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24.08.20

David Copperfield, el espejo de Dickens

   «David Copperfield parte hacia la escuela». Obra de Fortunino Matania (1881-1963).

    

   

«Un corazón amoroso era mejor y más fuerte que la sabiduría».

Charles Dickens. David Copperfield




DAVID COPPERFIELD (1850)
 
 
                                         Algunas ediciones de la novela en castellano.

La cuestión de si Charles Dickens era un hombre religioso no parece presentar dudas. Otra cosa es cuál era su credo, tema este abierto y pleno de discusión. Parece, sin embargo, que hay base en sus escritos para sostener una lectura cristiana de su obra y defender que el estándar moral por el cual Dickens quería que sus personajes fueran medidos era Cristo. Ello, aun cuando su cristianismo fuera ciertamente peculiar y heterodoxo, sin encajar siquiera en el anglicanismo en el que el autor británico fue criado. Chesterton abona esta opinión cuando dice: «Si alguna vez hubo un mensaje lleno de lo que la gente moderna llama el verdadero cristianismo, la apelación directa al corazón común, una fe que era simple, una esperanza que era infinita, y una caridad que era omnívora, si alguna vez hubo entre los hombres lo que llaman el cristianismo de Cristo, fue en el mensaje de Dickens». 

Por otra parte, Dickens era un inglés victoriano, y como buen victoriano, su concepto de vida honesta y moral no transitaba lejos de lo convencional, incluido el sentir religioso. 

Hay por lo tanto en toda novela de Dickens un tratamiento de la bondad tendente a lo secular y mundano. No obstante, paralelamente, en su obra puede percibirse una acerada crítica a la hipocresía y al severidad religiosa en la que fue educado y, por esta causa, una reacción de aprensión a todo lo que sonase a religión organizada era natural en él. Así todo, de lo que no cabe duda es del fervor de Dickens por la figura de Cristo. 

En cualquier caso, la lectura de sus obras es siempre recomendable, pues sus novelas frecuentemente encierran buenas enseñanzas, más mundanas o prácticas que trascendentes, pero en absoluto irrelevantes, por lo que constituyen una influencia beneficiosa para cualquier joven. Además, una campaña contra Dickens como misógino, imperialista, antisemita y reaccionario partidario de la ley y el orden, se encuentra en marcha desde hace décadas en círculos académicos izquierdistas, feministas y postmodernos, lo que añade otro argumento a la conveniencia de frecuentar su compañía.

Hoy hablaré brevemente de la obra favorita del autor y «el mejor de todos sus libros», según Chesterton y Tolstoi: David Copperfield (1850). 

Poco después de la publicación de esta obra, Hans Christian Andersen escribió a Dickens una carta, donde en tono de admiración le decía: «Muchas gracias por tu incomparable “David Copperfield”, tu corazón está en tu pluma». La novela se convirtió pronto en la favorita de muchos. Andrew Lang señaló que «aquellos que entre las obras de Dickens prefieren “Historia de dos ciudades” simplemente demuestran que no son verdaderos dickensianos. Si tuviéramos que perder todos los libros de Dickens menos uno, la elección entre “Copperfield” y “Pickwick” sería difícil». Por su parte George Gissing, en un ensayo que ya es un clásico, comenta: «Dickens sostuvo que este era su mejor libro, y el mundo está de acuerdo con él. En ningún otro la narración avanza a toda vela desde el principio hasta el final. Escribió desde su corazón, volviendo a imaginar por completo todo lo que había sufrido cuando era niño, e incluso tocando los problemas domésticos de su vida posterior». Aunque no todos profesaron el grado de veneración de Tolstoi: «Si tamizas la literatura en prosa del mundo, Dickens permanecerá; tamiza Dickens, “David Copperfield” permanecerá; tamiza “David Copperfield”, la descripción de la tormenta en el mar permanecerá». Tanto es así que se convirtió en su libro de cabecera, y fue «un modelo para sus propias reflexiones autobiográficas». Solo el propio Dickens supera en esta devoción al autor ruso; en el prefacio del libro puede leerse: 

«Como muchos padres cariñosos, tengo en el fondo de mi corazón a un hijo favorito. Y su nombre es David Copperfield». 

La obra a menudo se identifica con el género Bildungsroman, un término alemán para definir la novela de aprendizaje o desarrollo, en la que el protagonista supera una serie de obstáculos para convertirse en aquello que está llamado a ser. Abarca su crecimiento desde la infancia hasta la madurez, haciendo una crónica de las personas y lugares de su vida a medida que se desarrolla como persona. Es, por cierto, las más autobiográfica de las novelas del autor y, en palabras de Chesterton, en ella «Dickens había encontrado una nueva fuente de inspiración, pero no por la lectura de los libros de otros, sino más bien por la lectura de su propio diario». De hecho, como comenta E. M. Foster, muchos lectores y algunos críticos de la época tenían «una sospecha, que aunque general y vaga había agudizado no poco el interés, de que debajo de la ficción yacía algo de la vida del autor». Estas sospechas, y las percepciones de Tolstoi y Chesterton encajan perfectamente, tanto en la deriva de la narración ––una infancia feliz que se trastoca abruptamente en días de abusos y trabajos explotadores y el hecho de que David, tras trabajar como abogado y como cronista parlamentario, termina convirtiéndose en un novelista––, como en el tono singularmente íntimo del prefacio, aunque Dickens nunca  confirmó esta carácter autobiográfico. De esta manera, la novela, que nace como una historia personal, se convierte en una historia universal. 

 

 

               Ilustraciones de Dudley Tennant (1866-1952) y de Frank Reynolds (1876-1953).

De lo que no cabe duda, es de que David Copperfield es una gran historia, admirada y leída con profusión desde su publicación por entregas en el año 1849, en la que el autor nos muestra el valor del esfuerzo personal, la constancia, la generosidad y la fidelidad. John Foster señaló: «En el curso de los eventos de la novela aprendemos el valor de la abnegación y la paciencia, la tranquila resistencia ante los males inevitables y el valor del esfuerzo contra los males remediables».  La novela trata sobre el atribulado camino de un hombre desde la pobreza a la fama en la Inglaterra victoriana del siglo XIX, y sus luchas por escapar de una infancia empobrecida y sufriente y abrirse camino en el mundo, para convertirse finalmente en lo que se conoce como un caballero educado, un gentleman. Su protagonista, David, nace en unas condiciones precarias; no llega a conocer a su padre, quien fallece antes de su nacimiento, y su amorosa madre se ve obligada a contraer un segundo matrimonio nefasto que la consume y que lleva al pequeño David a ser explotado miserablemente por su padrastro Murdstone y a vivir ––como dice Chesterton–– «bajo guardianes amargos y una religión negra y descorazonadora». Tras salvar grandes dificultades y escollos, David logra finalmente prosperar en la vida, y a ello contribuyen sus buenas virtudes, porque demuestra ser comprensivo, fiel, trabajador y afectuoso. Mathew Arnold comentó, tras leer la novela: «¡Qué tesoros de alegría, invención y vida hay en ese libro! ¡Qué alma de buena naturaleza y bondad gobernando el conjunto!». Pero aquí Dickens trata con una bondad meramente secular y terrena. Por supuesto que vemos en él crecer y cultivarse virtudes cristianas, pero se trata de una encarnación demasiado secular de las mismas y, en muchos casos, arraigada en lo convencional. Al principio de la convivencia de Copperfield con su tía, Betsy Trotwood, ella le ofrece un consejo: «Nunca seas malo en nada; nunca seas falso; nunca seas cruel. Evita esos tres vicios y siempre podré tener esperanzas en ti». Y Copperfield sigue ciertamente ese consejo con buenos resultados para él y para los suyos, no sin antes, cierto, alcanzar la madurez como resultado de las pruebas que se ve obligado a superar, para lograr emanciparse y escapar, a decir de Chesterton, de «una tiranía calvinista que no puede perdonar». Siguiendo con Chesterton, podríamos decir con él:

«Esta vida de colores grises y medios tonos, cuya ausencia lamentas en Dickens, es sólo la vida como se ve. La vida de héroes y villanos es la vida tal como se vive. La vida que un hombre conoce mejor es exactamente la vida que encuentra más llena de feroces certezas y batallas entre el bien y el mal, la suya propia. Oh, sí, la vida que no nos importa puede ser fácilmente una comedia psicológica. La vida de otras personas puede ser fácilmente documentada. Pero la propia vida de un hombre es siempre un melodrama. (…) consideramos “David Copperfield” como una defensa inconsciente de la visión poética de la vida».

Pero aunque David es el claro protagonista y, además, narrador en primera persona de la historia (dando respuesta a las famosas lineas iniciales de la novela: «El que yo resulte ser el héroe de mi propia historia, o ese puesto lo ocupe otra persona, será algo que habrán de mostrar estas páginas»), por ella transitan un sinnúmero de personajes secundarios. Chesterton sostenía que Dickens no pasaría a la posteridad por sus novelas, sino por sus personajes, especialmente los secundarios. Decía así: «La obra de Dickens no se deja medir ni dividir por novelas; puede computarse siempre por personajes, a veces por grupos, más a menudo por episodios; pero nunca por novelas». (…) Cuando Dickens mete en un libro a un personaje meramente para que lleve una carta, aún tiene tiempo de dar dos pinceladas y hacer de él un gigante. Dickens no sólo conquistó el mundo: lo conquistó con personajes secundarios». Y esto se da efectivamente en esta novela. No solo David, el protagonista central, es un personaje inolvidable, sino que también lo son casi todos los demás, cada uno en su estilo: Edward Murdstone, como representación de lo contrario a aquello que debería ser un padre (en este caso, padrastro), Uriah Heep como el epítome de la falsa modestia, Wilkins Micawber como imagen de aquel que es pobre pero vive en la expectativa optimista de mejor fortuna, James Steerforth como ilustración de lo que nunca debe ser un caballero, Clara Peggotty como expresión de la amorosa y cálida ternura de la maternidad, o Martha Endell como estereotipo de mujer cuya debilidad moral le conduce a la caída, entre otros ejemplos.

 

 

               Ilustraciones de Harold Copping (1863-1932) y de Frank Reynolds (1876-1953).       

En definitiva, una gran novela que contiene una llamada a nuestra necesidad infantil de atención y cariño y a nuestra lucha constante por encontrar una identidad, y, en último término, la felicidad. ¿Por qué debe ser leída? Pues para consolarnos, para sentir de nuevo el sosiego y amparo de volver a casa tras un largo, incierto y doloroso viaje; para saber que en ese viaje fatigoso debemos regirnos por la virtud como medio para volver a nuestro hogar de nuevo. Tal y como le ocurrió a David. Nuestros jóvenes deben leer esta novela. Chesterton era de esa opinión:

«[David Copperfield es] una biografía romántica, quizá la más realista precisamente por ser romántica. Porque el romance es una parte muy real de la vida y quizás la parte más real de la juventud».

       

16.08.20

Hacia el asombro a través de la poesía

    «Calma en la tarde, Costa Azul», obra de Ivan Fedorovich Choultsé (1874-1939).

 

  

«Todas las cosas con las que tratamos nos predican. ¿Qué es una granja sino un evangelio mudo?»

Ralph Waldo Emerson


«Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido.»

Fray Luis de León

    

  

«Campos y bosques se inclinan ante mí y yo ante ellos. El ondular de las ramas en la tormenta me resulta nuevo y viejo. Me coge por sorpresa y, sin embargo, ya lo conocía. Su efecto es como el de un pensamiento superior o una emoción mejor, cuando creemos que pensamos justamente o sentimos debidamente». 

Es Emerson el que nos habla, con locuacidad y poesía, y lo hace rememorando algo que todos reconocemos, ¿o quizá no? Cada vez con más frecuencia hay niños que crecen cerca «del mundanal ruido» y lejos de «los lirios del campo». Y no nos engañemos, no son solo los niños.

Hoy día no es fácil ver la belleza en lo mundano y lo ordinario; porque, ¿qué es si no aquello que nos rodea y damos por sentado? ¿Qué hay más mundano y cotidiano que el sol, la luna, las estrellas, el mar o las montañas? Sin embargo, la vulgaridad se ha apoderado del hombre atrofiando su capacidad de captar los relieves y matices del mundo. Nuestros ojos se han achicado y nuestro gusto por lo bello se ha adormecido; no hay asombro. Se necesita un lazarillo para  ayudar a los que nos hemos vuelto ciegos a ver las cosas tal como realmente son. Y, por paradójico que resulte, este apartamiento de lo natural viene de la mano del llamado ecologismo.

La puesta en marcha del programa ecologista ––llamado, sugestivamente, “ecología integral”––, busca una regresión a la barbarie mediante un abandono absoluto del concepto cristiano de hombre. Por un lado, rechaza la idea del hombre como heredero y mayordomo de la Creación («sirva cada uno a los demás con el don que haya recibido como buenos administradores de la gracia variada de Dios», 1 Pedro 4,10) y por otro, abandona la concepción del ser humano admirador anonadado ante el poder del Creador («Cuando contemplo tus cielos, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que Tú pusiste en su lugar… ¿Qué es el hombre para que Tú lo recuerdes, o el hijo del hombre para que te ocupes de él?» Salmo, 8).

Al primero de estos aspectos me referí en su día (De libros, niños y naturaleza); al segundo, al del asombro y amor por lo creado, me refiero hoy. Es una cuestión de un relieve extraordinario porque si la creación es rechazada estaremos rechazando al Creador. Por ello es urgente restaurar esa percepción perdida.

Chesterton percibió esta cuestión con notable claridad; pero no voy a utilizar en este caso sus palabras, sino las que su amigo, Monseñor Ronald Knox, pronunció en su funeral: 

«Chesterton fue uno de los grandes hombres de su tiempo; su mejor cualidad era el don de iluminar lo ordinario y de descubrir en todo lo trivial una cierta eternidad. Fue como el hombre que da la vuelta al mundo para ver con ojos nuevos su propia casa…».

«Descubrir en todo lo trivial una cierta eternidad»... Algo así podemos vislumbrar leyendo las odas horacianas,

Beatus ille qui procul negotiis,
ut prisca gens mortalium
paterna rura bobus exercet suis

(Dichoso aquél que lejos de los negocios,
como la antigua raza de los hombres,
dedica su tiempo a trabajar los campos paternos)

 

¿Podemos despertar en nuestros hijos el hambre de los aires bucólicos de que hablaban los poetas romanos y así abrir sus ojos al asombro y la admiración?

Hay que llevarlos a los campos, ¡sí, llevémoslos!, ¡pronto!, ¡acerquémoslos a los «espinosos riscos» y a las «fragosas montañas»! Pero antes habrá que preparar su corazón para que puedan admirarlos y amarlos.

Porque, no solo el sublime misterio de los campos y los cielos es maestro de eternidad; el hombre, como aprendiz de hacedor de sueños, puede con su arte ser espejo del aliento místico de Dios. El arte, y la belleza que a su través nos muestra, aunque sea en fugaces destellos, es capaz de representar las cosas lo más verdaderamente posible, acercándonos un poco a la manera en que Dios las ha hecho. Así, de su mano, podremos acostumbrar nuestros maltrechos ojos a una nueva luz y podremos gozar de aquello que se nos ha ofrecido, preparándonos para la verdadera contemplación.

El colega de Senior en el Programa de Humanidades Integradas (PHI) de la Universidad de Kansas, Dennis Quinn, en su ensayo La educación a través de las Musas (1977), nos habla de esto:

«El asombro no es un sentimentalismo azucarado sino, por el contrario, una poderosa pasión, una especie de temor, una confrontación feroz con el misterio de las cosas. A través de las musas el abismo temeroso de la realidad convoca por primera vez a ese otro abismo que es el corazón humano; y el asombro de su respuesta es, como han dicho los filósofos, el comienzo de la filosofía —no sólo el primer paso—; sino el «arche», el principio, del mismo modo en que el uno es el comienzo de la aritmética y el temor de Dios es el comienzo de la Sabiduría. Por lo tanto, el asombro da inicio a la educación y la sostiene en el tiempo».

A su vez, Un discípulo de John Senior, Alan J. Hicks, nos anima a introducirnos en esa «vida de las musas», si bien, sin olvidar nunca el necesario contacto con la vida real. Él nos dice:

«La poesía, el arte, la música y la literatura no pueden sustituir la experiencia directa de las cosas. Es necesario, entonces, que dejemos nuestro trabajo y estudios, dejemos de lado nuestra tecnología y salgamos a la luz de las cosas. Sin embargo, al participar en la vida de las Musas, nos sensibilizamos a esa luz y entonces somos capaces de ver la realidad tal como es en su misterio oculto. En esta experiencia somos llevados a la maravilla, el principio inicial y sustentador de la sabiduría, el fin más alto de todos los esfuerzos educativos».

Por lo tanto, por supuesto que hay libros que pueden ayudarnos en esta labor. Hay libros así, que iluminan los misterios y las maravillas que se esconden en las cosas ordinarias y sumergen al lector en un mundo primigenio y salvaje pero idílico, en un edén perdido y reconocido a un tiempo, y la poesía es el camino apropiado para ello. «No dejes nunca de leer en voz alta hermosos poemas», le escribió Pavel Florensky su hijo mayor desde la soledad y el sufrimiento del gulag al que fue condenado. La poesía juega aquí un papel primordial.

Y hablando de poemas, hay unos hermosos versos de Sara Teasdale (1884-1933) que habla de la belleza de lo creado:

La vida tiene cosas bellas que ofrecer,
todas hermosas y esplendidas.
Las olas azules blanqueando contra el acantilado,
el ascendente fuego que vibra y canta
y los rostros de los niños mirando hacia lo alto
sosteniendo el milagro como una copa.

La vida tiene cosas bellas que ofrecer,
la música como una curva dorada
el aroma de los pinos bajo la lluvia,
ojos que te aman, brazos que te acogen,
y para el tranquilo deleite de tu espíritu
sagrados pensamientos que siembran
de estrellas la noche.

Mirar las estrellas en la noche y sentir entre emoción y vértigo. «Imágenes pastorales nos unen a nuestra condición más temprana, más pura, más natural, y al estilo de vida protegido que imaginamos, que recordamos de nuestra propia infancia». Desgraciadamente, eso está casi perdido. No lo perdamos del todo…

Y termino con otro bello poema, esta vez de Gerald Manley Hopkins (1844-1889), deseando que para nuestros hijos vengan días como los por él soñados, en los que puedan admirar y extasiarse con la belleza de lo creado y en los que, disfrutando de poemas como este, puedan preparase para esta contemplación:

LA NOCHE ESTRELLADA

¡Mira las estrellas! ¡Eleva tu mirada hacia los cielos!
¡Contempla toda la ardiente multitud en los aires asentada!
¡Oh villas refulgentes, redondas ciudadelas!
De oscuros bosques en la más honda umbría, veneros de diamantes, ¡los ojos de los elfos!
¡Y aquellas grises praderas, frías, donde el oro, el oro vivo yace!
¡Argénteo serbal que se cimbrea al viento! ¡Aéreos álamos en llamas encendidos!
¡Copos de palomas, flotantes, huidas al susto del corral en desbandada!
¡Ah, pero este cielo se compra, todo él es premio!

¡Compradlo, pues! ¡Pujad! ¿Con qué?: oración, paciencia, limosnas, votos
¡Mira, mira: una invasión de mayo del huerto en la enramada!
¡Fíjate! ¡Un florecer de marzo en los sauzales con polvo de oro tapizados!
Estos son en verdad los graneros, más allá de los umbrales, las gavillas.
El relumbrante recinto al esposo oculta tras sus vallas;
Es la morada de Cristo, de Cristo, de su madre y de sus santos. 

Lean a sus hijos «en voz alta hermosos poemas», como aconsejaba Florensky; háganlo, no se arrepentirán.

7.08.20

La nueva era oscura de la lectura: códigos de advertencia y lectores de sensibilidad


   

                       «Lectura de vacaciones». Obra de Carl Larsson (1853-1919). 

    

   

  

«La naturaleza humana será la última parte de la naturaleza en rendirse al hombre».

C. S. Lewis. La abolición del hombre

 

  

     

Si interrogásemos a los padres sobre si quieren o no que sus niños sean lectores, la gran mayoría respondería afirmativamente. Es más, algunos protestarían ante lo que considerarían una cuestión banal: ¿cómo no van a querer los padres que sus hijos lean libros? La mera pregunta les parecería una provocación, o al menos, una pérdida de tiempo. Sin embargo, si preguntásemos a los chicos quizá nos llevaríamos una sorpresa, y no muy agradable. Porque están creciendo entre diversidades, espacios seguros, delitos de odio y demás elementos disolutorios que forman parte de la modernidad progresista dominante. Y los libros son un campo propicio para sembrar esta cizaña.

Hace poco leía en un periódico estadounidense una noticia relacionada con este tema. El artículo daba cuenta de reclamaciones y protestas por parte de grupos de estudiantes que exigían a sus instituciones universitarias protección contra lo que percibían como contenido perturbador en alguno de los textos que se les proponían leer en sus programas de estudio. Pedían su retirada de los cursos o que, al menos, se confeccionasen códigos de advertencia sobre los libros que consideraban peligrosos por contener escenas con potencial para causar angustia o trauma. Concretamente, sus «iras» se dirigían contra La señora Dalloway (1925), de Virginia Wolf, El gran Gatsby (1925), de F. Scott Fitzgerald, e incluso El Mercader de Venecia (1600) de W. Shakespeare y Las metamorfosis (8, d. de C.), de Ovidio. Se trataba de jóvenes del mismo corte que los que abogan desde hace ya un tiempo por hacer desaparecer de Las aventuras de Huckleberry Finn (1876) de Twain la palabra «negro», o de los que abominan del antaño admirado Matar a un ruiseñor (1960) de Harper Lee, a causa de su contenido ofensivo y racista.  Lo cierto es que este tipo de advertencias es común hoy en muchos centros universitarios. El profesor de literatura inglesa en el University College de Londres, John Mullan, señala que el problema «nunca se había dado antes (…). Esencialmente, la literatura está llena de todo tipo de cosas perturbadoras, provocativas, incómodas, tristes y vergonzosas. Eso es parte de lo que es. Por eso creo que cuando empiezas a etiquetarla con advertencias, la locura subyace a todo ello». 

Parece, por tanto, que de la mano de esos hipersensibilizados universitarios, estamos llegando de nuevo a un oscuro lugar para la lectura y probablemente no solo para esta. 

Tras un tiempo de bonanza y elogio del hábito de leer, estaríamos acercándonos a un nuevo período de hostilidad. Se trata, por ahora, de lo que podrían ser pequeños incidentes, ¿o serán más bien las puntas de un iceberg? En todo caso, no es propiamente una novedad, sino más bien el regreso de una animadversión y por diferentes razones que antaño, aunque no sean mejores.

Es un hecho acreditado que la lectura ha sido vista con recelo, incluso con temor, prácticamente desde sus inicios. Partiendo de las advertencias contenidas en el diálogo platónico Fedro (360 a. de C.), expresadas por boca de Sócrates, la animadversión e incluso la prohibición de la lectura (de ciertos textos o en general), es una constante en la historia del hombre. Desde luego, esta idea de peligro tiene un largo periplo, pero ¿encierra un núcleo de verdad?

¿Cuáles han sido las razones aducidas? Unas han apuntado al riesgo de una disolución moral y otras han hecho referencia a la salud, al peligro de contraer enfermedades mentales, como trastornos de personalidad, depresión o conductas suicidas. Todas tienen en común, como causa última, la capacidad de la literatura para afectar o influir en el hombre.

En Fedro, Sócrates expone sus temores de que para muchos, especialmente los no educados, la lectura pueda provocar confusión y desorientación moral, a menos que el lector sea aconsejado por alguien con sabiduría. Igualmente advierte de que confiar en la palabra escrita debilitará la memoria de las personas y les quitará la responsabilidad de recordar. Curiosamente, Sócrates usó la palabra griega pharmakon (droga) para referirse a la lectura, algo que encaja en la terminología actual de «toxicidad», muy utilizada para calificar, o mejor, descalificar las lecturas peligrosas. Algo más tarde, Séneca advertía de lo siguiente: «Ten cuidado, no sea que esta lectura de muchos autores y libros de todo tipo tienda a hacerte discursivo e inestable».  

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