18.01.24

La música y la literatura. Una estrecha relación

                  «Santa Cecilia». Obra de John William Waterhouse ()1849-1917.


 

 

«La música expresa lo que no se puede decir y sobre lo que es imposible guardar silencio».

Victor Hugo

 

«Donde las palabras fallan, la música habla».

Hans Christian Andersen



«Tú eres la música mientras la música dura».

T. S. Eliot

 

 

En su Didascalicon, el monje medieval Hugo de San Víctor nos cuenta que hay tres clases de música: la del universo, la del hombre y la instrumental, y también nos dice, siguiendo a Boecio, que esta última tiene varios tipos:

«Una se encuentra en la pulsión, como en los tímpanos y en las cuerdas; otra, en el aliento, como en las flautas y en los órganos; otra en la voz, como en los poemas y en los cánticos. También son tres los tipos de músicos: uno es el que compone los cantos; otro, el que toca los instrumentos; el tercero, el que emite su juicio sobre la ejecución de los instrumentos y de los cantos».

Y es de la música instrumental como una de las artes de lo que voy a hablarles. Una de las más grandes artes, sin duda. Con una singularidad muy particular que la distingue de todas las demás. La pintura, la escultura, la declamación (que incluía clásicamente a la poesía, que hoy, con el teatro –entonces parte de la música–, conforman la literatura), la danza y la arquitectura (incluso el cine, como modernamente se ha pretendido), juegan, de una manera u otra, con la palabra, una palabra que, con el paso del tiempo, ha dejado de ser oral y se vuelto gráfica. De esta manera, todas las demás artes han terminado volviendo su cara hacia la imagen (hoy, más que nunca). Sin embargo, la música, aunque apartada, conserva su pureza y flota en el aire, resistiéndose a ser engullida por la insaciable imagen; es algo intangible, inmaterial; no puede encerrase, ni medirse ni pesarse, y por eso se resiste a transmutarse en imagen.

Lo que si puede hacerse o quizá mejor, intentarse, es su archivo y guarda. Al menos, de algo parecido a la música –permítanme dudar que lo sea–. No obstante, es ese almacén o caja lo que se mide y se pesa, no lo que pretende contener. Y así, una vez abierta la caja, tal cual la de Pandora fuese, la música vuela libre, a allá donde el espíritu la lleve. Esta particularidad, la hace única. Siendo esto algo que siempre ha acontecido así.

Pero, esta, su naturaleza especial, no la ha impedido relacionarse con las demás artes. Y la relación entablada con la palabra, con la literatura (más bien con la poesía, con la que guarda estrecho parentesco) ha sido una de las más fructíferas.

Veamos cómo, aunque haya sido sometida –al igual que la literatura y la poesía–, al abandono, la marginación y la degradación.

Desde el principio de los tiempos lo musical ha estado presente junto al hombre, incluso en el hombre mismo, y ha jugado un papel decisivo en su modo de vivir. Existe una larga tradición que atribuye poder a la música, un particular poderío para confrontar, aprender y controlar las cosas que nos rodean. Y es en su relación con la poesía dónde esto se manifiesta de la mejor y más clara de las maneras.

Cuenta Álvaro Cunqueiro, que, en el Kalevala (el poema nacional de los fineses), hay un momento en el que el gran héroe Wainamoinen, acompañándose de un instrumento llamado kantele (una especie de arpa de madera), canta a viva voz desde una de las colinas de la Montaña de oro. Todos los seres vivos que pueblan la Tierra acuden a escucharlo, desde el lobo gris al salmón plateado. El canto del héroe llega hasta las profundidades de los mares, y, de esta manera, el dios del mar y de las aguas, Ahto, lo escucha. Y dice la vieja Runa finesa que Ahto:

«Antiguo como el océano, el de la larga barba, asomó fuera de las olas, y su fértil mujer, que se estaba peinando con un peine de oro, al oír el canto, se estremeció de placer, y el peine le cayó de las manos; y saliendo del abismo verde se acercó a la costa y se echó de bruces sobre una roca, escuchando la voz del kantele mezclada a la voz de Wainamoinen. Y lloró».

El Kalevala no es una excepción, sino, más bien, la regla. Como he dicho, tradicionalmente se han reconocido al canto poderes de encantamiento. De hecho, la misma palabra «encantamiento» en latín significa «cantar». Se cuenta que cuando las Sibilas griegas enunciaban sus profecías, lo hacían cantando. Los griegos no creían que los oráculos simplemente predijeran el futuro, sino que realmente ayudaban a determinarlo. Para ellos, la música tenía así el poder de atar al destino y conformarlo y condicionarlo.

A su vez, y paradójicamente, si buceamos en la etimología de la palabra música vemos como esta proviene del latín musicus, y este, a su vez, del griego moysikós, que significa «músico», o más propiamente, «arte de las musas». Así que música sería en su origen «el arte de las musas». Y como nos dice sobre las musas Dennis Quinn, colega de John Senior en el famoso programa de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas:

«Son diosas del misterio. Algunos piensan que en realidad su nombre comienza con la misma raíz que la palabra misterio —y mudo y mito, que también comienzan con la misma raíz—. “Mu”, significa silencio, lo que no es o no puede ser dicho llana y directamente, o que ni siquiera puede ser dicho. Y así, ante los misterios, el hombre cae en silencio para poder escuchar la voz de las musas».

Esto hace la música. Pero hemos de puntualizar que no cualquier música puede hacerlo.

Ya les he hablado en alguna ocasión de que tanto en La República y Las Leyes, como en el libro VIII de la Política, Platón y Aristóteles, respectivamente, resaltan la importancia crucial de la música en la educación del alma. Este principio educativo deriva con toda probabilidad de la idea de origen pitagórico de que existe una conexión misteriosa entre el mundo de los sonidos y el alma humana.

Según los filósofos clásicos, la música es capaz de imitar las actitudes y cualidades morales; y lo hace por medio de ritmos y armonías. Estos poseerían la propiedad de impulsar a imitar, o lograr inferir en el que escucha, disposiciones éticas, ya sean estas virtuosas o viciosas. Por eso la elección de qué música escuchen los educandos no sería indiferente. Y por eso, esta particular paideia no se habría de llevar a cabo por medio de cualquier tipo de música. Estaríamos hablando de un estilo de música muy determinado: uno cuyos ritmos y armonías deberían poseer una cualidad mimética que habría de conducir al niño y al joven hacia la verdad, la belleza y la bondad.

Toda esta sabiduría fue recogida por la Roma clásica y, a través del método educativo del trívium, siguió siendo estimada en la Cristiandad medieval. Los cristianos tenemos hasta una santa como patrona de la música y los cantores, Cecilia, la virgen y mártir romana, que cantó en silencio, desde su corazón, a Dios. Porque el corazón puede ser, misteriosamente, instrumento y guardián de melodías y tonadas inaudibles, aunque siempre sentidas.

La filósofa María Zambrano escribió al respecto:

«Aunque no preste atención el hombre al incesante sonar de su corazón, va por él sostenido en alto (…). Y así́ los pasos del hombre sobre la tierra parecen ser la huella del sonido de su corazón que le manda marchar (…) [El corazón] está a punto de romper a hablar, de que su reiterado sonido se articule en esos instantes en que casi se detiene para cobrar aliento. Lo nuevo que en el hombre habita [es] la palabra».

Este impulso del corazón a la palabra, es la poesía, que tiene mucho de canto, de ritmo, de armonía, de música, en suma.

Y este poder de encantamiento de la música se ve reflejado en la literatura, incluso en la infantil y juvenil.

Ya hemos mencionado el Kalevala finés, pero en el cálido mediterráneo también la música y su poder es consagrado en más de un relato. Por ejemplo, en el del Orfeo, quien, con su canto y su laúd, hizo que los árboles y las cimas de las montañas se inclinaran para escucharle. Y provocó el lloro de las Furias, y que los árboles recogieran sus raíces y las rocas rodaran hacia él solo para poder oírle. Siendo tan hermosa y conmovedora su tonada, que casi logró devolver la vida a su amada Eurídice.

También, en el viaje de Ulises que nos contó Homero, y en la historia de Jason y sus argonautas relatada por Apolonio de Rodas, podemos contemplar el fatal poder hipnótico que también puede tener la música, representado por el canto de las sirenas.

En la literatura infantil también encontramos rastros de esos mágicos efectos musicales. En la obra de George MacDonald, La princesa y los trasgos, el pequeño minero, Curdie, asusta a los duendes cantando una canción que para el oído humano es divertida y burlona, pero que infunde miedo en los corazones de aquellos. Sus canciones tienen el efecto literal de un repelente de trasgos.

En el Legendarium de J. R.R. Tolkien encontramos más ejemplos, comenzando por el Silmarillion, donde Arda, el mundo en el que existe la Tierra Media, fue literalmente creado por el canto de los Ainur, raza de seres angélicos creados por la deidad Eru Ilúvatar.

Igualmente encontramos muestras en El señor de los anillos, cuando Frodo y Sam, que han dejado la Comarca y atraviesan el Viejo Bosque, se detienen junto a un arroyo para descansar. Después de que ambos se hayan quedado dormidos, Sam se despierta y encuentra a Frodo parcialmente tragado por el viejo Willow, un árbol antiguo con un espíritu maligno que crece en las orillas del arroyo. Sam clama desesperadamente pidiendo ayuda, esperando contra toda esperanza que alguien lo escuche. De repente, aparece el alegre Tom Bombadil, el amo del Viejo Bosque. Y le canta al árbol de la misma manera que Curdie le cantaba a los duendes. Y para maravilla y sorpresa de Sam, el árbol cede inmediatamente en su pretensión y deja ir a Frodo.

Y en la obra más querida por Tolkien, Beren y Lúthien, encontramos a Felagund, un elfo, hermano mayor de Galadriel, que se bate en duelo con Sauron cantando canciones, aunque finalmente no consiga derrotarlo.

Un hecho pone de manifiesto la importancia dada por Tolkien a esa relación entre la música y la literatura. En El señor de los anillos, uno de los índices, ¡enumera canciones o poemas! ¿Un índice para canciones o poemas? Pues sí; hay tantos que se necesita un índice. El filósofo católico Peter Kreeft nos lo resume en un breve párrafo:

«Cuando la Comunidad entra en Lothlorien, Sam dice: “Siento como si estuviera dentro de una canción, si entiende lo que quiero decir". Y así es como nos sentimos cuando entramos a este gran libro».

Por su parte, en Las Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, en el libro titulado, El sobrino del mago, Aslan crea Narnia con una canción:

«El león iba y venía por aquel territorio vacío y entonaba una nueva canción. Era más dulce y melodiosa que la que había cantado para invocar a las estrellas y al sol; una suave música susurrante. Y mientras andaba y cantaba, el valle se llenó de hierba verde que se desparramaba a partir del león como un estanque. La hierba ascendió por las faldas de las pequeñas colinas como una oleada, y en pocos minutos trepaba ya por las laderas inferiores de las lejanas montañas, convirtiendo aquel mundo joven en algo cada vez más mullido».

Y en el cuento de El flautista de Hamelín, el flautista toca su flauta para atraer primero a las ratas de Hamelín a la muerte, y luego hace uso de la misma melodía para encantar y llevar secuestrados a los niños de la ciudad, cuando la gente se niega a pagar por sus servicios. Así nos lo cuentan los hermanos Grimm:

«Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.

Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.

Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde».

Finalmente, en el Mercader de Venecia, Shakespeare nos habla del poder de la música para cambiar el carácter de un hombre. Al igual que una bestia salvaje puede ser domesticada por el sonido de una trompeta, un hombre puede transformarse por causa de la música:

«Puesto que no hay nada tan terco, duro y lleno de cólera que la música no lo cambie de naturaleza por algún tiempo. El hombre que no tiene música en sí mismo y no se mueve por la concordia de dulces sonidos, está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos, tan sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre. Atiende a la música».

Por supuesto, hay muchos más ejemplos, pero esta pequeña muestra nos servirá como ilustración.

Como vemos, la música encierra propiedades mágicas y misteriosas. Peter Kreeft, nos dice por qué:

«La música es claramente el lenguaje de la creación; Dios y sus ángeles cantan el mundo en el ser. (…). Esta es la “música de las esferas", en la que todo es. Este es el “Cantar de los Cantares” que incluye todas las canciones. Toda la materia, todo el tiempo, todo el espacio, toda la historia, todo está en este lenguaje primordial. (…). Nada es más importante para la buena sociedad, para la educación, para la felicidad».

Así que atiendan a la música, como prescribió Shakespeare. Pero, tal y como Aristóteles y Platón nos advirtieron hace más de 2000 años, recuerden: tengan cuidado con la música que escuchen, tanto ustedes como sus hijos.

8.01.24

Un firme propósito: Conjugar los intereses de los niños y la literatura

               «Lección de astronomía». Obra de Steven Christopher Seward (1958-).

 
 

 

«El arte de enseñar es el arte de ayudar al descubrimiento».

Mark Van Doren

  

«No emplees, pues, la fuerza para instruir a los niños; que se eduquen jugando y así podrás también conocer mejor las inclinaciones y disposiciones de cada uno de ellos».

Platón. La República

  

«Pues la mente no necesita llenarse como un vaso, sino que, como la madera, sólo necesita encenderse para crear en ella un impulso de pensar con criterio y un ardiente deseo de encontrar la verdad».

Plutarco. A la escucha

 

 

Muchos de nosotros, a primeros de año, hacemos buenos propósitos. Como si no supiéramos –como bien sabemos– de la conveniencia y necesidad de hacerlos constantemente y en todo momento. Pero, aun cuando lo sabemos de sobra, lo del primero de año tiene el atractivo de todo nuevo comienzo. Y estando pues donde estamos, yo les presento un propósito adicional a los que se dispongan ya a emprender (aunque quizá sea un propósito que algunos hayan ya hecho suyo). Lo que les planteo es estimular en sus hijos la lectura, lectura de la buena, atendiendo y alimentando sus intereses personales y despertando alguno de sus anhelos más humanos.

Los padres lo sabemos bien. Los niños invertirán una inmensa cantidad de energía en las cosas que les interesan y en los objetivos que realmente les importan. Eso es así.
También es del conocimiento de todo estudioso de la naturaleza humana que, a los hombres, lo que nos mueve y nos impulsa a actuar es aquello que despierta nuestro interés. Y los niños viven desbordados en esta cuestión, rebosan en intereses, de muchos y variados tipos, nacidos de su innata curiosidad. Pero, como también sabe cualquier observador atento de lo humano, los intereses se amplían y crecen cuando hay oportunidad de vivirlos y material vital del que puedan nutrirse.

No obstante, y aunque hoy parece que el catálogo de experiencias y vivencias es mayor que nunca, existe el riesgo cierto, asociado a esa cultura reinante de la superficialidad fugaz, de que los niños se contenten con ser meros degustadores de toda esa enorme oferta, y que se limiten a rozar la superficie de las cosas sin profundizar nunca en ellas.

Por otro lado, como también sabemos, los intereses no surgen en el vacío. Los estimula la experiencia, como hemos dicho. Y si los padres no nos preocupamos de que en las vidas de nuestros niños haya bocados de realidad de la buena, de la que les ayuda a crecer, y nos olvidamos de despertar en ellos sanos intereses que les lleven a florecer como personas, otros ocuparán nuestro lugar, y les facilitarán las experiencias y vivencias que ellos consideren pertinentes, las más de las veces, no en pro del interés de los niños o del bien común, sino al servicio de sus muy particulares conveniencias.

Por ello, es imperativo que nosotros, los padres, ofrezcamos a nuestros hijos algo más que smartphones, portátiles o videoconsolas. Que les demos una porción de realidad, de la pura y dura, de la que se exhala en los campos, de la que se respira en las calles y los parques, de la que se transpira en toda convivencia familiar sana. Y, que, además, como complemento vitamínico, a modo de reconstituyente o estimulante, les facilitemos la lectura de buenos libros, pues ellos, no solo serán uno de los destinos naturales de esas inquietudes, curiosidades e intereses nacientes, sino que los retroalimentarán en un sano círculo virtuoso que no tendrá fin.

Y es que los libros son de capital importancia en esta cuestión.

Sabemos, por experiencia personal, que los intereses de cada niño se limitan, la mayoría de las veces, a aquello que ha tenido oportunidad de vivir o experimentar. Por supuesto, también sabemos que hay muchas cosas que podrían interesarles si tuvieran la ocasión de conocerlas. La tarea de los padres es, por lo tanto, no sólo alimentar los intereses que el niño ya posee, sino también abrir ventanas y puertas a su imaginación y conocimiento, creando para él nuevas vías de interés.

Y aquí, además de la fundamental experiencia vital del contacto con lo real, con la vida misma (tal olvidada hoy), está, para ayudarnos y ayudarles, la lectura.

Los libros no solo ayudarán a los niños a responder a las preguntas que les asalten sobre lo que ven a su alrededor, sobre aquello que viven cada día, sino que, también, por razón de ese círculo virtuoso del que les hablé, podrán hacerles interesarse por cosas y personas ajenas a su propia experiencia. Y ayudarán a obrar en ellos un cambio, abriéndoles nuevos caminos de conocimiento y despertando en ellos nuevos intereses, que, a su vez, los libros ayudarán a colmar. Libros que, desde la aparente soledad de sus páginas, les susurrarán, en voz queda y suave, que la vida puede ser más de lo que parece a simple vista, ayudándoles, quizá, como decía el rey Lear, a «asumir el misterio de las cosas/Cual si fueran espías de Dios».

Como padres, por tanto, no habrán de hacer otra cosa que aquello que aconsejaban sabiamente Plutarco y Platón: ayudar a sus hijos a descubrir las inclinaciones peculiares de su genio, encendiendo en sus corazones y sus cabezas un brillante fuego que haga nacer en ellos un amor por la verdad, la belleza y la bondad.

Así que, comiencen el año poniéndose a la tarea, porque es urgente y necesaria. Y no abandonen. Aparten a los niños de las pantallas; sáquenlos a la realidad; jueguen con ellos; ofrézcanles buenos libros; y lean, lean, ante, por, para y con ellos. Una tarea, por demás, apasionante y enriquecedora, que ellos siempre les agradecerán.

22.12.23

Poesía Y Navidad

                     «La estrella de Belén». Obra de Margaret Tarrant (1888-1959).



 

«Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: «Gloria sea en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».


Miguel de Cervantes. El Quijote

 

  

  

Hay un género único en la literatura occidental, exclusivo de la cultura cristiana, que se hace eco del extraordinario acontecimiento que estamos a punto de celebrar. Jesús es el único hombre en la historia, cuyo nacimiento ha sido ampliamente celebrado a lo largo de los siglos por los más grandes poetas.

El conjunto de la poesía navideña es de una riqueza enorme, tanto en extensión como en calidad. Las primeras tonadas de las que se tiene constancia –el comienzo de la gran e inacabada corriente de cantos en honor al nacimiento de Cristo– se remontan a finales del siglo primero. Luego, tras un silencio de unos doscientos años, comienzan a oírse voces en Oriente y Occidente, cantando en siríaco, griego y latín el acontecimiento de Belén. De san Efrén o Efraín de Siria, que vivió en el siglo IV como asceta en una cueva cerca de Edesa, se conservan magníficos poemas navideños. Más tarde, los villancicos e himnos se volvieron en la Edad Media en casi innumerables, y desde entonces ningún siglo ha carecido de su abundante corona de canciones navideñas.

Lo que san Efrén escribe es a menudo solo doctrina versificada, con la que él esperaba, por medio de esta forma alada que es siempre la poesía, poner en fuga a los enjambres de herejes. Y así nos canta:

«¡Bendito sea el Niño, que ha hecho joven al hombre de hoy!».

Una vez más, con una ternura que apenas esperamos en el austero ermitaño, clama:

«¿A quién te pareces, niño feliz, hermoso pequeño, cuya madre es una virgen, cuyo Padre está oculto, a quien ni siquiera los serafines son capaces de mirar?».

Él inicia la tendencia, constante y mantenida en el tiempo, de colocar como temas centrales navideños, tanto el contraste entre la madre y su hijo, como la desemejanza entre la pequeñez del recién nacido y la inmensidad del Dios hecho hombre. Así hace decir a María:

«¿Cómo te abriré la fuente de leche, oh Fuente?

¿Cómo te daré de comer a Ti, que alimentas a todos con tu mesa?

¿Cómo llevaré a los pañales al que está envuelto en rayos de gloria?»

Desde entonces, lo curioso y extraordinario de los versos y villancicos navideños es cómo la profundidad de su tema se alía, sin padecimientos ni mermas, con la rima y el ritmo populares; cómo la lírica y la épica, propia de todo poema, se elevan hacia el Cielo sin que apenas se note, para cantar, como se ha venido cantando desde el primer verso de san Efrén y se seguirá cantando por los siglos de los siglos, la expresión poética de un principio teológico, de una sutileza metafísica inefable.

Sea a través de adustos ermitaños como san Efrén, de recoletas monjas como santa Teresa o santa Hildegarda, de silenciosos monjes como san Juan de la Cruz, de sesudos estudiosos como santo Tomás, de inquietos humanistas como Juan de Encina, de enormes literatos como Lope de Vega, o de la fecunda y apasionada fe popular, lo cierto es que la lírica navideña no ha dejado de florecer para nuestro deleite y para gloria de Dios.

A continuación, les dejo unas modestas, y muy particulares, antologías de mi cosecha.

POEMAS PARA EPIFANÍA Y REYES

MÁS POEMAS PARA NAVIDAD, ADVIENTO Y REYES

POEMAS PARA NAVIDAD I

POEMAS PARA NAVIDAD II

 

15.12.23

Navidad y regalos. Algunas recomendaciones

                   «La adoración de los Magos». Obra de Murillo (1617–1682).

 

   

   

«El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente».

Benedicto XVI. Caritas in veritate

    

      

    

Sabemos que el regalo es una muestra de amor y generosidad. Y también de gratitud. Podríamos pensar que la gratitud es una virtud amparada bajo las inmensas alas de la caridad. Pero según Aquino esto no es así. Para él, la gratitud está relacionada con la justicia. La razón radica en el hecho de que la gratitud tiene que ver con Dios, se origina y finaliza en Él, pues Él nos da todo lo que somos: de Su voluntad depende nuestra existencia, y de Su gracia nuestra salvación. Sobre el efecto en nosotros de esa gratuita donación divina, Romano Guardini escribió lo siguiente:

«Dar y agradecer, que elevan al hombre por encima del funcionamiento de una máquina o del instinto de los animales, son realmente el eco de algo divino».

Y si la gratitud es uno de los «ecos» de Dios, y el regalo es su más pura expresión, no nos costará pensar que, en esta época navideña, en la que celebramos y recordamos el más increíble y esperanzador de todos los regalos –la encarnación de Dios mismo y todo lo que eso supone–, debamos de corresponder, no solo, y por supuesto, dándonos a Él por entero y a los demás como reflejo de esta entrega absoluta, sino, incluso, y mucho más modestamente, por medio de obsequios materiales y precederos a regalar entre nosotros, en imitación al oro, incienso y mirra que Él recibió de los Magos. Hay aquí una profunda teología que va más allá de lo que se puede expresar en estas pocas líneas.

Y lo cierto es que, los libros, los buenos y los grandes libros, que han sido siempre un buen regalo, se revelan hoy como un obsequio imprescindible. Así que ahí van una serie de sugerencias. Algunas, obvias, otras menos previsibles. En todo caso, les remito, como siempre, a mi blog y a mi libro, De libros, padres e hijos (RIalp). Quizás allí encuentren algo más de ayuda. Porque, sé que, tanto en uno como en otro sitio, faltan muchos títulos, y, quizá para algunos, sobren otros tantos. En todo caso, hay tanto donde elegir que no debemos inquietarnos: encontraremos seguro aquello que buscamos.

Y, por supuesto, les deseo a todos una feliz y santa Navidad.

  

PARA LOS MÁS PEQUEÑOS (LECTORES U OYENTES)

TODOS LOS LIBROS de Edith Nesbit, con su acertadísima combinación de aventura, misterio y fantasía. Una propuesta atemporal, en sabia respuesta a las naturales demandas del alma infantil, necesitada como nunca estos días de inocencia, asombro y maravilla. Los seremosbuenos, Los buscadores de tesoros, Los chicos del ferrocarril, La ciudad mágica, Historias de dragones, o la trilogía de la extraña criatura conocida como Psammead, (Cinco chicos y eso, La historia del amuleto y El Fénix y la alfombra); cualquiera de ellos será una elección irreprochable y segura.

EL VIENTO EN LOS SAUCES, de Kenneth Grahame. Un clásico de la literatura infantil, con un título poético que empuja suavemente a abrir sus páginas. Un libro que alterna la laxitud del sosiego con la acción trepidante; la relajante calma de un paisaje rural con una entrañable trama de relaciones entreveradas con deslumbrantes relámpagos de la verdadera amistad, y todo ello trufado de fino humor. El libro se centra en cuatro personajes animales antropomorfizados, en una versión pastoral de Inglaterra, en busca de algo universal: el hogar como lugar del descanso al que volver, donde todos hallamos la seguridad y el calor al amparo de la familia y los amigos. La novela destaca por su mezcla de misticismo, aventura, moralidad y camaradería, en un lenguaje colorido y hermoso.

EL HOBBIT, de J. R. R. Tolkien. El maravilloso preludio de El Señor de los Anillos. Una de las más grandes fantasías épicas hecha expresamente para los niños: como Alicia y como El viento en los sauces, El Hobbit tiene un origen doméstico, pues, como los otros dos, la historia fue ideada por Tolkien con la intención de entretener a unos concretos niños, en este caso sus hijos. Bilbo Baggins, un hobbit respetable y acomodado, vive cómodamente en su madriguera de hobbit en la Comarca, hasta el día en que el mago errante Gandalf el Blanco lo elige para participar en una aventura de la que quizás nunca regrese y que cambiará para siempre el mundo que le vio nacer: recuperar el hogar y el tesoro de los Enanos, usurpado tiempo ha por el horrendo dragón Smaug.

LAS CRÓNICAS DE NARNIA (serie), de C. S. Lewis. Hace más de 70 años C.S. Lewis creó una tierra de maravillas, fantasía y magia, de heroísmo, fe y sacrificio, y decidió dar a esta tierra el nombre de Narnia. Desde entonces, los cuatro niños Pevensie han vivido en la imaginación de muchas generaciones de niños, los cuales abrieron la puerta de su imaginación al tiempo en que, la más pequeña de los hermanos, Lucy, hizo chirriar las bisagras de un extraño guardarropa y entró en la tierra mágica de Narnia. Estos seis libros exponen la historia de Narnia desde la creación hasta la destrucción y más allá hasta su recreación por Aslan, el mítico león, prefiguración de Cristo.

GUILLERMO BROWN (serie), de Richmal Crompton. Intemporal, gratificante, encantador, y tremendamente divertido. Las aventuras y desventuras del escolar más desaliñado e inconformista que hayan visto los siglos. Es imperativo y altamente recomendable para la salud mental de nuestra sociedad, que el intratable Guillermo y sus amigos, Pelirrojo, Douglas y Enrique («los proscritos»), sigan seduciendo a las nuevas generaciones con sus discursos descuidados y reivindicativos y su resistencia ser domesticados. Una delicia humorística, para padres e hijos por igual.

EL DOCTOR DOOLITTLE (serie), de Hugh Lofting. En un mundo donde, pretendidamente, los ambientes naturales y las criaturas que los habitan son objetos y sujetos de cuasi adoración, las entretenidísimas historias del más famoso «médico» de animales, el famoso Doolittle, el que habla con las bestias, son de presencia inexcusable en cualquier biblioteca infantil que se precie.

EL CONEJO DE TERCIOPELO, de Margery Williams. La historia, tierna y atemporal, de un conejo de peluche y sus ansias por convertirse en un ser real… y quizá también algo más. Un álbum clásico que, además de relatar de forma dulce la relación afectiva entre un niño y su peluche, encierra también un mensaje trascendente: que el camino ––duro y sufriente–– para lograr una existencia real es amar y ser amado, lo cual tiene un eco cristiano difícil de silenciar.

AL CORRO DE LA PATATA, PITO, PITO, COLORITO: FOLKCLORE INFANTIL, o COLORIN, COLORETE. Cualquiera de los libros que recogen rimas y canciones infantiles tradicionales recopiladas por Carmen Bravo-Villasante, será una buena elección. Una serie de antologías populares imperdibles que es necesario recuperar cuanto antes. Como dejó dicho la propia Carmen, libros «para reír y para jugar, y también para aprender y seguir jugando. Todas estas rimas y juegos son: alegría y poesía».

LOS CUENTOS DE HADAS, de los hermanos Grimm, de Charles Perrault, de Hans Christian Andersen o de los rusos Afanasiev o Pushkin, (todos, preferentemente ilustrados, bien por Walter Crane, por Arthur Rackham, por Iván Bilibin o por Edmund Dulac). A decir del gran Chesterton, «en toda historia que se precie deben estar presentes estos tres personajes: la princesa, que es algo digno de ser amado; el dragón, contra quien hay que luchar; y San Jorge, que es alguien que ama y lucha al mismo tiempo», y todo ello lo encontraremos siempre en estos maravillosos cuentos.

LAS MÁS BELLAS HISTORIAS y LOS NIÑOS DE LAS RAÍCES, de Sibylle van Olfers y LOS NIÑOS DEL BOSQUE, EL HUEVO DEL SOL y LAS AVENTURAS DE BELLOTA, AVELLANITA Y CASTAÑITA, de Elsa Beskow. Un deleite estético y un bálsamo de belleza y verdad. En estos álbumes, hermosamente ilustrados, podrán encontrar sencillos cuentos de hadas desarrollados en un ambiente de contacto pleno con la naturaleza, y bajo la visión pura y maravillosa de un niño que se asombra ante lo creado.

PERICO, EL CONEJO, Y DEMÁS CUENTOS de Beatrix Potter. Según C. S. Lewis, con la lectura en su infancia de estos bellos cuentos, «llegó por fin, la belleza». Unos libritos de hermosa factura y mucho más hermosa ilustración, que proyectan una perspectiva novedosa –muy útil hoy– sobre nuestra relación con la naturaleza, al tiempo que dejan traslucir un intenso amor y deleite por los animales; estos son los protagonistas absolutos de los relatos a quienes la autora atribuye hábitos y emociones humanas, todo ello en el marco de tiernas historias sobre amistad y aventura y con el trasfondo de un encantador entorno rural.

EL SILVO DEL AIRE, tomo I (antología poética), de Arturo Medina.

  

PARA LOS MAYORES (ADOLESCENTES Y JÓVENES)

EMMA, de Jane Austen. Como todas sus novelas, una educación sentimental sobre las relaciones entre hombres y mujeres, que además es una fantástica lectura. Un curso acelerado sobre el auténtico noviazgo y su objetivo, el matrimonio, aderezado con virtudes aristotélicas y cristianas. A mayores, Austen nos habla aquí también de inteligencia e integridad en el amor: el afecto sensato, menos indulgente –y en cierto modo reflexivo–, es preferible, a largo plazo, a cualquier pasión amorosa, fogosa, pero ciega.

VALANCY STIRLING O EL CASTILLO AZUL, de Lucy Maud Montgomery. ¿Una novela de romance, una novela de crecimiento, un cuento de hadas? Esta obra de Montgomery es todo eso y algo más. Un bálsamo, una puerta a la esperanza a través del amor y el coraje, que, bajo el manto de una naturaleza sanadora, alejada del entorno claustrofóbico, ajetreado y mundano del mundo urbano, conducen a la protagonista al ansiado «castillo azul» de sus sueños.

REBECA, de Daphne du Maurier. Ejemplo de romance entremezclado con misterio y oprobiad que desde su publicación toca el corazón y la cabeza de los adolescentes profundamente. Una lectura apasionante que mereció una adaptación cinematográfica ya mítica, con Joan Fontaine y Laurence Olivier como protagonistas.

JANE EYRE, de Charlotte Brontë. La pasión y la razón. El orden de las cosas y el desorden del corazón. La afirmación de un carácter frente a un destino despiadado, conformado por la prudencia, la temperancia y la esperanza. Y con un final feliz donde la pasión amorosa es completada con afectos más perfectos y puros, como la amistad y la caridad.

LA HIJA DEL CAPITÁN, de Alexander Pushkin. Historia, amor y aventuras de la mano del maestro de los maestros rusos, el poeta del alma rusa. Un Pushkin que nos presenta a los dos protagonistas en el marco de la historia de la rebelión cosaca del cruel Pugachov, que sacudió el poderoso Imperio de Catalina II, La Grande. María, que representa a una heroína modelo de integridad, pureza, coraje y modestia y Piort, quien, por su parte, es ejemplo de fortaleza y entrega, porque, aunque conoce los peligros que afronta por salvar a su amada y preservar su honor, está dispuesto a caer bajo la espada y a desafiar retos aparentemente imposibles, y todo ello sin abandonar sus afectos y sus convicciones.

SECUESTRADO, de R. L. Stevenson. Otra obra maestra del maestro de la aventura. La prosa rica y fluida de Stevenson nos atrapa desde la primera página, y las desventuras del joven Balfour se convierten pronto en parte de nuestros afanes. Lo mismo que los de su alter ego, y al mismo tiempo reflejo, con Balfour, del propio Stevenson, el heroico Alan Breck. Se trata de una de las mejores novelas históricas jamás escritas, dando una visión muy vivida de la Escocia de mediados del siglo XVIII y de los levantamientos Jacobitas que allí tuvieron lugar. En suma, una lectura placentera, llena de emoción, suspense y acción, que, aun tiempo, trasporta al joven lector a una histórica Escocia, ruda y romántica.

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS, de J. R. R. Tolkien. «Un aviso y una inspiración», según el poeta W. H. Auden, nacida de ese «relámpago en un cielo claro», que era para C. S. Lewis, esta grandiosa obra es eso y mucho más. Un mundo paralelo, y al mismo tiempo, lejano y cercano a este mundo nuestro. La clásica misión heroica, pero al revés, donde se nos revela, sin querer, una visión católica del mundo, en la que el bien y el mal no son dos iguales que han de batirse en duelo, sino que el mal es una corrupción del bien y por ello hay que procurar realizar el bien siempre. Una misión a realizar por un héroe muy peculiar y atípico, un poco como todos nosotros; pero más pequeño: un hobbit, Frodo Bolson, y a su lado, una pléyade de personajes inolvidables, buenos y malos, leales y traicioneros, esforzados y pueriles: los Hobbits, los Elfos y los Enanos, y también los Orcos y demás seres malignos. Y Elrond, Gandalf, Aragorn, Galadriel, Legolas, Sam y Pippin, así como también Gollum, Sauron y Saruman. A no perderse jamás.

DAVID COPPERFIELD, de Charles Dickens. Comúnmente considerada como su obra maestra y su favorita personal, amén de parcialmente autobiográfica, esta novela de crecimiento gira en torno a las tribulaciones del protagonista, David, desde su infancia hasta su madurez, relatando las personas, situaciones y lugares por las que discurre su vida a medida que se desarrolla como persona. Como alguien señaló una vez, en la novela aprenderemos «el valor de la abnegación y la paciencia, la tranquila resistencia ante los males inevitables, y el valor del esfuerzo contra los males remediables».

IVANHOE, de Walter Scott. La novela de aventuras caballerescas por excelencia, que dio paso al, hoy tan trillado, género histórico. De concepción shakesperiana y trama apasionante, Ivanhoe es una novela tremendamente entretenida, llena de caballerosidad, justas, lances y rescates en medio de una intensa lucha del bien contra el mal. ¿Qué más se puede pedir? El cardenal Newman afirmó que fue la primera novela que «había dirigido las mentes de los hombres hacia la Edad Media».

MOONFLEET, de John Meade Falkner. El joven Trenchard vive en Moonfleet, un pueblo inglés con oscuros secretos. Un día descubre una cripta escondida debajo del cementerio donde los contrabandistas se reúnen y esconden sus mercancías. Pero esa cripta esconde algo más… una pista sobre el tesoro escondido de un viejo bucanero. Una gran historia de aventuras. Tras La isla del tesoro de Stevenson, quizá la mejor de las novelas de piratas y tesoros escondidos, a pesar de la discrepancia del propio Stevenson: «la novela que siempre quise escribir, sin embargo, lo único que pude hacer fue “La isla del tesoro"».

CAPITANES INTRÉPIDOS, de Ruyard Kipling. Harvey Cheyne, el caprichoso y mimado hijo de un millonario de 15 años, es arrancado de la cubierta de un transatlántico por una ola fatal que lo arroja al océano y cambia por completo su vida. Recogido milagrosamente por un pesquero, Harvey se ve obligado a pasar la temporada de verano en los grandes bancos del Atlántico Norte, pescando bacalao como un tripulante más del navío. Cuando regresa a Gloucester, Harvey se reúne con sus padres como un joven distinto, maduro y dispuesto a afrontar las responsabilidades de una vida adulta, tras haber adquirido en la travesía los atributos morales que le hacen un digno hijo de su padre.

DOS AÑOS DE VACACIONES, de Julio Verne. En esta novela, el genio francés, nos presenta las vacaciones que cualquier joven habría deseado vivir. Una isla desierta, tiburones, piratas, nativos antropófagos y mil aventuras más, en la subyugante atmosfera que acompaña al compañerismo y la viril competencia de una banda de hermanos. Junto con la anterior novela de Kipling, una muestra más de los beneficios de la sanidad del «patriarcado» bien entendido.

LA PIEDRA LUNAR, de Wilkie Collins. En su decimoctavo cumpleaños, Rachel Verinder recibe como regalo un gran diamante procedente de la India, conocido como la Piedra Lunar. Pero esa misma noche la joya es robada… La historia a la que T.S. Eliot llamó «la primera, la más larga y la mejor de las novelas policíacas modernas», llena de misterio, suspense y perspicacia psicológica, contada desde la óptica de cada uno de sus protagonistas.

LA SERIE DE LA PAREJA DE TOMMY Y TUPPENCE BERESFORD, de Agatha Christie. Las andanzas del «matrimonio de sabuesos» compuesto por los, alegres y, aparentemente, frívolos, Tommy Beresford y Prudence ‘Tuppence’ Cowley, harán las delicias de los amantes del misterio clásico. Jóvenes, enamorados… y arruinados. Este es el punto de partida que lleva a la pareja protagonista a embarcarse en un insólito plan de negocio detectivesco: «Jóvenes aventureros, sociedad limitada», cuyo lema lo dice todo: «dispuestos a hacer cualquier cosa, e ir a cualquier parte; ninguna oferta irrazonable será rechazada». Las dos primeras novelas y el libro de relatos, son lo más recomendable. Entretenimiento, emoción y buen pensar a manos llenas.

CUALQUIERA DE LAS NOVELAS O CUENTOS de P. G. Wodehouse, preferentemente los de Jeeves y Wooster, los de Psmith, y las historias del castillo de los Blandings; un mundo idílico: como dijo Evelyn Waugh, sus personajes y sus historias «se desarrollan en el Edén. Los jardines del Castillo de Blandings son ese jardín original del que todos estamos exiliados». A tener en cuenta también, El hombre que fue su propio hijo, de F. Anstey, historia en la cual un padre y un hijo, residente este en el típico internado inglés, intercambian mágicamente los cuerpos. C. S. Lewis la llamó «la única historia de escuela veraz que existe» y la recomendó vivamente. Y desde el centro del Imperio Austro-Húngaro, las increíbles, divertidas y entrañables historias de la familia magiar de Los Gyurkovics (o La familia Gyurkovics), deliciosamente escrita por Francisco Herczeg. Para comenzar a reír y no parar. 

EL SILVO DEL AIRE, tomo II (antología poética), de Arturo Medina.

   

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28.11.23

La importancia de la poesía (II): Poesía y contemplación

                     «Estanque entre la niebla». Obra de Henri Biva (1848-1928).

  

        

      

        

«Todo es símbolo, todo es lo que es y algo más».

San Juan de la Cruz

  

  
«En el pensamiento hay vagabundeo; en la meditación, estudio; en la contemplación, maravilla. El pensamiento es de la imaginación; la meditación, de la razón; la contemplación, de la comprensión».

Ricardo de San Víctor

 

«Este esfuerzo supremo por alcanzar la belleza sobrenatural (…) es quien ha dado al mundo todo lo que éste ha sido alguna vez capaz de comprender y de sentir en materia de poesía».

Edgar Allan Poe

 

«La poesía es un intento de aproximación a lo absoluto por medio de los símbolos».

Juan Ramón Jiménez

  

 

 

El auténtico acceso a la verdad, entendida como el «descubrimiento» de la realidad íntima de Dios en su misterio trinitario, solo nos será accesible a través de la contemplación. Pero esta contemplación no es propia de este mundo, sino que espera al hombre en la otra vida. En esta, como señala el padre Louis Bouyer (1913-2004), el hombre solo puede llegar a conocer un anticipo de ella, y siempre que se oriente eficazmente «hacia su fin eterno por las virtudes teologales». Bouyer está hablándonos aquí de la experiencia mística.

Muchos poetas han creído que el arte podría ser un paso previo para este último tipo de contemplación mística, y, algunos otros, una vía para la expresión y comunicación de tal experiencia a los demás. T. S. Eliot (1888-1965) y Gerard Manley Hopkins (1844-1889) eran de la primera de las opiniones, pero ya antes, santa Teresa de Jesús (1515-1582) o san Juan de la Cruz (1542-1591) no solo lo creyeron, sino que experimentaron la visión mística y nos la trataron de mostrar. Y algunos otros lo intuyeron incluso antes.

Uno de estos fue el monje agustino del siglo XII, Ricardo de San Víctor, Magnus Contemplator, como se le conocía, quien en su obra, Ars Mistica, junto a la clásica división entre la contemplación activa (la que puede reducirse a la meditación) y la pasiva (la única verdadera, infusa y sobrenatural, y que de ningún modo se puede adquirir con nuestros esfuerzos), habla de una tercera especie, de carácter inferior: «el conocimiento de las cosas invisibles de Dios por medio de las cosas visibles del mundo». Esta tercera especie de contemplación puede ser identificada con el conocimiento poético, un conocimiento nacido de la experiencia y adquirido por connaturalidad con la cosa conocida. El filósofo tomista francés Jacques Maritain (1882-1973), en esta línea, da una definición de poesía como «la adivinación de lo espiritual en lo sensible, expresada a su vez en lo sensible». Este conocimiento o experiencia poética estaría orientado, además, a la expresión (sea a través de la palabra proferida o de la obra producida), y es pues, un conocimiento creativo; no en vano la palabra griega de la que procede poesía (ποίησις\poiesis) significa creación.

Contrariamente a ello, en la experiencia mística, el silencio se impone ante la contemplación pasiva de Dios, y se trata, consecuentemente, de un conocimiento infuso en el que el único que llama y actúa es Dios; como decía santa Teresa, «no se suban sin que Dios les suba». La primera de estas contemplaciones es pobre y deficiente, la segunda, una excelencia inefable.

Sin embargo, algunos han tratado de salvar esa inefabilidad de la experiencia mística tratando de hacerla llegar a los demás a través de su expresión poética. El místico, en su experiencia, es elevado por encima de este tercer nivel de contemplación hacia el primero de ellos, y el poeta, en principio, deberá escribir a ese nivel más elemental. Solo cuando el místico y el poeta se hacen uno se produce una especie de milagro. Ello podemos verlo, por ejemplo, en san Juan de la Cruz y su Noche oscura del alma, quien, como poeta, en principio debería de situarse en el nivel inferior, aunque como místico es elevado al nivel más alto de logro espiritual, la contemplación pasiva. ¿Cómo es posible que pudieran conjugarse ambas cosas en la misma persona?

San Juan (y por extensión, todos los demás poetas místicos), en su intento por comunicar lo que es inefable por definición, se ve impelido –por medio de una inspiración quizá sobrenatural– a destruir la lengua y a trenzar y engarzar palabras en unas secuencias ilógicas e incluso anti-semánticas. Él mismo es consciente de esa incoherencia –en nuestros términos humanos–, admitiendo que sus versos «antes parecen dislates que dichos puestos en razón». Sin embargo, como decía santo Tomas de Aquino, «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona». Y así, por muy imperfecto y deficiente que pueda ser cualquier acto humano, la acción profunda de la gracia divina, afina, depura y pule en el hombre sus potencias, incluidas las de la creatividad y la comprensión. De esta manera, con san Juan de la Cruz y los demás místicos poetas, quizá lo que vemos sea, ni más ni menos, la acción del Espíritu Santo en el lenguaje de los hombres, perfeccionándolo, potenciándolo, sacándole luz y brillo en lo posible, y llevándolo a su más alta expresión.

Sin embargo, es a la tercera e inferior forma de contemplación a la que me refiero. A la poesía como mera y deficiente aproximación al conocimiento del hombre y del mundo a través de la experiencia natural de lo creado. A una contemplación más próxima al conocimiento estético de Platón que al puramente intelectualista de Aristóteles, y que tiene por objeto el asombro ante el universo que nos rodea. Y aclaro que no me estoy refiriendo a la Verdad con mayúsculas, a la revelada sobrenaturalmente, sino a la verdad natural en cuanto escalón al que trepar para tratar de alcanzar y conocer aquella.

Por ello, lo máximo a lo que puede aspirar la poesía es a expresar una visión más profunda de la realidad. A intentar esclarecer en lo posible los misterios del mundo como inicio del camino hacia la dilucidación del misterio del mundo. Homero, Dante, Cervantes y Shakespeare amplían nuestro conocimiento sobre nosotros mismos, en parte por su testimonio de una enorme variedad de tipos humanos, y en parte porque acrecientan nuestro acervo de modos de acción moral, pero también nos transportan a un nivel de comprensión que nos hace vislumbrar las conexiones más profundas que ordenan el cosmos, aunque sea de una forma borrosa y cuasi intuitiva. Y digo de forma borrosa porque, si bien, como sostenía Aristóteles, la poesía es superior a la historia ya que puede llevarnos de lo que es hacia lo que debería ser, por esta misma razón es imperfecta, pues carece de ser en acto, y, en consecuencia, peca de imprecisión y de falta de certeza.

No obstante, ella nos da algo a lo que difícilmente podríamos acceder de otro modo, porque, como nos dice Romano Guardini (1885-1968), ante un poema «el lector toma una nueva actitud hacia la existencia que es más profunda que la postura que adoptamos en nuestra vida cotidiana y más viva que la seguida por un filósofo» (…), ya que «sus palabras, que ofrecen una comprensión más profunda del mundo, tienen más poder que las de la costumbre y son más originales que el discurso de un intelectual». El poeta francés Paul Claudel (1868-1955) era de esta misma opinión: «El objeto de la poesía, –escribió– no es como dicen a menudo, los sueños, las ilusiones y las ideas. Es esta santa realidad, en el medio de la cual estamos situados. Es el Universo de las cosas visibles, al cual la Fe añade el de las cosas invisibles. Todo lo que a nosotros mira y a lo que nosotros miramos. Todo eso es la obra de Dios, que forma la materia inagotable de las historias y los cantos, tanto del más grande de los poetas como del más pobre pajarillo. (…) Hay una «poesía perennnis» que no inventa sus temas, sino que regresa eternamente a los que la creación le proporciona». Es también lo que viene a decir el padre Leonardo Castellani (1899-1981) cuando señala que en el poeta el «trato no es con las cosas eternas, sino con las temporales, pero para volver­ a las eternas». Así lo expresa en uno de sus versos Claudel:

«No puedo nombrar nada más que lo eterno.
La hoja se vuelve amarilla y el fruto cae,
Pero la hoja de mis versos no perece».

Sin embargo, los poetas que hacen eso son muy escasos. La mayoría no nos dan nada parecido al conocimiento, ni siquiera en el sentido habitual de la palabra.

Probablemente, uno de los poetas que ejerció esta misión con más cierto –aunque, obviamente, sin llegar a la altura de los místicos– fue William Blake (1757-1827). Nacido cuando el mundo renacentista estaba llegando a su fin, y desarrollando la plenitud de su obra en el apogeo del Romanticismo, desconfiaba profundamente del intelecto como medio para encontrar la verdad y de la ciencia como medio para explorarla. Blake sintetizó esta visión en los siguientes versos:

«Alguna vez debemos creer una mentira
Cuando vemos con, no a través, del ojo».

El poeta inglés vislumbró, aunque deficientemente, la realidad de las cosas, en esa suerte de contemplación de tercer nivel a la que me refiero, no con el ojo, sino a su través. Y dejó dicho sobre la poesía:

«Ver un mundo en un grano de arena.
Y un cielo en una flor silvestre,
Sostener el infinito en la palma de tu mano.
Y la eternidad en una hora».

En todo caso, aun ante esta deficiente visión, algo hay de trascendente en el poeta, hay en él un algo de profeta, y aunque aquello que canta trate de un conocimiento o experiencia natural, aquello que le mueve e impulsa –¿los que los antiguos denominaban Musas?– puede no llegar a ser del todo inmanente.

Baudelaire, el poeta maldito, y Poe, el narrador maldito que deseaba más que nada ser poeta, nos lo cuentan. Dice el primero, casi parafraseando al segundo, que:

«Es a la vez por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, cómo el alma entrevé los esplendores situados más allá de la tumba; y cuando un poema exquisito hace asomar las lágrimas a los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo, sino más bien son el testimonio de una melancolía irritada, de una exigencia de los nervios, de una naturaleza exilada en lo imperfecto y que quisiera entrar en posesión inmediata, ya sobre ésta misma tierra, de un paraíso revelado».

La poeta católica Denise Levertov (1923-1997) también nos dice algo interesante al respecto de esta relación entre la poesía y su fuente y fin trascendentes:

«Diría que para mí escribir poesía, recibirla, es una experiencia religiosa. Por lo menos si uno quiere decir con esto que está experimentando algo que es más profundo, diferente de lo que su propio pensamiento e inteligencia puede experimentar en sí mismos. La escritura en sí misma puede ser un acto religioso, si uno se deja poner a su servicio. No quiero hacer una religión de la poesía, no. Pero ciertamente podemos asumir lo que la poesía no es: definitivamente no es solo un acto antropocéntrico». (Estees, 1996).

Pero esta no es una idea nueva, más de un siglo antes, el cardenal John Henry Newman (1801-1890) en un artículo del año 1839 (reimpreso por él mismo en 1877), escribía que «la poesía es nuestro misticismo», siendo para él la fuente de lo poético Dios mismo. De esta forma, nos dice, el poeta se aproximará o se alejará de la autenticidad, y, por tanto, del carácter religioso, según se encuentre más o menos próximo a Aquel de quien emana ese don.

Y a no olvidar: para ello, el poeta habrá de volverse niño, para así, trasformar la existencia en un poema, tal cual hacen los niños, ya que el camino de la infancia y su pureza conduce al misterio a través del poema. Porque, como versa Charles Péguy:

«Y la voz de los niños es más pura que la voz del viento en la calma del valle.
Y la mirada de los niños es más pura que el azul del cielo».

Pero, en todo caso, aun siendo así, esos grandes poetas, incluso los mayores de todos, los místicos, en último término no son sino aprendices que balbucean torpemente aquello que les es dado cantar. Como dice J. R. R. Tolkien (1892-1973) en su poema Mitopoeia:

«Hombre, subcreador, luz refractada
a través de quien se astilla un único Blanco
de numerosos matices, que se combinan sin fin
en formas vivas que van de mente en mente.
(…)
«Benditos sean los hacedores de leyendas con sus rimas
sobre cosas que no se hallan en el registro del tiempo».

Y aunque nada de esto responde a la siempre perenne pregunta de qué poetas deben ser atendidos, sin duda apunta a ello. Así que dejaré el tema para la próxima entrada.

  

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La importancia de la poesía (I): Poesía y verdad