, como creador del mundo. Este es el principio básico de la concepción cristiana del mundo que llamamos natural, del orden creado que nos es visible.

Y, por voluntad divina, para el cristiano todas las cosas de este mundo natural están sujetas al hombre, como culmen de la creación; pues entregó Dios al hombre el señorío sobre la creación visible, y ello aun cuando, por causa de la caída, este privilegio se haya trocado en duro trabajo. Y así, esta sujeción tiene por causa, como nos dice santo Tomás de Aquino, un servicio a su bienestar, tanto material como espiritual.

Pero, este servicio, según san Agustín, debe medirse por la necesidad humana y no por el capricho humano. Porque, aun cuando el hombre pueda ser el pináculo de la creación, todas las demás criaturas de los reinos vegetal y animal, incluso las rocas y los minerales, tienen una perfección propia y reflejan de alguna forma la infinita sabiduría y bondad de Dios. Por eso el hombre debe servirse de ellas –como es voluntad del Creador–, pero respetando ese orden y conservándolo tal y como fué creado.

Y hoy, sin duda alguna, tenemos muy presente ese servicio en lo que respecta a lo material. Pero, como dice el doctor Angélico, existe otra relación del hombre con lo creado que atiende a lo espiritual; una relación que tiene que ver con el asombro y el agradecimiento, y a través ellos, con la contemplación y con la adoración.

Este asombro agradecido al que me refiero va más allá de una pura consideración estética, como cuando admiramos un hermoso cuadro. Es, más bien, la visión privilegiada de un misterio; un fugaz alumbramiento de lo que podría haber sido ese estado sobrenaturalmente dotado, en el que la relación entre el hombre y el resto de la creación aún no se había fracturado, y de los efectos que esta visión causa en nosotros. Por lo tanto, hablo de algo efímero y deficiente. Es únicamente un destello, pero su intensidad es tal que nos estremece y nos hace enmudecer, deseando más. Y así, nos ayuda a avanzar en el conocimiento de lo que es divino, en la medida en que el hombre «percibe las cosas invisibles de Dios a través de las cosas creadas». Porque, tal y como dice el Aquinate, nuestra percepción de la belleza y el orden de los seres creados está destinada en última instancia a llevarnos a amar y alabar a Dios.

Todo lo que acabo de comentar apunta a una relación entre el hombre y el universo muy diferente de la histeria ecologista, androfóbica y suicida que trata de apoderarse de nuestras mentes, sobre todo las de los más jóvenes.

Un enfoque este que encierra en su interior su propia contradicción. Por un lado, se nos dice que hay que amar a la naturaleza, que hay que proteger al planeta en su condición natural y propia, y que hay que hacer lo que sea para ello, incluso negar nuestro propio bienestar. Pero, a un tiempo, se trabaja para que todos, y en especial los jóvenes, se sumerjan en lo artificial, en esa existencia, antinatural como ninguna, que es lo virtual. Y, más aún: se ataca a la naturaleza en ciertos aspectos, como son el sexual, que se trata de alterar y subvertir.

De esta forma, tenemos por un lado una reacción de repulsa ante lo que es natural (lo que es real), que es odiado, combatido, y que se trata de destruir. Y por otro, se lanzan sollozos y aullidos de angustia y pena sobre un presunto maltrato de lo natural: que si el planeta agoniza, que si la emergencia climática, que si el equilibrio ecológico, etc… En suma, confusión, contradicción y manipulación. Eso es lo que esconde la ecología moderna.

Este encuadre, irreal y absurdo, para colmo, nada nos dice sobre la razón de ese orden creado de la naturaleza: el porqué de los océanos, de las altas cumbres, de los tornados y las suaves lluvias de otoño; el porqué de las estaciones, de los días y las noches y su cadencia imperturbable; y, sobre todo, el porqué de nosotros mismos. Y así, sin el conocimiento de tal propósito, resulta difícil saber por qué tendríamos que tratar bien aquello que nos rodea, más allá de nuestra pura supervivencia, contingente y sin sentido alguno. ¿Por qué habríamos de molestarnos en hacer algo?

Parece, entonces, que lo procedente será averiguar el propósito de tal orden natural, y así, quizá así, no solo descubramos que lo procedente es tratarlo con cuidado y respeto, sino igualmente porqué habremos de tratarlo así.

Hay, por tanto, una alternativa a esa perspectiva moderna de la ecología. Una relación con el orden natural creado más sana y más profunda, y también más significativa: la visión cristiana. Eso, y no otra cosa, es lo que debemos enseñar a nuestros hijos. El poeta romántico alemán, Hölderlin, lo intuyó, aunque confusamente:

«Yo fui educado
Por el murmullo armonioso del bosque,
Y aprendí a querer
Entre las flores».

Ya les hablé de estas cosas y de los libros que pueden ayudar a rescatar esta visión en otras entradas. Hoy sigo en esa senda y les propongo unos cuantos títulos más.

 

Bambi. Historia de una vida en el bosque, (1923), de Félix Salten. 

                   «El rey del bosque». Obra de Julia Sanmartin Sesmero (2006-).

Relato sobre la vida de un pequeño cervatillo desde su nacimiento hasta que alcanza su mayoría de edad, muy distinto de la tierna y meliflua historia contada por Walt Disney en su animación cinematográfica. El libro es un drama que semeja las novelas de crecimiento, si bien a diferencia de estas, el protagonista es un animal (y así, el autor nos presenta a todos los seres vivos del bosque humanizados). Por su profundidad y delicadeza pocas historias de animales pueden comparársele. Félix Salten describe esta historia de maduración de un joven ciervo en modo poético y, como señala en su prólogo John Galsworthy, «deja entrever que siente profundamente la naturaleza y ama a los animales. Y aunque, por regla general, no me gusta el método que pone palabras humanas en boca de criaturas mudas, el triunfo de este libro está en que, detrás de la conversación, uno siente las sensaciones reales de las criaturas que hablan. Clara e iluminadora, y en algunos lugares muy conmovedora, es una pequeña obra maestra».

Hay dos temas principales en la novela: el ya señalado de una historia de crecimiento que relata el paso de la infancia a la adultez y todo lo que ello supone, y la relación entre el mundo natural, representado por los animales y el bosque, y el hombre. Ello hace que la obra muestre, tanto un tono alegre y esperanzador como, en ocasiones, un tono más sombrío.

Existe una segunda parte de la historia, titulada, Los hijos de Bambi: Historia de una familia del bosque (1939), que narra la niñez de los hijos gemelos de Bambi y Falina y como llegan a la adultez, un libro, según mis hijas, quizá más sueve y menos crudo que el primero.

 

Crin Blanca (1959), de René Guillot

                      «Corcel brioso». Obra de Julia Sanmartin Sesmero (2006-).

Guillot es el único escritor francés galardonado con el premio Andersen (1964). Sus numerosos libros sobre animales han ganado prestigio y fama fuera de su país. De hecho, ha sido traducido al castellano en numerosas ocasiones. Por ejemplo, la editorial Molino ha publicado obras como Sirga, la leona, El señor de los elefantes, o El príncipe de la jungla. Todas estas obras rezuman un profundo conocimiento de aquello sobre lo que tratan, el mundo salvaje, no en vano Guillot vivió en África durante más de veinte años. Pero el relato al que voy a referirme hoy se desarrolla lejos de los exóticos paisajes en los que suelen tener lugar sus historias. Se titula Crin Blanca y, como su título deja adivinar, trata sobre un caballo. La historia tiene lugar en el corazón de la comarca francesa de la Camarga, en medio de sus marismas, y sus protagonistas son Folco, un niño de 12 años y Crin Blanca, un joven potro salvaje. Entre ambos se forja una amistad fuerte y profunda. Pero los ladrones de caballos rondan la noche y codician al hermoso potro. Ello lleva a Folco a intervenir a fin de preservar la libertad de su amigo y protegerlo del peligro que representan los cuatreros. Una conmovedora historia sobre la amistad y la confianza y sobre la relación del hombre y los animales, lo que esta última trae consigo y lo que sucede cuando se pierde, e incluso, lo que podría acontecer después.

La breve novela está basada en la película de Albert Lamorisse, del mismo título, Crin-Blanc (1952), un film igualmente recomendable, que ha recibido críticas muy elogiosas y que también encantará a sus hijos.

  

Peñagrande (1977), de Miguel Martín Fernández de Velasco

                         «El coloso». Obra de Julia Sanmartin Sesmero (2006-).

El autor ha recibido algunos de los galardones nacionales más significativos dentro del campo de la literatura infantil y juvenil: en 1983 fue Premio Lazarillo por su obra Pabluras, galardón del que fue finalista en 1987 por su continuación, Pabluras y Gris, ambos libros muy estimables que relatan la relación de un joven pastor y un lobo. Como él mismo se autodefinió poéticamente, «soy pescador, cetrero, zahorí,/naturalista, agricultor y ganadero/(de cada cosa, claro, un tanto baladí),/genetista, arqueólogo, montero,/novelista, poeta, alarife, torero,/gerente sin empleo: Soy así». En lo que nos interesa, se trata de un novelista que habla de la naturaleza con conocimiento de causa, porque, como nos dice, fue naturalista, agricultor y ganadero, pescador, cetrero y montero. La novela relata la relación de amistad entre un furtivo bueno y un oso pardo, con el paisaje de fondo de las montañas cántabras; una extraordinaria, dificultosa y enriquecedora amistad.

«Me hice acompañar de la Nela (la perrilla del furtivo) cada día en adelante y, para fines de septiembre, a fuerza de verse y, sobre todo, de comer una junto al otro, (la perrilla y el oso) llegaron a un entendimiento. Si me sentaba en una peña, era de ver cómo cada uno de ellos posaba la cabeza sobre una de mis rodillas y se sentaban tan tranquilos, hocico contra hocico, disimulando lo que pudiera quedar entre ellos de celillos».

La novela, en palabras del maestro Delibes, es «uno de los libros más hermosos escrito en castellano en el último cuarto del siglo XX», tanto es así que, en su carta/prólogo al libro, concluye: «Si quieres a alguien de verdad, regálale Peñagrande».

Sin embargo, a pesar de la bondad de estos y otros libros, como sabemos, la poesía, el arte y la música no pueden sustituir la experiencia directa de las cosas.

La literatura, como todo arte, no es sino una imitación de la vida. Pero, como dijo el poeta Shelley, una imitación que «levanta el velo que cubre la belleza oculta del mundo», y así, nos revela un mundo que proclama la gloria de Dios y que, como nos recuerda el santo cardenal Newman, guarda «el poder y la virtud oculta en las cosas que se ven y que por la voluntad de Dios se manifiestan».

De esta manera, los libros habrán de limitarse a ser puertas y ventanas (incluso, guías o mapas morales y estéticos) que, al acercarnos a tal realidad, quizá puedan ayudarnos a experimentar ese conocimiento.

Pero, es la presencia de las cosas mismas lo que primero despierta en el hombre el poder cognitivo y la emoción apropiada al caso, el asombro. Dado que no somos intelectos puros, sino enraizados en un cuerpo, son los sentidos los que nos proporcionan el primer y fundamental contacto con lo real.

Ese es el verdadero conocimiento poético, por connaturalidad con las cosas reales, también hoy tremendamente socavado por la tecnología.

Dejemos, por tanto, que nuestros chicos, sin dejar de leer esos buenos libros, se relacionen también a la naturaleza, que tengan un contacto directo con ella, y la admiren, y se asombren, y así se acerquen, aun cuando solo sea un poco, al destino que les espera más allá de las estrellas.

¡Alégrate de la vida!
Porque te da la oportunidad
De amar y trabajar,
Y jugar, y mirar a las estrellas.

Henry Van Dyke

 

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16.03.23

De nuevo, la figura del padre

             «Padre e hijo sobre un carro de heno». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

  

  

«Se encontrará que casi todos los hombres … tienen … algún héroe u otro hombre admirable, vivo o muerto, … cuyo carácter intentan asumir y cuyas actuaciones trabajan por igualar. Cuando el original es bien elegido y copiado juiciosamente, el imitador llega a excelencias que nunca podría haber alcanzado sin esta dirección».

Samuel Johnson



«La mejor manera de formar a los jóvenes es formarse uno mismo al mismo tiempo; no para amonestarlos, sino para que nunca se les vea haciendo aquello de lo que les amonestarías».

Platón



«También el padre será mucho mejor al enseñar estos principios y educándose a sí mismo. Porque, si no por otro motivo, siquiera por no echar a perder su ejemplo, se hará mejor».

San Juan Crisóstomo

  

  

La sentencia juiciosa del Dr. Johnson (como casi todas las suyas), nos presenta ante una característica innata de la naturaleza humana: el impulso de imitar y, por lo tanto, la necesidad de buscar un modelo al que emular. Lo queramos o no, y desde nuestros más tiernos años, imitamos, y es esta imitación el primero y más sólido mecanismo de nuestro aprendizaje.

Por ello, se manifiesta como decisivo para el futuro de todo hombre encontrar modelos a los que seguir y que estos sean los adecuados. A esto se refiere la acertada sentencia de Platón que preside este escrito.

Por eso, quienes sean los referentes de nuestros hijos se revela como una cuestión capital. Como dice el Dr. Johnson «cuando el original es bien elegido y copiado juiciosamente, el imitador llega a excelencias que nunca podría haber alcanzado sin esta dirección», pero cuando no lo es…, cuando no lo es, el hombre camina hacia su decadencia y perdición.

Y el primer modelo con el que nos encontramos en nuestras vidas es el de los padres. Por ello, todo progenitor debe ser consciente de la importancia de su propia conducta, ya que, un día, sus hijos seguirán más probablemente su ejemplo que su consejo.

Pero los padres debemos suministrar a nuestros hijos algo más; no solo el ejemplo cotidiano de nuestra conducta —tarea ya de por sí exigente—, sino también, y al mismo tiempo, deberemos acompañar su desarrollo de lo mejor que podamos darles o mostrarles de otros. Esta doble labor ejemplificadora es una de las más nobles tareas de los padres y, bien llevada, suele ser fuente de frutos estimables.

Quizá por ello, la paternidad en general y la figura del padre en particular, están siendo sometidas hoy a un persistente asalto, con el objetivo de hacerlas desaparecer, o de distorsionarlas de tal modo que pierdan su esencia, buscando afanosamente esas perniciosas consecuencias antes comentadas.

Porque, muchos, entre los que me incluyo, creemos que ser padre es algo inexorablemente unido a la condición de hombre, y que, consecuentemente, está en la naturaleza de los hombres el convertirse en padres. Por esta razón, es bueno para nosotros ser buenos padres, y malo el no serlo.

Ahora bien, frente a la tremenda ofensiva que hoy padecemos («los niños no pertenecen a los padres de ninguna manera»), quizá podríamos acudir en busca de ayuda a Tomás.

Seguramente, el doctor Angélico nos diría que, dado que es bueno para un padre mantener y cuidar de sus hijos, y puesto que estamos obligados a hacer aquello que nos es de provecho, ser buenos padres es una de nuestras obligaciones naturales. Del mismo modo, nos seguiría diciendo, dada la necesidad de instrucción y disciplina con que nacen los niños, es de su interés el obedecer y respetar a sus padres, y, en consecuencia, es su obligación natural el hacerlo. Pero, como también nos recordaría, la obligación de una persona hacia otra implica el nacimiento de un derecho de esta última frente a la primera. De esta manera, continuaría el Aquinate, los niños tienen derecho a ser atendidos, cuidados y formados de la mejor manera por sus padres, y, en correspondencia, estos ostentan el derecho a ser obedecidos y respetados por aquellos. Como consecuencia de todo ello, Aquino terminaría diciéndonos que, tales derechos, al nacer de obligaciones naturales, son igualmente naturales, razón por la cual son inviolables e inamovibles, al no encontrarse su origen en ninguna convención humana (y, por tanto, bajo la espada de Damocles de su supresión o modificación por los hombres), sino en nuestra propia naturaleza.

Por todo ello, concluiría nuestro santo, para nuestro florecimiento como personas y para el de nuestros chicos, es necesario que, una vez tengamos descendencia, unos seamos buenos padres, y, los otros, buenos hijos.

Pero hoy me centraré únicamente en la que, a día de hoy, es una de las partes más débiles de la célula familiar. Voy a hablar del padre; no de la madre ni de los hijos, sino solo del padre, como una figura a extinguir, acusada de ser el epítome de lo masculino y la máxima expresión del odiado patriarcado.

Es verdad que los padres de hoy en día –los que están presentes y ejercen– se implican más en el cuidado de los hijos que las generaciones que les precedieron. Sin embargo, la paradoja radica en que, de igual forma, la ausencia del padre en la vida de sus hijos es un hecho más y más frecuente. Hay cada vez menos padres presentes y ejercientes que, además, se ausentan mucho antes de desaparecer físicamente de escena. Su presencia empieza a diluirse en cuanto olvidan la vocación que les es propia. ¿Quizá porque, tanto la condición de padre como la condición de hombre no son hoy muy queridas? ¿O, porque faltan modelos de aquello que ha de ser un buen padre? Lo cierto es que, los pocos padres implicados que hay no compensan la ausencia masiva de todos los demás (sea esta física, sea espiritual, emotiva o moral).

Este declive de la paternidad –y de nuestra comprensión de lo que significa– constituye un gravísimo problema.

Frente ello; frente a esa irracional tendencia destructiva y desincentivadora, creo firmemente que llegar a ser un buen padre es de las mejores cosas que un hombre puede aspirar a ser, y de las más exigentes también: un patriarca, un líder, un ejemplo, un confidente, un maestro, un héroe, un amigo… un padre es todo eso y algo más, algo indefinible que da unidad a todo lo anterior y que se llama amor. Como alguien dijo una vez, y no se equivocaba, los padres son hombres simples y comunes, convertidos por amor en héroes, aventureros, guerreros, poetas y cantores.

Pero, si queremos restaurar la paternidad a su estado original, no podemos olvidar que se encuentra indefectiblemente unida a la concepción –hoy también malherida– de la masculinidad. Una y otra son inseparables.

Y hoy día, la concepcción de la masculinidad oscila entre dos extremos, ambos perniciosos. Por un lado, el que ve a los hombres como seres confusos, diluidos, débiles, que han abandonado aquello que constituye su natural identidad: procrear, proveer y proteger, y como corolario de todo ello, educar. Y, por otro, el que los presenta prepotentes y vanidosos, ansiosos buscadores de sexo (desligado de la procreación), poder y dinero, cuanto más mejor, y si es con el menor de los compromisos y esfuerzos, mejor todavía.

Pero esto no es masculinidad, ni obviamente paternidad. Ni la debilidad, ni la supuesta sensibilidad, ni la promiscuidad, ni el dinero, ni el poder hacen a un hombre.

Los hombres de verdad no son dominadores, tiranos u opresores, así como tampoco débiles y sumisos, son otra cosa, son servidores. Ponen humildemente su fuerza, su ferocidad, su brío, su habilidad, su inteligencia y su poder al servicio de algo mayor que ellos y sus deseos. Y la construcción y el mantenimiento de una familia es la más grande de las empresas que un hombre pueda llegar a emprender. Aquello que le pone a prueba y nos da su medida.

El hombre está al servicio de su familia, de su mujer y de sus hijos, con las funciones que he mencionado de procrear, proveer, proteger, y educar. Ese es el verdadero significado de la paternidad. Y, si los niños no son testigos de este tipo de entrega y de servicio, tengan por seguro que crecerán huérfanos en algún sentido, llenos de confusión y de desorden en sus mentes y sus corazones. Necesitamos a padres que críen a sus hijos «en la decencia y el honor», como versó el poeta escocés Robert Burns.

Pero, como todos sabemos, ser padre es una cosa y ser un buen padre otra que está más allá de nuestras fuerzas. Por ello, como siempre, tendremos que pedir ayuda. Pensando en eso el poeta norteamericano Douglas Malloch, escribió:

«Padre de padres, hazme ser uno,
Un ejemplo digno para un hijo».

Aun así, en la parte que nos toca, por pequeña que esta sea, todos debemos empeñarnos en esta restauración, en este rescate. Incluso aquellos que no son ni serán nunca padres, tienen la obligación de no dejar a los que lo son (y a aquellos que podrán llegar a serlo) abandonados a su suerte. Deben intentar rescatarlos de su ostracismo y de su olvido, como Eneas rescató a su padre de la destrucción de Troya.

Y una parte importante de esta labor de restauración es convencernos de nuevo de que los padres son insustituibles y necesarios: porque proporcionan protección y seguridad (aunque esta labor hoy sea hoy poco reconocida y comprendida, al menos en el mundo occidental), porque proveen a las necesidades familiares (aunque ahora esta sea una función compartida en muchos hogares) y porque, como trato de resaltar aquí, muestran a los hijos modelos y guías de conducta masculinos, diferentes y complementarios a los de las madres. Los padres tienen un estilo de crianza significativamente diferente al de las madres, pero igualmente necesario, y si falta, el niño, muy probablemente, se resentirá durante toda su vida.

Y en la literatura, en la buena y la grande, podremos encontrar una ayuda para esta restauración. Ya les he comentado algunos de esos libros, pero habrá otros que pasaré a comentar en futuras entradas. Cierto que no se trata más que de historias, pero tengan por seguro que podrán ayudar a los chicos, brindándoles ejemplos de simples, pero buenos hombres, que en su función paternal podrán enseñarles a ser buenos padres.

Por último, los que somos padres, no debemos olvidar que esa función, ese destino, ese encargo que se nos hace y sobre el que se nos pedirá cuentas, es virtuoso en sí mismo, ya que está también concebido, como dije antes, para nuestro bien, y no solo para el de nuestros hijos. Los hijos son una bendición y nos transforman profundamente (a eso se refiere, en parte, la sentencia de san Juan Crisóstomo del inicio). En palabras del filósofo tomista J. Budziszewski:

«La descendencia nos convierte; nos obliga a convertirnos en seres diferentes. No hay manera de prepararse completamente para ello. Los niños llegan a nuestras vidas, ensucian sus pañales, alteran todos nuestros cómodos arreglos, y nadie sabe cómo van a resultar finalmente. De repente, nos sacan de nuestros hábitos complacientes y nos obligan a vivir fuera de nosotros mismos; son la continuación necesaria y natural de esa sacudida a nuestro egoísmo que inicia el propio matrimonio».

Pero, como sigue diciendo Budziszewski, «recibir esta gran bendición requiere valor». Así que, ya lo saben padres, armémonos de valor, pongámonos en marcha y preparémonos para la batalla. ¿Y, dónde tiene lugar esta? Primero, en nuestra alma, pero también en el alma de nuestros hijos. Así que, como nos dice el Apóstol, «vistámonos las armas de luz» y, con coraje, vayamos a su encuentro.

 

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