22.11.23

Y seguimos con la educación (I): ¿Qué habremos de mostrarles?

                            «Una escuela rural». Norman Rockwell (1894-1978).
 
  
   
  

«La única educación eterna es esta: estar lo bastante seguro de una cosa para decírsela a un niño».

Gilbert Keith Chesterton

  


«No enseñéis a los niños nada de lo que no estéis seguros. Mejor que ignoren mil veces a que conozcan una mentira».

John Ruskin

   

  

  

Como acabamos de ver, Chesterton pensaba que para educar a un niño hay que estar seguro de lo que se le enseña. A la misma idea apunta la otra frase, suscrita por John Ruskin. Ambas frases están tan empapadas de sentido común, que no creo que haga falta profundizar demasiado en ello.

Sin embargo, hoy, muchos niños crecen en una concepción borrosa y confusa sobre lo que son las cosas: sobre qué es el bien y qué es el mal, sobre qué es la belleza y qué es la fealdad, sobre qué es el error y qué es la verdad. Creen que existe un lugar en el que puede encontrarse una cosa y la contraria, y que depende de cada hombre optar por una u otra, en función de su conveniencia o, incluso, de su sentimiento o sensación.

Y no es que ese estado de desorientación sea una aberración. No, ciertamente. No solo es el propio de su característico estado de inmadurez, sino que quizá también sea, la expresión de una naturaleza, de la propia naturaleza humana. El hombre es un ser dónde se encarna esta idea. Un ser herido y propenso a la confusión y al error. Se trata, pues, de una idea que responde a una realidad.

Pero ocurre que esta idea solo puede asimilarse en su correcto significado y trascendencia cuando uno es ya adulto y ha alcanzado su madurez (y, aun así, no siempre, como vemos hoy). Antes de haber alcanzado ese estado, el trato con ella es fuente de una mayor, sí cabe, confusión y desorientación, generando un círculo vicioso de error.

Por ello es algo terrible que hoy se trate con denuedo de inculcar en los niños esta incertidumbre y confusionismo. Hay numerosos estudios que apuntan a un escenario inquietante en el que nuestros niños vagan como perdidos.

Pero esto no es fruto de la casualidad; es el reflejo de la ideología que se les quiere inculcar, con promoción de normas poco claras e indefinidas sobre lo que es bueno y lo que es malo, y sobre lo que es cierto y lo que no, y con la normalización de un tipo humano descafeinado e indefinido que encarna todas esas ideas y sus contrarias, e incluso, las altera y modifica a su capricho.

Y el primer paso en esta dirección, el primer objetivo, intencionado y perturbador, de este espíritu nihilista, es destruir la forma en que, tradicionalmente, los seres humanos civilizados hemos venido tratando a los niños en una sociedad sana. Protegemos su inocencia y los preparamos para la vida adulta, transmitiéndoles, gradualmente y a su debido tiempo, tradiciones y sabiduría, haciéndoles partícipes de aquello de lo que, en lo posible, estamos seguros, como decían Ruskin y Chesterton.

Y a esta labor de subversión y destrucción es a lo que se están dedicando muchas escuelas hoy en día, impulsadas por una agenda ideológica proveniente de atalayas mediáticas, consejos de ministros y consejos de administración, y donde destaca, especialmente, la obliteración y destrucción de esta inocencia infantil a través del adoctrinamiento sexual y la denominada ideología de género.

Incluso en el ámbito de la literatura pueden rastrearse conductas tendentes a materializar esa ingeniería social transformadora de la infancia, por ejemplo:

-En las relecturas y reinterpretaciones de los cuentos tradicionales, e incluso en las nuevas historias que involucran a viejos héroes, transmutándolos hasta casi hacerlos desconocidos.

-En las conmutaciones que en las modernas narraciones han sufrido y siguen sufriendo los conceptos de bien y mal, o en la indefinición sobre qué conductas morales se consideran justas y cuáles injustas, con la preponderancia de una filosofía moral utilitarista y otra relativista que lo acapara todo.

Pero esta estrategia no sería tan efectiva si los niños permaneciesen al cuidado de sus padres. Por eso, otra táctica muy extendida consiste en separar a los hijos de sus padres, enardeciendo y alimentando el conflicto que, de forma natural y en mucho menor grado, puede surgir de la convivencia en el seno familiar. De esta manera, aspiran a separar a los chicos de sus familias, a alienarlos y a focalizar su crecimiento en el aislamiento, en la soledad y en el adoctrinamiento. Solo así serán buenos ciudadanos/consumidores/esclavos, solo así serán sumisos y manipulables, y solo así verán al Estado/Corporación mundialista, tan deseado por algunos, como el único refugio, si no, como el único amo.

Se trata, como he dicho, de una estrategia pensada y meditada. De una conducta que responde a un plan. Un maléfico y destructivo plan: el de acabar primero con la inocencia de los niños, arrancándoles de los brazos de los padres, para sumergirles después en un pantano de ideas confusas e intercambiables, imbuyendo en sus cabezas un haz de conceptos deformados o corrompidos.

Como resultado de ello tenemos una infancia y una juventud que anhelan la verdad, pero que flotan desorientadas y perdidas sobre un mar de confusión, error, y desconsuelo.

Por otro lado, y de forma paralela a ese plan de asesinar la infancia, pero trabajando en la misma dirección, nuestra idea moderna sobre la educación ha gravitado hacia un lugar frío, eficiente y mecánico. Hacia un lugar menos humano. Todo se ha reducido a ver las cosas de una manera correcta o incorrecta, de una manera que tiende a oponerse al aspecto poético o soñador que es natural en todo niño. Que renuncia a ver más allá de la superficie de las cosas.

Y es que hemos olvidado el aspecto poético de la educación.

Ahí fuera hay, a nuestra disposición, un conocimiento sobre el mundo al que poder acceder y mostrar a los niños, un conocimiento que es invisible, intangible e inmensurable, y que está más allá del nivel de la experiencia diaria. Les hablo de la realidad primera (en cuanto a fundamental) y última (en cuanto a misteriosa) de las cosas. Una realidad, paradójicamente, oculta y manifiesta al mismo tiempo. Los antiguos y los medievales sabían que la expresión, en términos mundanos y materiales, de ese saber primero, solo puede llevarse a cabo a través de símbolos. Lo llamaban conocimiento poético, y como señalaba santo Tomás, es una vía puesta nuestra disposición para tratar de acercarse a la realidad tal y como es en su misterio oculto; él mismo la definió como «la aprehensión directa de la realidad que inspira respeto y admiración», un conocimiento por con-naturalidad con las cosas.

Dice el verso de Emily Dickinson:

«Un color se yergue
En campos solitarios
Que la ciencia no puede alcanzar
Pero la naturaleza humana siente».

Se trata de una forma de conocer en la que la cabeza consulta al corazón, y donde se aúnan la capacidad de asombro con la inocencia, y el amor con la percepción de la verdadera realidad. Tal y como debieran conocer y expresarse por naturaleza los niños.

A ello se refería san Gregorio Nacianceno cuando escribió, con su corazón de poeta:
«Los conceptos crean ídolos, solo la admiración nos revela algo».

A ello apunta también la conocida máxima del monje medieval Ricardo de San Víctor: «Ubi amor, ibi oculus», donde está el amor, está el ojo; lo que significa que solo aquel que ama ve la realidad, solo el que ama conoce realmente a la persona o al objeto amado, y lo hace de esa forma, viendo, de manera poética, intuitivamente y dejándose llevar por la admiración y el amor.

Pero, tristemente, hoy tenemos eso muy olvidado, aunque ese olvido no lo hace inexistente. Aunque no seamos conscientes de ello, aunque no podamos ya verlo o expresarlo, sigue habiendo un saber manifiesto en las cosas que nos ofrece el conocimiento del orden natural, de su naturaleza y propósito. Un mundo que, como nos recuerda el santo cardenal Newman, guarda «el poder y la virtud oculta en las cosas que se ven y que por la voluntad de Dios se manifiestan».

Por ello, porque estamos seguros de ello, hemos de volver a educar en un modo poético, apelando a eso que está ya en el niño y en el mundo, y que hemos olvidado.
Y en esta labor de redescubrir ese valor sacramental del mundo, esa verdad íntima de las cosas, los artistas están para ayudarnos. Como profetas de la verdad, su trabajo es un intento de sacar a la luz la gloria que está enterrada y cautiva en la creación. Una gloria que no vemos, pero que ellos, a través del símbolo, pueden ayudarnos a vislumbrar.

Decía C. S. Lewis que, «a veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir». Y al otro lado del Atlántico, la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor, escribía, más o menos al mismo tiempo, algo similar: «Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera». Ambos se estaban refiriendo a esta forma poética de decir y de entender.

Y así, en las páginas de los grandes y buenos libros se encierra todavía un esquema del mundo conforme a su naturaleza y propósito, a modo de ovillo de Ariadna, que quizá pueda ayudarnos a transitar –a nosotros y a nuestros hijos– por entre el laberinto de la modernidad.

Creo que no puede decirse de mejor manera que aquella que utilizó en su día Platón. Y por esta razón termino con ella: 

«¿No sabes –dije yo- que lo primero que contamos a los niños son las fábulas?
(…)
¿Y no sabes que el principio es lo más importante en toda obra, sobre todo cuando se trata de criaturas jóvenes y tiernas? Pues se hallan en la época en que se dejan moldear más fácilmente y admiten cualquier impresión que se quiera dejar grabada en ellas.
¿Hemos de permitir, pues, tan ligeramente, que los niños escuchen cualesquiera mitos, forjados por el primero que llegue, y que den cabida en su espíritu a ideas generalmente opuestas a las que creemos necesario que tengan inculcadas al llegar a mayores?
(…)
Porque el niño no es capaz de discernir dónde hay alegoría y dónde no, y las impresiones recibidas a esa edad difícilmente se borran o desarraigan. Razón por la cual hay que poner, en mi opinión, el máximo empeño en que las primeras fábulas que escuche sean las más hábilmente dispuestas para exhortar al oyente a la virtud».

 

13.11.23

La ley humana. ¿Obediencia ciega? Physis frente a Nómos: Tomás de Aquino, Sófocles, Melville y Twain

 «Ley divina como base de la justicia humana». Obra de Jacob Jordaens (1593-1678).

   

   

    

«Lex inusta non est lex»

San Agustín. De libero arbitrio

   

     

    

Santo Tomás definía en su día la ley civil humana como la «ordenación de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene a su cuidado Ia colectividad social». Es una definición de tantas, sin duda. Pero, aun siendo esto así, e independientemente de si estamos o no de acuerdo con ella –yo la estimo magnífica–, aquello en lo que probablemente convengamos todos es que, dos de los deberes más ciertos de una sociedad humana que pretenda pervivir, son el deber de respeto a la autoridad legítima, y el deber de obediencia a las leyes promulgadas por aquella.

Pero… ¿Qué ocurre con tales leyes cuando son injustas, o contravienen nuestra conciencia, o se oponen a una ley superior? ¿Han de desobedecerse? En el caso de una respuesta afirmativa, ¿ha de ser en todo caso o sólo en determinadas circunstancias?, y, en cualquiera de dichos supuestos, ¿habrán de hacerlo todos los ciudadanos o sólo algunos?

Todas las anteriores son cuestiones candentes en nuestro tiempo y en todo tiempo (hoy, por cierto, muy cercanas). Porque cualquiera de nosotros podría encontrarse, de repente, en la difícil situación de tener que elegir entre dar cumplimiento a una ley humana injusta, o seguir el dictado de su conciencia bien formada de acuerdo a su Fe y a sus creencias. Por esta razón, es importante tener las ideas claras al respecto.

Sin embargo, antes de llegar a eso, quizá deberíamos detenernos un momento en qué se entiende por ley injusta.

La ley es de esos conceptos que, debido a la inmensidad de su significado, abarca múltiples sentidos o facetas. Si volvemos a Tomás veremos cómo lleva a cabo una clasificación, donde, además del concepto de ley civil humana antes señalado, distingue varios otros, ordenados todos ellos de manera jerárquica, según la autoridad de su promulgador.

Y así nos habla de que la ley puede ser, bien divina, bien humana: siendo aquella la que viene de Dios, y ésta, de los hombres que gobiernan la sociedad; con clara supremacía de la primera sobre la segunda.

A su vez, nos dice que la ley divina puede ser, eterna, natural, o positiva. La eterna está en la esencia de Dios, y con ella Tomás se refiere a Su plan providencial para el universo que ha creado. La natural, por su parte, fundamentada en la eterna, se halla impresa en las criaturas con el objeto de dirigirlas a su propio fin, y el hombre puede llegar a tener conocimiento de la misma a la luz de la razón, siendo su principio básico que «el bien debe hacerse y perseguirse y el mal debe evitarse». En lo que respecta a la ley divina positiva, Tomás se refiere a la que se encuentra revelada en la Sagrada Escritura. Por último, el Aquinate nos habla de la ley civil humana, que, como antes señalé, es la que nos damos los hombres a nosotros mismos para regular nuestra convivencia con vistas al bien común.

Una de las cosas en las que Tomás se detiene, siempre partiendo del principio fundamental de la debida obediencia a las leyes, es en determinar aquellos casos extraordinarios en los que un cristiano puede y debe desobedecer a la ley civil humana.

Y nos comienza diciendo que, dado que esta ley debe basarse en la natural, si hay contradicción entre una y la otra, el cristiano debe atender a la ley natural (o divina, en su caso) y desobedecer la civil humana, sean cuales sean las consecuencias de tal acción.

Por esta razón, para Tomás es muy importante determinar cuándo una ley es injusta y, a su vez, en qué circunstancias esa ley injusta debe ser desobedecida.

Tomás habla a este respecto de «ley injusta» como la «hecha sin autoridad, o en oposición con el bien común, o que perjudica los derechos justos de los miembros de la sociedad». Y el caso más claro de ley injusta que nos muestra, aquel que no alberga dudas circunstanciales, es cuando la ley humana «ataca a los derechos de Dios (toca a Su honor y Su culto) o a los derechos esenciales de la Iglesia» (afecta a la misión de esta de santificar las almas, predicando la verdad, y administrando los sacramentos).

No obstante, la mayor dificultad está en discernir que hacer cuando la injusticia de la ley no es tan clara, como cuando afecta a bienes humanos, tal y como concreta Tomás:

«Cuando el gobernante impone a los súbditos leyes onerosas, que no miran a la utilidad común, sino más bien al propio interés y prestigio» (…) «cuando el gobernante promulga una ley que sobrepasa los poderes que tiene encomendados», o «cuando las cargas se imponen a los ciudadanos de manera desigual, aunque sea mirando al bien común».

En estos casos, la mayoría de los hombres encontrarían dificultades para discernir si la hipotética desobediencia responde al respeto a una ley divina y/o superior o, en cierto modo, persigue su propio interés. Quizá cuando en el diálogo Critón, el Sócrates condenado a muerte no hace uso de ese argumento para intentar zafarse de su condena, esté pensando en ello. Muy probablemente Tomás lo tiene presente cuando llama la atención sobre la necesidad, en este caso más que en otros, del juicio prudencial y de la primacía del bien común sobre el interés particular. Pues el riesgo se encuentra aquí en que el individuo pretenda rechazar las leyes de la polis, con el fin de utilizar esta discrepancia como excusa para su propia, arbitraria, y engreída anarquía. Por ello, este es un tema tratado con mucho tiento por el Aquinate. Y así, Tomás nos dice que si bien, en principio, la injusticia de esta ley debe hacerla inobservable, no será así cuando «se trate de evitar el escándalo o el desorden, pues para esto el ciudadano está obligado a ceder de su derecho».

Así mismo, Tomás advierte que el fundamento de esta desobediencia se apoya en un deber de obediencia a una autoridad mayor, de la que provienen todas las demás (Dios). Y que esto significa dos cosas: por un lado, que esa desobediencia, concretada en una determinada orden o ley injusta humana, no da derecho, por esta sola razón, a negar la autoridad general de la que aquella dimana (dejamos aparte, el tema de la tiranía en el gobierno humano); y, por otro, que, por tal razón, dicha desobediencia traerá consigo consecuencias perjudiciales impuestas por esa autoridad, que habrá que asumir y soportar.

Esta enseñanza, difícil sobre todo de seguir y de aplicar, puede verse ilustrada por algunas obras literarias, que muestran estos principios en acción en el seno del acontecer humano.

Voy a hablarles de un gran clásico, la obra teatral de Sófocles, titulada, Antígona (441, a. de C.), y de otros dos clásicos menores, como son la obra de Herman Melville, Billy Budd, marinero (1886/91), y la de Mark Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn (1884/85).

 

ANTÍGONA (441 a. de C.), de Sófocles

      «Ántigona dando el entierro a Polynices». Obra de Sébastien Norblin (1796-1884).

El tema del que Sófocles nos habla aquí es, específicamente, el problema de la obediencia debida a las leyes de los hombres cuando entran en conflicto con la ley divina, y de las consecuencias que de ello se puedan derivar para aquel que decide desobedecer la ley humana.

La obra forma parte de un conjunto de tragedias en las cuales el autor nos da cuenta de diversos aspectos de la condición humana, a través de las tribulaciones de Edipo y de su familia, y con la ciudad de Tebas como escenario.

La historia comienza tras la cruenta guerra sucesoria que se desencadena por el trono de Tebas, entre los dos hijos del recientemente fallecido rey, Edipo: Polinices y, el regente en ese momento, Eteocles. Tras esta guerra, en las que ambos hermanos mueren, cada uno a manos del otro, accede al trono Creonte, tio de los dos caudillos fallecidos.

La protagonista Antígona, princesa de Tebas, es una de las hijas de los fallecidos reyes, Edipo y Yocasta, y, por tanto hermana de los dos fallecidos.

Su tio y nuevo rey, dicta la orden de que su hermano Polinices, en castigo por su traición a la patria, no reciba un entierro honorable de acuerdo a los ritos funerarios tradicionales. Esto pone a Antígona en una terrible disyuntiva, al verse obligada a optar por el cumplimiento de dos deberes que se le presentan incompatibles: el deber de respeto a las normas religiosas, y el deber de obedecer a las leyes civiles.

Finalmente, Ántigona decide, no obstante la prohibición del rey, enterrar el cadáver de su hermano, enfrentándose así a las consecuencias de tal acción, que finalmente la conducirán a la muerte.

Como escribe Charles Moeller, en su obra Sabiduría griega y paradoja cristiana (1948):

«Antígona no es una rebelde ni una orgullosa: aun cuando debe alzarse contra la sociedad y aparecer «culpable», no es más culpable que los mártires que debían obedecer más a Dios que a los hombres».

Ella expone las razones de su desobediencia al rey Creonte de la siguiente forma:

«Tus órdenes, a lo que pienso, tienen menos autoridad que las leyes no escritas e imprescriptibles de Dios. Todos los que están aquí presentes me aprueban. Lo dirían, si el temor no les cerrara la boca. Pero los jefes poseen muchos privilegios, y sobre todo el de obrar y hablar como les plazca».

Moeller sigue diciéndonos en la citada obra:

«Antígona «comete un delito santo» (hosia panourgésasa). Es, pues, justa, porque no ha cometido ningún crimen, porque ha practicado las virtudes ordinarias del hombre y, sobre todo, porque ha efectuado un acto excepcional de virtud: el sacrificio de sí misma por una realidad invisible, religiosa».

Pero aquí Moeller, sin dejar de reconocer el mérito de su acción, nos muestra que Antígona flaquea al final, y nos explica por qué:

«En el momento de morir descubre con dolor que toda su fortaleza la abandona. Así como los mártires cristianos van a la muerte con alegría, ella nota que se le quiebra la exaltación del sentimiento de gloria. Cree que no merece ese fin, que su acción requería otra respuesta en lugar de esa muerte que todo lo acaba. Rechaza, pues, el consuelo de la gloria y, caso único en toda la tragedia antigua, presiente que, en su trance es menester otra cosa. Pero no sabe qué y se aleja, diciendo:

“Ved, tebanos, lo que sufre la última hija de vuestros reyes, y de qué manos, por haber practicado la piedad"».

Se trata, en palabras del filósofo alemán, Hegel, del máximo conflicto, pues este choque entre la ley eterna y la ley del estado, es «la oposición suprema, y por ello la más trágica». 


BILLY BUDD, MARINERO (1886/91), de Herman Melville

                        «El capitán de navío». Obra de Geoff Hunt (1948-).

«Por (…) la ley y el rigor de la misma, no somos responsables. Nuestra responsabilidad está en esto: Que por despiadada que sea la ley, la cumplimos y la administramos…».

Esta frase, extraída de la novela, resume, muy bien, una de las problemáticas tratadas en la obra de Melville: ¿hasta que punto debemos cumplir una ley humana que sabemos injusta? Y si, por razones de bien común, nos vemos obligados a hacerlo, ¿qué consecuencias se pueden derivar de ello tras contravenir nuestra conciencia?

Sobre el argumento del libro, y el libro mismo, he tratado ya aquí. Ahora se trata de examinar más en detalle la anterior cuestión. Pero antes, un poco de contexto.

La historia se desarrolla en 1797, durante una guerra entre la Gran Bretaña realista y la Francia revolucionaria. Por aquellos días, las revoluciones estadounidense y francesa habían hecho trizas los viejos conceptos de autoridad y orden, y la Royal Navy había sufrido varios motines que amenazaban las esperanzas de victoria militar, así como la vida de los oficiales de bordo. En este escenario, Melville explora el dilema señalado por Aquino sobre el conflicto entre el bien común y el interés particular ante una ley humana injusta.

Recordemos que el Aquinate había hecho hincapié en distinguir aquellas leyes injustas por contravenir o atacar un bien divino (ante las que surge la obligación de desobediencia), de las que lo fueran por atacar u oponerse a un bien humano, caso este en el que la desobediencia se volvía condicional: únicamente podrían ser desobedecidas aquellas cuya desobediencia no condujese a escándalo o desorden.

En la historia, el capitán Vere, siguiendo lo prescrito por el código de justicia militar, un conjunto de duras reglas diseñadas para asegurar el orden a bordo del barco, lleva a juicio al protagonista, el impecable Billy, condenandolo y finalmente ahorcandolo por un supuesto crimen, aun cuando, en su fuero interno, sabe de la injusticia de tal ejecución.

Vere y cada miembro de la corte marcial tienen la oportunidad de hacer justicia siguiendo sus conciencias en lugar de seguir estrictamente los artículos de la ley marcial, pero no lo hacen. Vere argumenta:

«En tiempo de guerra, en el mar, un marinero golpea a un superior de grado y el golpe es mortal. Independientemente de su efecto, el golpe es, de acuerdo a los Artículos de Guerra, un delito gravísimo. Además…

-Ay, señor -emocionalmente interrumpió el militar-, en cierto sentido lo fue. Pero de seguro, Budd no se proponía ni el motín ni el homicidio.

-De seguro que no, mi buen hombre. Y ante una corte menos arbitraria y más misericordiosa, que una marcial, ese alegato atenuaría grandemente la gravedad. Y en el Tribunal de Ultima Instancia conseguiría la absolución. Pero aquí ¿cómo? Procedemos de acuerdo a la ley de Amotinamiento. Ningún niño se parece más en sus características a su padre que en lo que en espíritu se parece esta ley a lo que la origina: la guerra».

Esto le vale al capitán una crisis de conciencia que le acompaña atormentándolo hasta su muerte.

El juicio que se transcribe en la novela, ofrece una visión del conflicto entre la justicia y la ley, la responsabilidad del deber oficialmente instituido frente a la adhesión a un código moral personal, y la lucha entre el orden social establecido y un concreto acto de injusticia individualmente considerado. Por todo ello, una novela que vale la pena visitar.


LAS AVENTURAS DE HUCKLEBERRY FINN (1884/85), de Mark Twain

                      «Huck y JIm en la balsa». Obra de Eugene Iverd (1893-1936).

Por último, otra novela, mucho más próxima a nuestros días y a nuestros adolescentes que Antígona, trata también este asunto, aunque sea entre otros muchos y no de manera tan central como en las obras de Sófocles y de Melville. Me refiero a Las aventuras de Huckleberry Finn.

Muy probablemente, lo tratado en la novela, no trata simplemente de un caso de desobediencia ante una la ley humana injusta y sus consecuencias, sino de un conflicto entre ley y conciencia. Y tambien, de cómo, el qué alimente esa conciencia, podrá traer más o menos secuelas, y cuales pueden ser estas. Una conciencia que, aun cuando halla sido educada en el error y la mentira, nunca podrá ver doblegada su verdadera y profunda naturaleza, entendida al modo que nos explica el cardenal Newman, como «un mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la Gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige» sobre lo malo y sobre lo bueno.

Porque, lo cierto es que Huck es educado en un perverso ambiente esclavista. Para él, está bien, y es algo normal, la existencia de esclavos, y el verlos como cosas –y no personas– que se pueden comprar y vender. Su conciencia es alimentada desde su infancia con estos errores. Y en ese ambiente crece y se desarrolla.

La novela nos cuenta la historia de Huck, un buen intencionado chico blanco que vive junto al río, y su amigo, el negro Jim, en su travesía por el río Mississippi en una pequeña balsa. Mientras navegan rio abajo, se revela que Huck ha ayudado a Jim a escapar de la señorita Watson, su maestra, quien lo mantenía como esclavo. Poco después, asistimos a como Huck entra en una primera crisis de conciencia, llegando a creer que ha «robado» a Jim. Lo que Huck toma por su «conciencia» lo atormenta, haciéndolo pensar que es una persona completamente inmoral. ¿Por qué? Porque no puede devolver a su amigo a una vida de esclavitud. Esa es una de las ironías de la historia de Twain.

Pero, el ambiente y la atmósfera en la que se cultivó y creció la conciencia de Huck ha cambiado. La travesía por el rio se ha convertido en una camino hacia la verdad, y la balsa en la que navegan ambos, es un nuevo corpus social que solo habitan él y Jim. Fuera de las presiones, influencias e injerencias sociales (su padre borracho, su maestra la srta. Watson, la gente del pueblo…), la relación amistosa que de forma natural brota entre Jim y Huck tiene su efecto, permitiendo liberar, limpiar y dar esplendor a la conciencia del chico en su verdadera profundidad y verdad. Y así, surge una segunda crisis de conciencia.

En esta segunda crisis moral nos encontramos ya ante la conciencia verdadera, aquella que señala certeramente el camino del bien y el del mal. Una conciencia que muestra a Huck que hay cosas por encima de las leyes y costumbres de los hombres. Cosas sagradas a las que hay que atender, aunque para ello se haya de quebrar alguna ley humana. En este caso se trata de la amistad. La amistad entre Huck y el esclavo Jim, que lleva al protagonista a desobedecer una ley perversa e injusta, no delatándolo.

Aunque, precisamente, aquello que hace Huck, en vez de conducirle al infierno –como él equivocadamente cree–, lo aleja de él, pues, aunque todavía no sea consciente de ello, ha rescatado a la verdadera conciencia y la ha liberado de las cadenas del error.

He aquí un fragmento de la novela, que contiene una preciosa descripción de lo que significa la amistad y del efecto de la conciencia verdadera en el obrar de Huck:

«Me senté a escribir:

“Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas debajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar.

HUCK FINN”

Me sentí bien y limpio de pecado por primera vez en toda mi vida y comprendí que ahora ya podía rezar. Pero no lo hice inmediatamente, sino que puse la hoja de papel a un lado y me quedé allí pensando: pensando lo bien que estaba que todo hubiera ocurrido así y lo cerca que había estado yo de perderme y de ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje río abajo y vi a Jim delante de mí todo el tiempo: de día y de noche, a veces a la luz de la luna, otras veces en medio de tormentas, y cuando bajábamos flotando, charlando y cantando y riéndonos. Pero no sé por qué parecía que no encontraba nada que me endureciese en contra de él, sino todo lo contrario. Le vi hacer mi guardia además de la suya, en lugar de despertarme, para que yo pudiera dormir más, y vi cómo se alegró cuando yo volví en medio de la niebla, y cuando volvimos a encontrarnos otra vez en el pantano, allá lejos donde la venganza de sangre, y todos aquellos momentos, y cómo siempre me llamaba su niño y me acariciaba y hacía todo lo que podía por mí, y lo bueno que había sido siempre, hasta que llegué al momento en que lo había salvado cuando les dije a los hombres que teníamos la viruela a bordo y lo agradecido que estuvo y que había dicho que yo era el mejor amigo que tenía en el mundo el viejo Jim, y el único que tiene ahora, y después, cuando miraba al azar de un lado para el otro, vi la hoja de papel.

Me costó trabajo decidirme. Agarré el papel y lo sostuve en la mano. Estaba temblando, porque tenía que decidir para siempre entre dos cosas, y lo sabía. Lo miré un minuto, como conteniendo el aliento, y después me dije:

¡Pues vale, iré al infierno!», y lo rompí».

Y, paradójicamente, aquel acto, muy al contrario de lo que él creía, probablemente lo que estaba haciendo es abrirle, de par en par, las puertas del Cielo.

Y así, la universalidad de las experiencias ilustradas por Sófocles, Melville y Twain nos ponen, a nosotros y a nuestros hijos, frente a la realidad de unas leyes, quizá no escritas y que nadie puede fechar, porque no son de hoy ni de ayer, pero que, sin embargo, viven inmutables, eternamente, en nosostros, y, que por lo tanto, se imponen, con las consecuencias comentadas, a todos los hombres y a sus disposiciones y reglas, en todas partes y siempre. Aprovechemoslas. 

25.10.23

La dignidad del hombre y la literatura

                          «Anochecer». Obra de Caspar David Friedrich (1774-1840).

   

   

   

«La dignidad del hombre descansa sobre su destino. Él no es sólo del polvo y para el polvo, sino de Dios y para Dios».

Peter Kreeft

  

«La dignidad del individuo es impronta cristiana sobre arcilla griega».

Nicolás Gómez Dávila

   

    

   

En nuestros días de inclusión, diversidad y tolerancia se habla y no deja de hablarse de dignidad, de la dignidad que acompaña al hombre por el hecho de ser hombre. Se nos dice que creamos que todos los seres humanos son iguales en dignidad, pero no se nos da absolutamente ninguna explicación de por qué esto es así. Y sobre un mar de ambigüedad, tras la proclamación a viva voz de esta palabra, a continuación, se pasa a hacer uso de ella, previa desactivación y vaciado de su significado, como coartada para actos intrínsecamente inhumanos: eutanasia, aborto, eugenesia, discriminación, muerte civil y racismo inverso.

Y así, hoy en día, el concepto de dignidad no es algo que nos haga comportarnos con reverencia ante cualquier vida humana, sino más bien un estándar que se considera debe alcanzar esa vida para ser respetada y considerada. Según el mundo moderno, si ese estándar no se cumple, la vida humana no merece respeto y puede ser suprimida con total impunidad. Acertadamente, Vegas Latapie señala que, con ese falso concepto de la dignidad humana, «se pretende justificar todas las concupiscencias, todos los extravíos e incluso los crímenes de los hombres».

Y la forma y manera de conducirnos hasta ahí, y de que aceptemos de buenas maneras tal estado de cosas, es seducirnos a través de otras tantas hermosas –y vacías– palabras, como libertad, autonomía, igualdad, fraternidad o humanidad. Y de entre todas ellas, quizá una de las mayores causantes de todo ese desorden, es la idea de autonomía. Se repite hasta la saciedad que somos seres autónomos, que somos cuasi dioses, y que, esa supuesta dignidad humana nuestra, está fundamentada en tal autodeterminación. Así, dado que no existiría ninguna ley externa a nosotros, debemos convertirnos en autolegisladores, sujetos únicamente a una ley que, de algún modo, es obra nuestra, siendo, cada uno de nosotros, un fin en sí mismo.

De esta manera, sin que nos hallamos dado cuenta, ahora todos nos hemos vuelto un poco kantianos (porque eso, precisamente, es lo que dijo Kant). El problema con ello es el mismo que enfrentó Kant: que, en último término, esta ley autónoma dependerá, en su caso, de cada uno de nosotros, y, por tanto, será relativa, careciendo de valor, salvo que exista un ser superior que la refrende y del que traiga causa. Pero, hoy, tal y como denunció otro filósofo alemán poco después, hemos matado a ese dios. Y no poca culpa de ello se encuentra en esa autorreferencia humanista que ha hecho trizas la afirmación de Aquino de que «Dios es la medida de todos los seres», y la ha vuelto de cara a la cita de Protágoras de que «el hombre, la medida de todas las cosas». Como consecuencia de ello, no hay nada detrás del respeto a esa supuesta e indestructible dignidad humana, invulnerable a todo mal, a toda atrocidad y horror, y de la omnímoda e irrestricta libertad. Porque, desengañenomos, en ningún sentido somos la fuente que determina nuestros fines, incluido el fin de la razón misma; solo Dios es eso. Y esos polvos kantianos, mezclados con otros aún más turbios (okkantianos y descartianos), son los que han traído estos lodos de la ideología de género y toda la demás locura en la que estamos inmersos.

El último fundamento de todo este imponente edificio –y el disolvente que lo corroe y que socava sus pilares–, es la combinación incongruente de la idea mecanicista de un universo que, como decía Thomas Hobbes, «no es más que cuerpos en movimiento interactuando entre sí», con la totalmente contraria de exagerar notablemente la dignidad humana, haciendo del hombre el amo del universo con voluntad creativa y valor infinito. Así piensan, no solo Hobbes, si no mucho más cerca de nosotros, Skinner, Singer o Dennett. En otro de sus aforismos, Gómez Dávila escribe acertadamente:

«Las filosofías deterministas pretenden salvar la dignidad del hombre con comentarios que diluyen y esfuman las tesis que proclaman».

Por ello no creo que venga mal que nuestros hijos sean instruidos en qué significa realmente eso de la dignidad humana.

Si acudimos a santo Tomás –siempre un buen lugar al que acudir–, veremos que lo de la dignidad es, de entrada, un misterio, algo que excede al hombre, constituyendo una gracia que, como toda gracia, le es regalada, y que, por lo tanto, no procede de sí mismo ni de su esfuerzo, y menos de la convención entre los hombres.

Esta es, además, el meollo de la concepción de dignidad humana de la teología cristiana, ya que esa condición especial y propia del hombre a que la dignidad se refiere, descansa en su misteriosa elección como la única criatura en el universo hecha a imagen del Creador.

Una idea que se fundamenta, en primer lugar, en que somos seres creados, y, por tanto, respondemos a los designios de un Creador que nos mantiene en la existencia. Y, en segundo lugar, en que nos distinguimos de las demás cosas creadas por el fin al que nos dirigimos, que es conocer y amar a ese, nuestro Creador, siendo la grandeza de este fin lo que nos da un valor por encima de cualquier otra criatura. Y el nombre antiguo de ese valor humano inherente e invaluable, es dignidad. En la medida en que en uso de nuestro libre albedrío nos alejamos de este fin, la menoscabamos –aun sin perderla del todo–, aunque podemos tratar de restaurarla redimiéndonos y volviendo al verdadero camino.

Leopoldo Eulogio Palacios, siguiendo a Tomás, dice bien:

«Sólo en Dios se identifican la perfección en la línea del ser y la perfección en la línea de la acción. Dios lo es ya todo y no le falta nada, no tiene que moverse en pos de otro fin más alto, no tiene que buscar un perfectivo fuera de sí que le vuelva perfecto, como pasa con la persona humana. Sólo la voluntad divina es regla de su acto, o lo que es igual, sólo la voluntad de Dios es autónoma, porque no se ordena a un fin superior. Por eso tampoco puede ser destituida de su bondad por una acción desordenada: es un ser impecable».

Pero el hombre, que es digno per se en el orden del ser, por ser creado a imago Dei, no lo es, sin embargo, en el orden del bien, en su aspecto moral; debe perseguir un fin que está fuera de sí mismo, y en ese peregrinaje puede extraviarse, y, como vuelve a decir bien Palacios:

«Por muy noble que sea la forma, y sin menoscabo de su dignidad original, el hombre puede errar en la operación de alcanzar el otro fin, fuera de él, hacia el que debe encaminarse, y entonces la dignidad inicial de la persona se empaña con la indignidad final de la acción».

La idea cristiana, además, concretiza ese destino o fin primordial. En el Génesis se dice que Dios hizo al hombre «a Su imagen». Y ese de Quien somos imagen se revela en la persona de Jesucristo (Romanos 8,29; Corintios 15,49). La dignidad del hombre, por tanto, está basada en el hecho de que es creado para ser imagen de Cristo. Ese es su fin.

Junto a este fin principal, hay otros secundarios asociados a él, y con cuyo logro nos coadyuvamos en la posible consecución del primero, sobre todo el bien común de la sociedad en la que vivimos y que conformamos. Por ello, en la medida en que nos desviamos de estos otros fines también menoscabamos esa dignidad original.

No es, por tanto, la dignidad algo que nace de nosotros mismos, y tampoco algo que nos sirve de incólume coraza, hagamos lo que hagamos. Cierto es que está en todos nosotros en potencia, pero nunca se realiza por igual.

Al tratarse de un don, es algo ajeno a nosotros. Y, en consecuencia, no nos pertenece, o en todo caso, no está a nuestro alcance crearlo, suprimirlo o intercambiarlo. Podemos afectarlo negativamente por medio del ejercicio del libre albedrío, pero no eliminarlo o generarlo. Como escribió una vez la filósofa católica G. E. M. Anscombe:

«¿Qué quiero decir, entonces, con que el valor y la dignidad de un ser humano son inexpugnables? Quiero decir que no se puede arrebatar.

La igualdad de los seres humanos en el valor y la dignidad de ser humano es algo que no se puede quitar, por mucho que se viole. Las violaciones siguen siendo violaciones».

Y de esta manera, si bien es lo que somos lo que da medida de nuestra dignidad, se trata de una propiedad dinámica que se proyecta hacia aquello en lo que deberíamos convertirnos. Por ello, la dignidad se va realizando en nosotros conforme vivimos, y, o bien estamos a su altura de miras, o bien no lo estamos. Hay algo propio y personal en todo ello, en el orden del ser, pero ese algo no nos hace dioses, sino, más bien, criaturas de un Creador, que como indefensos niños han de implorar la ayuda inestimable e imprescindible del padre.

En todo caso, es un regalo que hay que cuidar y al que hay que hacer honor.

Y visto todo esto, ¿podemos encontrar en la literatura historias que trasmitan esa idea?

Aquí van algunos ejemplos. Concretamente, cuatro obras –aunque podrían ser muchas más–, donde los protagonistas preservan su dignidad pese a las dificultades y pesares, manteniéndose fieles a su trascendente destino.

Jane Eyre (1847)

En esta novela, Charlotte Brönte nos presenta a una heroína –Jane– que transita por la historia haciendo frente a numerosas dificultades, a pesar de lo cual mantiene en alto el estandarte de su dignidad como persona.

En una de sus decisiones más difíciles, ella decide no vivir en concubinato con su amado, Rochester, a pesar de la pasión amorosa que la devora («no podía, en aquellos días, ver a Dios por su criatura: de quien había hecho un ídolo»). Y lo hace, porque sabe que, de ceder a su primer impulso, no solo perderá el respeto de su enamorado, sino, también, el suyo propio. Y, además, porque en última instancia, está convencida de que, si es vencida por su pasión, menoscabará su dignidad, extraviándose de su camino de salvación.

Incluso, tras mejorar en su estado de salud y en su posición económica y social, Jane todavía se niega a someter su conciencia a las conveniencias sociales o a sus propios intereses particulares, cuando decide rechazar un desposorio con el pastor St. John, por ir tal enlace en contra de sus inclinaciones y afectos.

A lo largo de toda la novela, Jane, no hace otra cosa que hacer honor a su dignidad. Y así, rechazará todo aquello que es contrario a su conciencia, a su corazón, y a sus convicciones y creencias más profundas; a lo que ella siente que es su fin y su destino.

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605/15)

En el opus magnum de Miguel de Cervantes, encontramos otro ejemplo, un ejemplo magnánimo en la persona de don Quijote, «el caballero de la triste figura», quien, en consonancia con su sobrenombre, sufre a lo largo de la historia innumerables penurias, contratiempos y sinsabores: pobreza, desprecio, burla y crueldad. Y, a pesar de ello, el héroe cervantino mantiene ante nuestros ojos su dignidad. ¿Quizá, porque siempre sale adelante, con humor, con amor y con una pizca de dicha quijotesca? Lo cierto es que hay algo en él, característico, personal, que le hace sobreponerse a toda dificultad o contratiempo, a todos esos sinsabores y frustraciones. Me estoy refiriendo a sus creencias, a sus ideales, a su espíritu de leal y sacrificado caballero cristiano, que le permite mantener y conservar su dignidad. El filósofo Agustín Basave Fernández del Valle, escribe al respecto lo siguiente:

«Implacablemente golpeado por el destino, Don Quijote es digno hasta en la locura. Monterde piensa que la lección que el héroe de Cervantes parece darnos es esta: «las virtudes que producen, reunidas, la dignidad, en Don Quijote –valor, lealtad, amor a la justicia–, eran ya inútiles, carecían de aplicación, en aquellos principios del siglo XVII, y quien las poseía, solamente podía malgastarlas derrochándolas en episodios absurdos, como un loco». ¡No! Nunca son inútiles virtudes como el valor, la lealtad y el amor a la justicia. Inútil era, tan sólo, la institución de la caballería andante que Don Quijote trató en vano de resucitar. No es anacrónica la dignidad de Don Quijote. Anacrónicos eran sus arreos de caballero y su modo de vida medieval en la España renacentista».

Incluso, un tipo tan reservado y severo en sus juicios como Thomas Mann, captó esa sensibilidad quijotesca:

«Don Quijote es un loco por su amor a la caballería; pero la monomanía anacronista es también fuente de una nobleza tan real, de tal pureza y gracia aristocrática, de un decoro tan respetable en todas sus maneras, las espirituales y las corporales, que la risa por su ‘triste’ y grotesca figura está mezclada siempre de admirativo respeto, y no lo encuentra nadie que no se sienta atraído hacia el hidalgo lamentablemente magnífico, extravagante en ocasiones, pero siempre sin tacha. Es el espíritu mismo, en forma de un spleen, quien le lleva y ennoblece, y hace que su dignidad moral salga intacta de cada humillación».

Y así, él, nuestro «caballero de la triste figura», será digno para siempre, tanto en nuestra memoria como entre las polvorientas páginas que escribió Cervantes.

Si viajamos hacia el noroeste, donde el gélido viento barre las estepas, la literatura rusa nos aguarda; una literatura que desde finales del XIX también ha tratado el tema, y ciertamente, con su intensidad característica.

Un reciente autor ruso ha explorado esta línea de sombra en una de sus novelas, Un día en la vida de Iván Denísovich. Se trata de Alexandr Solzhenitsyn, quien escribió este relato en un momento de inspiración en mayo de 1959, relatando un día en la vida de un prisionero en el campo de reclusión de Ekibastuz, «de un modo resumido, concentrado, con resultados potencialmente explosivos». Su objetivo, según él mismo nos cuenta, era dar un testimonio:

«Lo más importante e interesante que podía hacerse era describir el destino de Rusia. Y de todos los dramas por los que había pasado Rusia, el más profundo era la tragedia de los Iván Denisovich. Quería dejar las cosas claras en lo referente a los falsos rumores que circulaban sobre los campos de trabajo».

El resultado es un relato que contiene, con microscópica intensidad, los temas recurrentes en la obra del autor ruso. Por un lado, la proclama de que la dignidad humana no se puede arrebatar, por muy inhumanos y degradantes que sean los maltratos sufridos; como dice Anscombe, puede violarse, pero no arrebatarse. Y, por otro, el libro se ocupa de probar tal aserto. De esta forma, página tras página, vemos como la dignidad humana sigue ahí, con el hombre violentado, maltratado, degradado o despreciado, y que la misma puede mantenerse incólume incluso en ese ambiente atroz. El escritor ruso nos presenta el modo de vivir en los campos de trabajo; una cotidianeidad brutal en medio de la cual esas vidas degradadas se mantienen a flote salvaguardando su dignidad. Esto nos es mostrado, de manera especial, por el contraste entre el progresivo ennoblecimiento del protagonista en oposición a la decadencia del lugar, todo ello salpicado con destellos de la divina providencia, como muestra de la respuesta cristiana a la tentación de la desesperanza.

Por último, les acercaré a otro ruso y a otra experiencia terrible en los campos de trabajo. Les hablaré del genial y polifacético Pável Florenski, poeta, matemático, físico, filósofo y teólogo, y de sus maravillosas y conmovedoras Cartas de la prisión y de los campos, escritas entre 1933 y 1937 en un campo de trabajo en Siberia oriental, al que fue deportado y en el que finalmente murió ejecutado. Las cartas, dirigidas a sus hijos, constituyen una lección de vida y un curso de arte, literatura, poética y estética, donde Florenski, a pesar de las penurias que sufre, da testimonio de una esplendorosa dignidad.

Para el filósofo ruso la vida es la que hace posible el arte. Y el arte viene a ser «la flor» de esa vida (esa «planta», en feliz metáfora del autor). Este punto de partida es el que le sirve apoyo para enseñar a sus hijos, y de paso a los nuestros, la necesidad que todos tenemos de que esta vida que se nos regala de fruto (esa «flor», que sería el arte como subcreación del hombre). Y la belleza, puesta de manifiesto a través de ese arte, es una de las vías para alcanzar ese destino grandioso que nos espera, la via pulchritudinis, el camino de la belleza, que nos hace florecer de acuerdo al reflejo de la imagen a la que apuntamos y que finalmente debemos alcanzar. Florenski lo hace, y lo hace en «soledad» y con el «contacto personal con la realidad».

Todas estas cartas traslucen la idea ya expresada por Dostoievski de que «la belleza salvará al mundo». Y así, la belleza fue la que sostuvo a Florenski y le permitió conservar incólume su dignidad. Pero se trató de una belleza en «contacto personal con la realidad», con su realidad, con esas penosas y sufrientes circunstancias (que vivieron él y su familia) de un campo de trabajo. Como se refleja en las hermosas cartas, la esperanza y la confianza en la Providencia asoman a cada instante. En esas misivas, no solo hay sentimiento y pasión, sino también un ejercicio virtuoso en pos de un ideal (Cristo mismo), en el que un esfuerzo del entendimiento y la voluntad, asistidos por la gracia, permitieron a nuestro escritor sostener en alto su dignidad. ¿Cómo?, tal y como escribe acertadamente Helena Ospina Garcés:

«Primero [actuó] en su corazón, para no consentir sentimientos de ira frente a la injusticia sufrida, y luego en la entrega constante a su familia a través de este epistolario escrito en temperaturas heladas que le dificultaban la escritura, epistolario que además sabia estaba sujeto a entregas “censuradas” y “racionadas”. Esta belleza fue la que sostuvo a Pável en su destierro e hizo posible el efluvio de esta sabiduría a sus hijos y a la humanidad entera».

Queda por escribir la novela que relate lo que estamos presenciando y viviendo hoy. Que de testimonio de este nuevo asalto a la naturaleza del hombre, al hombre mismo, y, por lo tanto, a su dignidad. Ya no se trata de una exploración individual de lo que acabaría por llegar y finalmente llegó (Un día en la vida de Iván Denísovich, y, Cartas de la prisión y de los campos), sino de una maniobra, nunca hasta ahora conocida, que aunando los esfuerzos de lo público y lo privado, de lo estatal y lo corporativo, intenta ferozmente laminar y borrar de la faz de la tierra el concepto de hombre que hasta ahora teníamos. Una criatura, el hombre, a la que, a pesar de sus fallas, de su imperfección y de su insuficiencia, hemos venido atribuyendo ese valor incalculable que llamamos dignidad. ¿Quién escribirá esa obra? ¿Le dejarán hacerlo?

16.10.23

El poder del encanto literario

              «Bucaneros a la hora de dormir». Obra de John Gannam (1907 – 1965) 

   

   

«¿Dónde está la realidad? En el mayor encanto que jamás hayas experimentado».

Hugo von Hofmannsthal

 

«Estamos hechos de la materia con la que se tejen los sueños, y nuestra breve vida no es más que un sueño».

William Shakespeare. La Tempestad

    

   

Una de las paradojas que habitan nuestro mundo de hoy es la extraña convivencia, entre el impulso por hacer que el hombre viva únicamente en su nivel emocional (lo que deriva en el vicio del sentimentalismo, del que les he hablado aquí), y renunciar a explorar y profundizar en la significación e implicaciones de esa experimentación de sentimientos tan buscada: «usted solo sienta, y solo atienda a eso que siente, pero renuncie a averiguar por qué siente y qué puede significar ese sentimiento».

Y uno de los campos donde esa dualidad discordante se manifiesta con más fuerza es el de la literatura. Analizamos las obras literarias hasta el más pequeño detalle, buscando las más absurdas, difusas, profusas y confusas interpretaciones, y nos olvidamos de hablar de las respuestas emocionales que la obra provoca en el lector. O, como mucho, esta respuesta se limita al básico nivel de un «me ha gustado»/«no me ha gustado».

Pero esta materia encierra un potencial inmenso en relación a la adquisición del gusto y el amor por la lectura. Y, al menos, por esta razón, debe volver a ser rescatada del olvido.

En muchas obras literarias hay encerrada una especie de magia poética aguardando al lector. Y así, muchos de los que se acercan a la lectura de los grandes y buenos libros se implican emocionalmente en grado sumo, hasta el punto de sentir algo que podríamos calificar de encantamiento.

Algún crítico, especialmente agudo, ha calificado ese encantamiento como algo que fomenta «una postura de apertura y generosidad hacia el mundo», que evitaría así «hundirnos cada vez más en el vacío de un escepticismo desalentador y auto corrompido».

¿Es esto realmente así?

Pregúntense ustedes a sí mismos. Y háganlo recordando su infancia y juventud, pues, precisamente ahí es donde estos efectos emocionales son más profundos y duraderos.

¿Qué recuerdan de sus lecturas infantiles y juveniles? ¿Entusiasmo, deleite, encantamiento, deseo de emulación? ¿Proyección y acercamiento hacia lo bueno, lo bello y lo verdadero? Porque, ¿quién no ha querido ser el travieso, pero noble, Guillermo Brown, o la rebelde, aunque tierna y generosa, Ann Shirley?, ¿quién no ha deseado poseer la perspicacia del sabueso Holmes o la sencilla ingenuidad y alegría de Peter Pan?, y ¿quién no ha anhelado disfrutar de la sana y refrescante amistad del topo, la rata de agua, el tejón y el sapo de El viento en los sauces?

Y si es así, ¿por qué?

¿Hay algo aquí relacionado con la empatía o con la simpatía? ¿Algo relacionado con la necesidad innata en el hombre de encontrar ejemplos e imitarlos?, ¿con el impulso de buscar, de necesitar un algo más a lo que tender, que puede personificarse, que debe personificarse en un alguien, en una persona? Creo que sin duda es así. Y también creo, y sé, quién es esa Persona. Pero en tanto nos aproximamos a Ella, otras figuras humanas, que recogen reflejos, borrosos, imprecisos e imperfectos de Ella, nos ayudan. Y en la buena y gran literatura se encuentran en abundancia.

No cabe duda de que la fascinación y el asombro que encierra esta literatura nos atrapa, y muchos caracteres y figuras que pululan entre sus páginas nos encantan, llevándonos de la mano a una identificación personal y, en cierto modo, mágica, con ellos y sus vicisitudes y tribulaciones. Y no cabe duda de ello porque, todo aquel que haya leído buena literatura lo ha experimentado.

Y esto sucede por una razón; como ha escrito el famoso crítico literario francés, Charles Du Bos, «toda literatura es una encarnación… en la carne viva de las palabras», ya que «la emoción creadora se encarna en la forma y ahí se da la expresión más alta y completa del artista, y así la emoción se hace carne en las palabras».

Esta encarnación literaria, concretada en la identificación con un personaje que nos hace imitarle, que nos hace desear ser como él, es poderosa, tremendamente poderosa. El sentimiento de conexión con el otro –el protagonista de la ficción–, es una forma vicaria de vivir la vida que enriquece la experiencia personal del lector y que, sin duda alguna, dado el placer y satisfacción que causa y el anhelo que colma, es uno de los factores fundamentales que hace tan atractiva la literatura de ficción.

Pero, por eso mismo, es también, una de las herramientas más valiosas para una educación, sea esta meramente estética, sea más integral o moral. Es, de hecho, el núcleo central de toda educación poética. Paul Ricoeur sostiene que ese poder que encierra cierta literatura puede producir una transfiguración en el lector. De esta manera, los jóvenes lectores pueden enfrentarse a la lectura con una implicación imaginativa muy personal, de la mano de los sentimientos que experimentan al penetrar en la historia que se les cuenta. Una implicación con «lo que se siente» al conocer, por ejemplo, al generoso y valiente Huckelberry Finn, al ingenuo y a la vez firme Jim Hawkins, al humilde y desprendido Galahad, al feroz y noble Aragorn, o al sacrificado y pertinaz Frodo. Y que quizá, más adelante, les ayude a experimentar la inmensa grandeza humana del Quijote, la piedad de Eneas, la valiente resignación de Héctor, o la fortaleza de Antígona.

De esta forma, la gran literatura puede afectar a la sensibilidad e inteligencia de nuestros hijos despertándolas, enriqueciéndolas e impulsándolas hacia lo bueno, bello y verdadero. Pero, del mismo modo, también pueden fomentar un cambio a peor. A veces, el arte literario puede persuadirnos –y más a los niños– para que actuemos de forma poco virtuosa, haciéndonos menos, y no más, de lo que éramos. Por esta razón debemos extremar el cuidado, poniendo en manos de los chicos literatura de la buena, sin descuidar su lado moral e ideológico.

Ahora bien, esto no es todo lo que guarda en su interior ese fascinante encantamiento. Otro aspecto fundamental del mismo, es cómo, a su través, la literatura es capaz de reflejar de forma significativa acontecimientos de la vida real similares a los que el propio lector ha vivido previamente, y como posibilita que este pueda entrelazar estos últimos con los ficticiamente descritos por el autor, en lo que se revela como una personal, propia e intransferible lectura de la obra. Tal vez por eso las tramas y los personajes de la gran literatura clásica perduran en el tiempo, ya que logran tocar de manera lúcida y universal temas profundos que fluyen a través de la vida de la mayoría de la gente.

Pero esto, no es en absoluto fácil. Ahí es donde se revela el genio del escritor, y esto nos da otra razón para no leer cualquier cosa, y discernir y elegir finalmente lo mejor.

Por ello, experimentar a través de la lectura ese encantamiento superlativo y transformador, no es algo muy común. No todos los libros pueden darnos eso. El lugar al que acudir en su busca se encuentra entre las páginas de los mejores, de los grandes y buenos libros de los que les he hablado, donde las palabras se cargan del mayor y más profundo significado, y donde las mejores de entre ellas se encadenan, unas a otras, en el mejor de los órdenes posibles.

Y, por si fuera poco, además, existe la posibilidad de que esta buena y gran literatura ayude a nuestros hijos a llegar más lejos todavía, a acercarlos, en lo posible, a la verdadera realidad. Y es que, en la creación y la experiencia del arte se produce algún tipo de encuentro con la trascendencia. Pero, ¿qué es este «ir más allá»? ¿Hacia dónde apuntan las artes?

C. S. Lewis decía que la literatura puede enseñarnos, no solo a plantearnos una visión diferente del mundo, o a preguntarnos sobre la condición humana, lo que es importante, sino también –y esto es más importante aún– a pensar en la existencia de un mundo paralelo e invisible a nuestra material cotidianeidad, a hacernos más fácil aceptarlo, y a «imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención» como será ese mundo desconocido, con el que no resulta para nosotros posible contactar o que no podemos, al menos por el momento, experimentar. Por tanto, nos ayuda a entrever con trascendencia más allá de nuestra existencia cotidiana y material. Y, por último, nos muestra, de igual manera, a través del acto subcreador del artista y de la imaginación que lo posibilita, que el mundo no solo fue hecho de la nada, sino que es innecesario, que esa creación es libre y contingente, que podría no haber sido o sido otra cosa, pero que es lo que es ––y con ella somos nosotros––, porque Quien la ha creado ex nihilo, así lo quiere, como manifestación del esplendor de su gloria. Es decir, que no estamos en un mundo de azar, sino en un mundo que tiene una razón de ser; y, por tanto, debemos la existencia a un Dador, a un Creador.

Pero, aun hay más, sí, ¡más todavía! Porque el arte –y la gran y buena literatura lo es en grado superlativo–, nos llama igualmente a un orden, a una rectitud, a una armonía, y demanda en nosotros una inocencia y un anhelo de justicia, que están, todos ellos, más allá de lo que podemos experimentar en nuestro pequeño mundo material, a pesar de su maravilla y belleza. La experiencia artística, en su mensaje y en la simbolización emocional y bella de sus formas, causa en nosotros anhelos trascendentes de un lugar en el que, para siempre jamás, todas las cosas sean bellas, buenas y verdaderas, y que bien sabemos no se encuentra aquí. Hace, por tanto, nacer en nosotros una nostalgia, una morriña infinita por volver al hogar. Como bien expresó el cardenal Newman:

«Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro».

Y esto no nos deja ya indiferentes. Nos marca, nos aturde y nos anonada. Como George Steiner, un hombre en absoluto religioso, escribió una vez, el impacto en nosotros del arte verdadero es:

«Una Anunciación de “una terrible belleza” o gravedad irrumpiendo en la pequeña casa de nuestro ser cauteloso. (…) Si hemos oído bien el batir de alas y la provocación de esa visita, la casa ya no es habitable del mismo modo que antes».

Todo ello es sin duda extraordinario, y puede ayudarnos a una mejor comprensión del mundo y su misterio, aunque sea a través de las humildes y falibles palabras humanas. La comparación que hace Steiner de la experiencia estética con la Anunciación plantea la pregunta: ¿Pueden las artes ponernos en contacto con Dios? Probablemente no, al menos, no por nuestra propia iniciativa; pero lo que quizá puedan hacer es brindarnos ayuda para prepararnos para ello. Pues, como escribe el académico Glenn Arbery:

«Sin ser específicamente religiosa en sí misma, [la literatura] puede dar una experiencia de ‘una gloria común’, que insinúa algo que, de otro modo, sería indecible, acerca de la naturaleza del Verbo a través del cual se hacen todas las cosas».

9.10.23

De la rima al álbum ilustrado

                           «El libro ilustrado». Obra de Eugenio Zampighi (1859-1944)

   

 

«El límite de mi lenguaje es el límite de mi mundo».

Ludwig Wittgenstein

 

 

La función fundamental del lenguaje es la comunicación. Y esta, para ser eficaz, requiere de coherencia y estabilidad en la relación base de todo lenguaje: la adecuación de la palabra a la cosa, idea o acción que nombra. Así, el lenguaje es el instrumento para transmitir a los otros la propia visión o concepción de la realidad, y, por lo tanto, de la verdad del mundo.

Todo ello tiene implicaciones, además de prácticas, metafísicas, ontológicas y morales. Porque, si las palabras son, como pensamos, signos que representan conceptos, que, a su vez, son representaciones mentales de los objetos del mundo, deberá haber una correspondencia entre las cosas o sucesos, entre los conceptos y las palabras; lo contrario conduciría a una disonancia cognitiva de consecuencias fatales para las relaciones humanas y para el hombre; la historia de Babel está ahí para ilustrarlo.

Tras todo ello, late una cuestión crucial: el tema de la verdad. Como sostuvo Aquino, la verdad es un aspecto fundamental en el habla y está estrechamente ligada a la capacidad humana de conocer y entender el mundo tal y como es, ya que supone una correspondencia entre la mente y la realidad. Por ello, estar en la verdad, conocer la verdad, es una condición necesaria para la validez del lenguaje. Para el Aquinate, el lenguaje solo es válido cuando representa con precisión al mundo, y esto requiere una conexión correcta entre el pensamiento y la cosa que este conoce.

Y el momento donde esto se apuntala, donde se adquiere y se interioriza esa íntima relación, es la primera infancia. Luego vendrá una extensión cuantitativa de las cosas del mundo y de las palabras que las nombran, una ampliación del vocabulario, pero toda nueva palabra aprendida responderá a ese esquema y a la confianza que ofrece: la correspondencia entre la forma y el fondo, el nombre y el objeto que nomina.

Y educar es, básicamente, enseñar a nombrar de manera adecuada. Este lenguaje se transmite de padres a hijos, se hereda, y se enriquece en cada generación, pero aquello que se recibe no debe ser cuestionado a la ligera. Cuando alguien cuestiona un nombre genera caos en el frágil orden de la realidad concreta, por esta razón se ha convenido en llamar a ciertas palabras verdades, porque son afirmaciones incuestionables. Y por ello, hoy, con aviesa intención, se trata de que esto no sea así.

George Orwell, escribió lo siguiente, en su ensayo La política y el idioma inglés (y más tarde lo plasmó más crudamente en su novela, 1984):

«En nuestra era (…) todos los problemas son políticos, y la política en sí misma es una masa de mentiras, evasiones, locura, odio y esquizofrenia. Cuando el ambiente general es malo, el lenguaje debe sufrir. (…) Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento».

Sin embargo, no crean que se trata de algo novedoso, o que su descubrimiento se lo debamos al cercano Orwell y la neolengua de su 1984. En su día, Platón hizo causa de un combate contra esta corrupción de la palabra, personificada en las personas de los sofistas (reflejado, por ejemplo, en su diálogo Gorgias), quienes se había apoderado del espacio público y privado de su Atenas natal. Con los sofistas la palabra se transforma en un instrumento de poder, como dice Josef Pieper. El sofista es el fabricante de una ficción. Pero, lo perverso de su conducta es que trata de hacer pasar esa ficción por realidad. Y así, manipula y engaña, siendo su instrumento de engaño y corrupción la palabra. Una muestra de ese abuso del lenguaje con fines de dominio y poder lo relata, más o menos en el mismo tiempo, Tucídides, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, donde escribía hace 2.500 años:

«Cambiaron incluso, para justificarse, el ordinario valor de las palabras. La “audacia irreflexiva” fue considerada “valiente adhesión” al partido, la “vacilación prudente", “cobardía” disfrazada, la “moderación", una manera de disimular la “falta de hombría", y la “inteligencia” para todas las cosas, “pereza” para todas. Por el contrario, la “violencia insensata” fue tomada por algo necesario a un hombre, y el tomar precauciones contra los planes del enemigo, un bonito pretexto para zafarse del peligro. Los “exaltados” eran siempre considerados “leales", y los que les hacían objeciones, “sospechosos". (…). La causa de todo esto fue el deseo de poder y de honores. (…). Cosas que suceden y sucederán siempre mientras sea la misma la naturaleza humana».

Así que habrá que prestarle atención a este asunto.

Y el primer lugar donde deben cuidarse estas cosas es en la familia. En su seno se ha de enseñar a los niños los nombres correctos de las cosas, personas y emociones. Más tarde, y como refuerzo, la escuela deberá afianzar lo hecho en casa.

Uno de los primeros instrumentos mediante los cuales se inicia al niño en esta primera educación son los libros; y un tipo donde especialmente se trata de esta correcta adecuación entre la palabra y la cosa son los denominados álbumes ilustrados.

Voy a hablarles de tres ejemplos, el primero y el último separados entre sí por 66 años.

 

LA CASITA, de Virginia Lee Burton (1942)

 

Alrededor de una pequeña casa de campo (que se humaniza como principal protagonista del relato), sólidamente construida, va pasando el tiempo; y con él todo aquello que la rodea: pasan las estaciones, se aran los campos, se construyen caminos y luego carreteras, y a su alrededor surge una aldea, que pronto se convierte en un pueblo, y más adelante en una pequeña ciudad que comienza a crecer desmesuradamente: se levantan casas y edificios más altos que terminan rodeándola empiezan a pasar tranvías por delante y luego el metro por debajo y más tarde un tren en un paso elevado justo por encima… Frente a estos cambios, la casita va empequeñeciendo, no solo físicamente, sino también espiritualmente, y el desconcierto, la tristeza y la soledad se apoderan de ella: Sin embargo, gracias a su recia naturaleza y sus firmes cimientos, la casita resiste todos los asaltos, hasta que la tataranieta del hombre que la construyó decide trasladarla de nuevo al campo, y allí la vemos renacer, en un nuevo florecimiento.

El relato, no solo es la historia a través del tiempo de una casa. Si no que, como a escondidas, encierra un mensaje de mayor calado. No solo enseña a los niños el contraste entre el sosiego de la casa del campo y el trajín casi inhumano de la gran ciudad, que también, sino que, aún más profundamente, nos muestra que hay cosas duraderas, que, si están bien asentadas, con sólidos cimientos, pueden resistir los embates del tiempo y los cambios físicos o espirituales. Y también nos recuerda que, si uno se esfuerza, aún hoy, aún ahora, puede rescatar del olvido aquellas cosas valiosas que es preciso rescatar, como en este caso, la casita construida por el tatarabuelo de la protagonista secundaria (la principal, es la propia casita). La característica simplicidad expresiva de Wise Brown se muestra en este pequeño álbum, que ganó en el año 1942 el más prestigioso premio para los libros ilustrados, la medalla Caldecott.

Editada por Sitesa, 1994; y en una más nueva edición por Lata de Sal, 2022.

 

LOS LIBROS DE RICHARD SCARRY

 

Estamos ante un autor de betsellers. Richard Scarry llegó a escribir e ilustrar más de 300 libros, de los que se han vendido más de 100 millones de ejemplares, traducidos a decenas de idiomas. Pero, todos sus libros responden a un mismo esquema: sus personajes son siempre animales antropomórficos que desempeñan, con afán y dinamismo, las más variadas actividades en los más variopintos lugares y escenarios, aunque la mayoría de las veces el lugar es la ficticia ciudad de Busytown (Ciudad Laboriosa). El mérito de este prolífico autor es que sus protagonistas, sin dejar de ser cerdos, gatos, perros, conejos, ratones (incluso búhos, castores, mapaches, hienas y cocodrilos), consiguen parecer humanos. Y es que, aunque se trata de caricaturas, no por ello dejan de ser reconocibles en ellas rasgos humanoides, ya que el trazo de Scarry combina con destreza el realismo de sus características naturales, con la fantasía y la imaginación.

A los niños pequeños les fascinan las muchas y diferentes tareas en las que esos incansables y diligentes animalitos se afanan cada día, y las ilustraciones de Scarry, llenas de detalles, harán que los pequeños lectores pasen horas y horas estudiando con atención las páginas de estos libros. Se trata de obras hechas al modo de los diccionarios visuales (de los que el autor reconoce, tomó inspiración), lo que garantizan que, con cada lectura, los niños acrecienten su vocabulario, identifiquen objetos, familiares o novedosos, y descubran una gran multitud de cosas.

El autor siempre intenta presentar información compleja de manera divertida y desenfadada como si se tratase de «un hombre divertido, disfrazado de educador». Y todos sus libros parecen abordar la pregunta de Ramazzini: «¿Qué hace la gente todo el día?» Porque, lo cierto es que, como sus hijos descubrirán, su mundo, es un mundo muy, muy ajetreado y lleno de diversión y de entretenimiento.

En España muchos de sus títulos fueron adaptados y publicados por Editorial Molino, Plaza y Janés y Bruguera y, más recientemente, por Duomo ediciones y Luna Rising, esta última en edición bilingüe.

 

LA OLA, de Suzy Lee (2008)

 

Este es, sin duda, un álbum ilustrado, pero tiene la peculiaridad de que no hay ni una sola palabra escrita en él. No obstante, todo un torrente de palabras se asoman a la punta de la lengua, apenas uno se adentra en sus páginas.

El carácter híbrido del álbum ilustrado típico decae aquí, y la imagen (que, en todo caso, es siempre el elemento dominante) se apodera totalmente de la historia que se quiere contar. Esta es de una enorme simpleza: los juegos con las olas de una niña en un día de playa (de ahí el título). Se trata de juegos intemporales con los que, cualquier niño de cualquier tiempo, podría disfrutar. Las ilustraciones son simples, pero hermosas, bastando dos tonos de acuarela para crear la atmosfera que el relato precisa.

Pero, el álbum contiene algo más, algo que se intuye al comienzo y se confirma en la última de sus páginas, donde se ve, por primera vez, a la madre, alejándose, junto con la niña, de la playa. Y es que el arrojo que muestra la pequeña protagonista, al enfrentar la imponente fuerza y el extraordinario y misterioso movimiento de las olas, solo puede explicarse por la invisible, pero cierta, presencia de la madre, puesta de manifiesto, únicamente, al final de la historia; una presencia que, paradójicamente, la pequeña no percibe como coercitiva o limitadora, sino, más bien, como una garantía de su libertad y su seguridad.

Editado por Bárbara Fiore.