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16.11.20

El olvido de la memoria (y su rescate a través de la poesía)

                «La puerta de la memoria» Obra de Dante Gabriel Rossetti (1828-1882).

   

 

«Dios nos dio la memoria para que pudiéramos tener rosas en diciembre».

James M. Barrie

 

«Tengo una espléndida memoria para el olvido, David».

R. L. Stevenson. Secuestrado

 

   

 

Al final de la novela Farenheith 451 (1953), de Ray Bradbury, Guy Montag, el protagonista, logra escapar de sus perseguidores y en su huida descubre que no está solo, que hay otros como él, personas que aman los libros y que viven ocultas, lejos de la nueva civilización. Estos exiliados tratan de conservar, para las generaciones futuras, los tesoros literarios proscritos por el régimen, y lo hacen a través de la memoria. Cuando le preguntan a Montag qué obras desea consagrarse a memorizar, menciona dos de los libros de la Biblia: el Eclesiastés y el Apocalipsis.

Comienzo con esta evocación del libro de Bradbury para resaltar que memoria, aprendizaje y literatura han estado juntas desde un comienzo y desde entonces se han entrelazado como los tallos de una enredadera trepando sobre un muro, firmemente unidos y mutuamente dependientes. Pero esta, en un principio, firme unión ha ido resquebrajándose con el tiempo, y si bien la memoria ha sobrevivido a las acometidas de la imprenta, los augurios sobre su futuro en la era de las pantallas son sombríos. Aunque las advertencias nos vienen de lejos. Ya Platón en uno de sus Diálogos (Fedro), pone en boca de Sócrates las siguientes palabras premonitorias, que se refieren al efecto que podrá causar el cambio de la oralidad por la escritura, pero que hoy son igualmente aplicables a nuestra novísima tecnología:

«Esto [la generalización de la escritura], en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán valiéndose de caracteres ajenos, no desde su propio interior y de por sí. No es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos». (Platón. Fedro).

Probablemente, desde hace ya una generación al menos, se ha impuesto en el campo de la enseñanza la idea de que la memorización es, en el mejor de los casos, innecesaria, y en el peor, francamente dañina. ¿El argumento?, que sería perjudicial para la creatividad de los niños y para la comprensión y el disfrute del aprendizaje, lo que pone de manifiesto una identificación errónea de la memorización como una mera acción mecánica carente de sentido y de significado.

¿Y cómo ha ocurrido esto?

Una de las características de nuestra modernidad es que la historia se ha acelerado, los acontecimientos se suceden a velocidad de vértigo y se devoran a si mismos sin solución de continuidad. Las cosas caen con creciente rapidez en un pasado que semeja irrecuperable.

La respuesta de la modernidad ante esta vorágine epistémica no ha sido potenciar la facultad de la memoria, sino prescindir de ella y crear archivos y registros, bases de datos y pendrives de memoria, para reemplazarla o incluso borrarla. La memoria se ha vuelto irrelevante. Hemos optado por renunciar a la facultad en la que hasta hace no mucho nos basábamos para formar nuestro conocimiento del pasado, para conformar nuestro conocimiento presente y para proyectar nuestras previsiones futuras. Al borrar la memoria y descargar este «peso de conocimiento» sobre esos artificios técnicos, perdemos un recurso precioso que no puede ser sustituido simplemente por un montón de bytes. Pero, ¿por qué habríamos de esforzarnos si estos almacenes de datos cibernéticos nos hacen el trabajo?

Sin embargo, por mucho que se la aparte a un rincón oscuro, la memoria no deja de ser vida, siempre encarnada en sociedades vivaces y vigorosas y en los individuos que las componen y, como tal, en permanente conformación entre el pasado y el presente, en constante reconstrucción… la memoria es tradición y saber, son «las opiniones y reglas de vida antiguas», cuya falta, según el pensador inglés Edmund Burke (1729-1797), nos privaría de una «brújula que nos gobierne».

Es, además, quizá nuestro último reducto de identidad e independencia, pues como dice el también británico Dr. Johnson (1709-1784):

«El futuro es flexible y dúctil, y se moldeará fácilmente por una fuerte fantasía en cualquier forma. Pero las imágenes que presenta la memoria son de una naturaleza obstinada e intratable, los objetos de recuerdo ya han existido, y dejaron su firma detrás de ellos impresa en la mente, para desafiar todos los intentos de deflagración o cambio.

Dado las satisfacciones que surgen de la memoria son menos arbitrarias, resultan más sólidas y, de hecho, son las únicas alegrías que podemos llamar nuestras. Cualquier cosa que hayamos hecho reposar una vez, como Dryden lo expresa, en el sagrado tesoro del pasado, está fuera del alcance del accidente o la violencia, y no puede perderse por nuestra propia debilidad o la malicia de otro».

Por lo tanto, hemos de concienciarnos de que olvidar la memoria –como está sucediendo– traerá consigo una amnesia cultural que conducirá al suicidio de nuestra civilización. El filósofo ruso Nikolái Berdiáyev (1874-1948) ve en este credo del olvido «una deificación totalmente ilegítima del futuro a expensas del pasado y del presente», mientras que filósofo Eric Voegelin (1901-1985) advierte que conducirá a la «muerte del espíritu», y el poeta William Butler Yeats (1865-1939) que nos llevará la «marchitez del corazón».

Pero eso no es todo. Además, la proscripción de la memoria ha perjudicado el aprendizaje de los niños. El niño nace con un deseo instintivo de memorizar que está estrechamente relacionado con la adquisición del lenguaje. Si lo ignoramos o permitimos que se desarrolle al azar, no solo perderemos una de las mayores oportunidades de construir patrones de lenguaje sofisticados, sino que empobreceremos su inteligencia. Lo queramos o no, el niño, de forma automática, memorizará aleatoriamente todo aquello que encuentre en su entorno (constituido hoy, preferentemente, por la televisión, los videojuegos e internet). En otras palabras, si no le proporcionamos rimas populares, o a Lorca o a Stevenson, por ejemplo, memorizará los eslóganes de los anuncios de juguetes y las letras de Lady Gaga.

Por esta razón, desde hace tiempo han comenzado alzarse voces discrepantes contra ese apartamiento del aprendizaje memorístico, tanto autorizadas como profanas. Y en la neurociencia y en la mejor pedagogía ya hay poca discusión al respecto de la bonanza y el valor cultural, neurológico y lingüístico del aprendizaje memorizado.

Dice santo Tomás en su Summa Theologica: «Nadie se deleita a no ser en algún bien que le es conveniente, bien sea en la realidad, bien sea en la esperanza, o por lo menos en la memoria». Para esto último, podemos y debemos entrenar la memoria y hacer que esa facultad, tan deleznada y abandonada hoy, sea rehabilitada, posibilitando el disfrute de ciertos tesoros cuando los necesitemos.

Pero hay algo más. Porque aunque la lectura y memorización de la literatura ––y en especial de la poesía–– es, como nos dice santo Tomás, su propia recompensa, hacerlo desde la primera infancia crea además una rica base lingüística que facilita no solo la futura apreciación literaria, sino que, a mayores, enriquece a la persona.

Los franceses llaman «lieux de memorie» a cosas cuyo propósito es detener el tiempo, para bloquear el trabajo del olvido, objetos que representan una voluntad de recordar, de conservar y, a un tiempo, de facilitar el nacimiento de nuevos recuerdos. Los libros son «lieux de memorie» por excelencia y más excelentes cuanto mejores sean. Allí se almacenan hechos, sentimientos, emociones, experiencias, adulaciones, valoraciones, críticas, enseñanzas, alabanzas, distracciones o estímulos, pero, no solo sirven de almacén, sino que también tienen la capacidad de generar nuevos significados y de resucitar los antiguos en un juego constante entre la memoria, la imaginación y la razón.

El profesor Andrew Pudewa nos dice que la memorización también es útil (y fundamental) en estos otros aspectos:

1º.- Facilita el correcto crecimiento neurológico de los niños: «Las neuronas establecen conexiones en función de la frecuencia, la intensidad y la duración de la estimulación. Cuando los niños memorizan –y mantienen la capacidad de recitar–, estas tres variables están involucradas de manera poderosa, fortaleciendo la red de conexiones neuronales que construyen los cimientos de la inteligencia bruta».

2º.- Refuerza su capacidad de aprendizaje, puesto que «el sentido de logro que acompaña a la memorización de la poesía construye la confianza lingüística e incluso académica y se extiende a otras áreas». De esta manera, el niño «creerá que puede aprender cualquier otra cosa». En suma, «el aprendizaje de memoria no solo fortalece la mente, sino también el corazón y el espíritu del niño».

Vista la importancia de traer de nuevo con nosotros y sobre todo con nuestros hijos a esa adusta ama de llaves (la memoria) para que se ponga a jugar con la «loca de la casa» (la imaginación), la gran pregunta es ¿cómo hacerlo? El primer paso es comenzar por un programa de ejercicio intensivo y una dieta de alimentación equilibrada para hacer crecer el músculo memorístico. Después llega el mantenimiento, para no perderlo.

Es un hecho conocido que en una etapa inicial (aproximadamente de los 3 a los 12 años), las mentes de los niños son como esponjas. Se empapan de información y absorben hechos, hechos y más hechos. En este período su imaginación vaga sin rumbo y demanda ansiosamente alimento, y estos datos, hechos, fragmentos, deben ser su dieta. Contrario al desprecio moderno que hoy enfrenta este tipo de aprendizaje, no hay nada equivocado en conocer datos y hechos y dominarlos para, depositándolos en el granero de la memoria, gestionarlos después como almacén de información. Aunque puede ser inicialmente algo un poco árido y laborioso, los niños pronto podrán retener fácilmente esa información y les encantará exhibir su dominio sobre la misma.

Tras esta primera etapa de crecimiento, la memoria debe continuar siendo alimentada, ejercitada y fortalecida en los niños mayores y los jóvenes.

Pero, ¿cual es el alimento y el tipo de ejercicio ideal para este régimen, tanto de grandes como de chicos? En suma, ¿qué deberían memorizar? La respuesta es clara: poesía.

La poesía parece hecha ex profeso para entrenar la memoria y hacerla crecer en el recuerdo y la belleza, pues en ella ambas cosas se potencian mutuamente: la música del poema ayuda a recordarlo y su letra esculpe las notas de la melodía en la memoria.

El poeta británico Isaac Watts (1674-1748) publicó en 1715 una obra titulada Canciones Divinas en lenguaje fácil para el uso de los niños. Se trató de uno de los primeros intentos por parte de un literato reconocido de escribir versos específicamente para niños. Watts creía en la importancia de la educación temprana y en el poder del verso para el aprendizaje: «lo que se aprende en el versículo es más largamente retenido en la memoria y más pronto recordado».

Abundando en esta idea, Andrew Pudewa señala:

«Los poemas, por su propia naturaleza, son más fáciles de recordar que la prosa (…). Como las canciones, las rimas y los patrones rítmicos intrínsecos a la poesía, crean una previsibilidad que ayuda y acelera la memorización. Las rimas infantiles existen por una razón».

Los más pequeños tendrán de empezar con las rimas y canciones tradicionales, para ir creciendo poco a poco en complejidad, combinando estas con autores como Stevenson, Beatrix Potter, Gloria Fuertes e incluso otros que, si bien no escribieron poesía específicamente para niños, tienen en su producción notables ejemplos de poemas infantiles (algunos de ellos podemos encontrarlos en antologías como la ya clásica Mi primer libro de poemas (1997), con poemas de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y otros).

A los mayores (a partir de los 12 años), no será necesario que les hagamos memorizar el Eclesiastés, como Guy Montag, el protagonista de Farenheith 451, ni La Divina Comedia de Dante, al menos por ahora. Bastará con que sigamos el consejo del profesor Denis Quinn, el colega de John Senior, de que «la primera cosa que debe hacerse con un poema o canción es simplemente aprenderlo de memoria», y apliquemos este principio primero a poemas cortos para luego ir ampliando el campo a obras de mayor extensión y complejidad. Aquí se puede acudir también a diversas antologías, algunas de ellas ya citadas en este blog: Antología de la literatura infantil en lengua española (1966) de Carmen Bravo-Villasante, El silbo del aire (1965) de Arturo Medina, y 350 poemas para niños de la biblioteca Billiken. Hay que empezar por lo más bajo, pues ya sabemos que «lo más alto –como recuerda Thomas Kempis– no se sostiene sin lo más bajo».

Y leamos los poemas en voz alta. El crítico Harold Bloom (1930-2019) nos dice algo al respecto:

«He aquí un primer punto crucial sobre cómo leer poemas: en lo posible, hay que memorizarlos. (…) A las relecturas silenciosas de un poema breve que realmente nos ha tocado debería seguir el recitado en voz alta, hasta que nos descubrimos poseídos por el poema (…). Confiado al recuerdo, el poema nos posee y así podemos leerlo con más atención, que es lo que exige la gran poesía para dar sus recompensas».

Hagamos entonces que los niños memoricen poemas y los reciten en voz alta; no hay mejor ejercicio para el gusto y la memoria. Y sigamos el consejo que el malogrado pensador ruso Pável Florenski (1882-1937) daba a sus hijos en la distancia, desde su prisión siberiana:

«No dejes nunca de leer en voz alta hermosos poemas».

 

P.D. Además de las obras citadas, querría recomendarles dos libros de poesía editados por dos pequeñas editoriales católicas. Uno, un breve pero intenso libro del que ya hablé aquí, Elogio de la niñez, del poeta argentino y amigo José A. Ferrari, editado por Vórtice. El otro, 400 poemas para explicar la fe (selección de poemas religiosos para la catequesis) de Yolanda Obregón y editado por Vita Brevis, una antología de poesía religiosa diferente por la forma en que la autora la presenta, ordenada y en correspondencia con las Sagradas Escrituras, inspiración principal y origen y destino de todos los poemas.

 

9.11.20

Literatura cristiana, ¿ayuda u obstáculo?

                          «San Jerónimo» (detalle). Obra de Jan Massys (1509-1575).

 
 
 

«El ojo del poeta ve menos claramente, pero ve más allá que el ojo del científico».

Peter Kreeft


 

Hace no mucho hablé de escritores católicos, de los modernos y los contemporáneos, de su grandeza, de las dificultades de su oficio y del difícil mundo en el que se desenvuelven. Hoy quiero detenerme en la conveniencia o no de servirnos de sus obras. Y a ese respecto me asaltan una serie de preguntas aunque, ni son mías ni son nuevas.

¿Puede la lectura de estas obras ayudar espiritualmente al indeciso, al extraviado, incluso al alejado o al hostil? ¿O podría tratarse de medios de distracción o, incluso, de corrupción? ¿Deben o no deben ser leídas? ¿por quien y cómo? Y, sobre todo, ¿deben serlo en la busca de un apoyo, de una ayuda espiritual, o esto sería un error?

Todas estas preguntas arraigan en un tema más general, ampliamente tratado y discutido desde Platón: si la lectura sirve o no sirve de educadora y de acicate moral y espiritual, o, por el contrario, es un mero divertimento indiferente a la acción y a la conformación del carácter del lector.

Si bien Platón, en el último libro de La República, se manifiesta contrario a la actividad lectora, no lo hace por su inutilidad, sino por su peligrosidad, lo que habla en favor de su influencia (sea esta buena o mala). Aristóteles, por su parte, en su Poética, se muestra a favor de la lectura, al afirmar que el hombre purga así el exceso de emoción y obtiene una visión más racional de las cosas que le rodean.

Ya en el Renacimiento, en Una apología de la poesía (1583), Sir Philip Sidney, siguiendo a Aristóteles, defendió que la poesía revela universales y por ello es profundamente filosófica, para, yendo todavía más lejos que el filósofo, afirmar que es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía puede enseñar lo bueno, pero no mover nuestros corazones para actuar respecto a ese conocimiento.

Hoy día la polémica continua. Como muestra de una de las posiciones, el poeta y crítico W. H. Auden, en una famosa línea de su poema En memoria de W. B. Yeats, dice lo siguiente: «La poesía no hace que nada suceda». Auden explicitó en uno de sus ensayos a qué se refería, señalando que la poesía no se ocupa de decirle a la gente qué hacer, sino que solo la empuja a realizar una elección racional y moral, pero sin determinar su sentido. Como ejemplo de la otra, el también poeta contemporáneo Ezra Pound, señala: «propiamente, deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».

Pero, ¿qué hay de nuestros escritores católicos, más allá de la discutida cripto-confesionalidad de sir Philip Sidney? Para responder a esta pregunta, quizá deberíamos acudir a la opinión de quién, seguramente, es el primer y, por ahora, único santo novelista (a expensas de lo que ocurra con Chesterton): el cardenal Newman.

Apenas una década antes de escribir su primera novela, Perder y ganar (1848), un Newman todavía anglicano había advertido a sus feligreses en el sermón titulado El peligro de los logros, contra los riesgos de leer o escribir novelas: «hacemos daño a nuestro sistema moral interno, al igual que podríamos estropear un reloj u otro mecanismo jugando con las ruedas del mismo. Debilitamos sus resortes y estos dejan de actuar eficazmente» (…) «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción. Cuando leemos novelas no tenemos nada que hacer; leemos, somos afectados, somos enternecidos o somos provocados; pero eso es todo. Nos enfriamos de nuevo y nada resulta de ello». Estos recelos, basados en la posible influencia corruptora, o como mínimo, paralizadora, de la lectura de novelas, son casi tan antiguos como la propia novela como género, o incluso la propia lectura, pues ya hemos visto que de tal rechazo puede seguirse rastro hasta Platón. Así pues, que la lectura de novelas podía conducir a una disipación del sentimiento moral a expensas de la acción moral era una posición conocida en aquel tiempo. A pesar de este inicial recelo, sabemos por sus cartas, que Newman comenzó a disfrutar de la lectura de novelas —por ejemplo, elogió a Walter Scott— y, sobre todo, que finalmente superó sus escrúpulos morales a las mismas, o, la menos, consideró sus efectos beneficiosos superiores a los perniciosos.

En la serie de conferencias recogidas bajo el título Idea de la Universidad (1852), el cardenal escribe en términos elogiosos lo siguiente:

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia y la sabiduría perpetuada, si por los grandes autores los muchos son llevados a la unidad, el carácter nacional se fija, un pueblo habla, el pasado y el futuro, el Oriente y el Occidente se comunican entre sí, si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Aquí, Newman hace una defensa del arte literario, y no solo artística (en referencia a una posible via pulchritudinis), sino de igual manera instrumental, aunque esta utilidad instrumental lo sea para algo tan inmaterial como es el beneficio del corazón y el alma. Se trataba de una defensa intelectual de la bondad de la novela que, a un tiempo, se volvería práctica.

Y es que, cuatro años antes, en 1848, Newman había escrito su primera novela (Perder y ganar, parcialmente autobiográfica) y ocho años después escribiría la segunda (Calixta, 1856). Ambas obras tienen la misma temática ––la experiencia de una conversión––, aunque en diversos escenarios y épocas: el Oxford de su tiempo, la primera, y el Imperio romano de mediados del siglo III bajo las persecuciones del emperador Decio, la segunda.

¿Qué fue lo que llevó a Newman a cambiar de opinión?: El convencimiento de que el arte literario puede ser beneficioso, de acuerdo a la idea (parafraseando lo que C. S. Lewis diría casi cien años después), de que «a veces los cuentos [de hadas] dicen mejor lo que hay que decir».

Newman escribió sus dos novelas movido por dos motivos:

Primero, de acuerdo a sus palabras, como respuesta a un «cuento, dirigido contra los conversos de Oxford a la fe católica». Ese cuento era la novela anti católica titulada De Oxford a Roma (1847), de Elizabeth Harris, que incidía en una temática ya iniciada por otras obras del mismo estilo, como la de su compañero tractariano William Sewall, Hawkstone, publicada en 1845. Newman quiso hacer frente a esos ataques a los conversos al catolicismo con las mismas armas con que eran perpetrados.

Y segundo, para tratar de hacer algo que con sus escritos teológicos y filosóficos sabía que no podría hacer: mover a la fe a sus lectores. Estos dos relatos tienen el poder conmover a quien los lea, independientemente de su fe, y llevarlo a sentir simpatía por el converso, e incluso a identificarse con él. Newman esperaba que esta simpatía eliminara los obstáculos emocionales a la conversión potencial del propio lector, obstáculos que él conocía bien por haberlos padecido. Respecto de Calixta, señaló que se trataba de «un intento de imaginar y expresar, desde un punto de vista católico, los sentimientos y relaciones mutuas de cristianos y paganos en el período al que pertenece», y especialmente, el sentimiento de una conversión en un ambiente hostil al cristianismo.

¿Y qué hay del citado Chesterton? En Herejes (1905), un Chesterton temprano nos habla de la lectura de novelas con su original y sorprendente visión:

«En cierto sentido, es más valioso leer literatura mala que buena. La buena literatura puede hablarnos de la mente de un hombre; pero la mala literatura puede revelarnos la mente de muchos hombres. Una buena novela nos cuenta la verdad de su héroe; pero una mala novela nos cuenta la verdad de su autor. Y mucho más que eso, nos cuenta la verdad de sus lectores. Además, por curioso que parezca, nos dice más cosas cuanto más cínico e inmoral sea el motivo de su creación. Cuanto más insincero es un libro en tanto que libro, más sincero resulta en tanto que documento público. Una novela sincera muestra la simplicidad de un hombre concreto; una novela insincera muestra la simplicidad de toda la humanidad. Las decisiones pedantes y los ajustes definibles de los hombres pueden hallarse en papiros, en libros fundacionales y en escrituras; pero las ideas básicas y las energías eternas deben buscarse en las novelitas de a un penique [las “chuches” de la época]. Así, un hombre, como muchos hombres de auténtica cultura de nuestro tiempo, puede no aprender nada en la buena literatura más allá del poder de apreciar la buena literatura. Pero de la mala literatura podría aprender a gobernar imperios y recorrer el mapa de la humanidad».

Chesterton habla aquí, entre otras cosas, de los «buenos libros malos» (que más tarde serían también elogiados por George Orwell), en referencia a aquellos que logran un efecto sorprendentemente estimulante y beneficioso para el alma a pesar de los defectos de estilo y construcción, que los descalifican como literatura. Siguiendo con Herejes, continúa el autor inglés diciendo:

«La gente se pregunta por qué se leen más novelas que ensayos científicos, que obras sobre metafísica. La razón es muy simple: sencillamente porque la novela es más verdadera que las otras obras. En ocasiones, legítimamente, la vida aparece en forma de ensayo científico. A veces, más legítimamente aún, la vida aparece en forma de obra de metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser canción; puede dejar incluso de ser un lamento hermoso. Tal vez nuestra existencia no sea una justicia inteligible, o incluso puede ser un mal cognoscible. Pero nuestra existencia sigue siendo una historia».

Soy de la opinión de Newman, de que la literatura (la gran literatura, la buena literatura e incluso la buena mala literatura ––las “chuches”––, cada una en su medida) puede ser útil para el corazón y para el alma, como una suerte de bendición. Este es, además, el estilo de Dios, observable en la propia Biblia y en la forma de expresarse de Nuestro Señor, al igual que en la forma y manera que ha dado a nuestras vidas, que, como dice Chesterton, no son otra cosa que una historia. En esta misma línea, George MacDonald decía que desdeñaba las abstracciones, considerándolas «momias de prosa sin vida». Él, como cristiano, prefirió la imaginación y la parábola como formas de liberar la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional, y así despertar la fe moribunda. Estoy de acuerdo con MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O´Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que nos posee», pues, como ella decía «este es un logro modesto, pero quizás necesario».

No obstante, la lectura no puede ser la única, ni siquiera la principal de las ayudas que ofrezcamos a nuestros hijos. Los libros deben limitarse a ser lo que deben ser: guías, muestrarios, ejemplos, o incluso distracciones. Nuestros hijos no deben dejar de frecuentar, en la mayor medida posible, la propia vida, la vida real, la que da sentido a esos mapas y guías, pues si el sentimiento y la voluntad, si el deseo de hacer el bien, de alcanzar la verdad y de contemplar la belleza quedan circunscritos al interior de unos libros, por muy buenos y bellos que estos sean, la misión estará abocada al fracaso. No se trata simplemente de sustituir las pantallas por los libros. Por ello el libro y la lectura habrán de ser un medio y nunca un fin. Quizá a este riesgo se refería Newman cuando advertía de que «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción».

Así que ya termino. Y lo hago con un ejemplo muy gráfico de alguien que hizo uso, junto al rezo y la ayuda de la gracia, de esas buenas lecturas católicas para apuntalar su fe. Para ello les invito a acercarse al Diario de oración de la citada Flannerty O’Connor. Este diario (editado en castellano por Encuentro), abarca desde enero de 1946 hasta septiembre de 1947. O’Connor tiene en ese momento veinte años, está muy lejos de casa, estudiando en la Universidad de Iowa, y su futuro, no ya como escritora sino como católica, pende de un hilo. Por primera vez en su vida se encuentra sola, bajo la influencia de maestros eruditos pero sin fe y compañeros igual de extraviados, que la arrastran a una situación de crisis espiritual. Ella solo puede aferrarse a la fe de su infancia, pero… ¿será suficiente? O’Connor clama en oración: «Temo, oh Señor, perder mi fe. Mi mente no es fuerte. Es una presa de todo tipo de charlatanería intelectual». Ella continúa diciendo que tiene «miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que andan a tientas en la oscuridad de mi alma», y le ruega que la proteja.

Flannery rezó y rezó, rogó por su alma y se dejó abrazar por la gracia, pero también participó en la lucha con su propio esfuerzo. Siguiendo el consejo de san Agustín rezó «como si todo dependiera de Dios» y se esforzó «como si todo dependiera de ella», y en este «esfuerzo» tuvieron parte destacada sus buenas lecturas. Ella comienza leyendo a Kafka, pero la pesadumbre del autor checo la atenaza, al darse cuenta que en él la acción de la gracia es prácticamente inexistente. Así que recurre a los franceses Georges Bernanos y su Diario de un cura rural (1936), y Léon Bloy. Y en ellos descubre a la gracia operar sobre las almas. Se trata de escritores católicos que tratan lo sobrenatural con gran seriedad, pero al mismo tiempo, con naturalidad. O’Connor toma a Bloy como modelo de cómo reaccionar ante el mundo contemporáneo; su lectura la perturbaría sanamente. Ella lo describió así: «Bloy es un “iceberg” lanzado contra mí para romper mi Titanic y espero que mi Titanic se rompa». Más tarde llega a sus manos Arte y Escolástica (1947) de Jacques Maritain, de donde la escritora toma con entusiasmo una ars poetica propia; escribe tras leerlo: «Quiero ser la mejor artista que pueda ser bajo la luz de Dios.» (…) «Dios me ha dado todo, todas las herramientas, incluso las instrucciones para su uso, incluso un buen cerebro para usarlas, un cerebro creativo para hacerlas inmediatas a los demás». Todas sus dudas se van disipando y va creciendo en ella la fe; su catolicismo se va manifestando a través de su naturaleza artística. Flannerty O’Connor salvó finalmente el escollo y en ello la ayudó, aunque fuera levemente, sus lecturas, sus buenas lecturas católicas.

¿Qué más quieren que les diga…? Creo que las preguntas han sido respondidas, al menos para mí. Espero que lo aquí escrito les sirva a ustedes de ayuda.