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30.10.19

El misterio y el padre Brown

Diseño creado por fanart.tv para la última serie de televisión sobre el padre Brown.

      

  

 

“El hombre ordinario se mantendrá sano en tanto tenga misterio”.

G. K. Chesterton

 

“La vida es una extrañeza, una aventura y un misterio imprevistos e interminables”.

Walter de la Mare

      

 

  

Les he hablado del tema de las historias detectivescas en más de una ocasión. Sin mucho esfuerzo habrán podido colegir que se trata de una de mis debilidades; quizá por eso no puedo evitar volver sobre el asunto de vez en cuando. Hoy es el turno de los relatos protagonizados por un personaje muy querido para mí: el padre Brown, el sacerdote detective de G. K. Chesterton. 

Tratándose de misterios, estarán conmigo en que uno de los muchos asuntos que la modernidad no es capaz de resolver es el de la aparente confrontación entre misterio y conocimiento. Cierto es que, de entrada, y en los terrenos del materialismo y el empirismo en que hoy nos movemos, parece haber ya una contradicción in terminis simplemente cuando ponemos estos dos conceptos en la misma frase. 

Pero no hay tal contradicción. Ocurre, simplemente, que la modernidad plantea mal el problema formulándolo de forma equívoca. Así dice que la cuestión del misterio se reduce a dos opciones: o bien, con el aumento de nuestro conocimiento experimental y material deberemos diluirlo hasta hacerlo desaparecer, o bien, si fuere inabarcable e inasible, tendremos que desecharlo como algo irreal e inexistente. Más tal reduccionismo deviene insatisfactorio, pues, por un lado, resulta evidente que no parece posible hacerlo desaparecer, sino que a cada paso semeja ir en aumento, y por otro, la mera negativa no ayudará, pues el misterio continuará ahí fuera, al tiempo que permanecerá en nuestro interior. Así que no hay forma de huir de la realidad del misterio, de lo que Flannery O’Connor calificó como “gran vergüenza para la mente moderna”, todo lo cual conduce a una suerte de desesperación.

A diferencia de los modernos, los católicos somos capaces de mirar cara a cara esa realidad misteriosa sin desesperar. Para nosotros, se trata de una “certeza incomprensible” llena de esperanza, como dejó dicho el poeta Manley Hopkins.

Frente al ya clásico planteamiento de Tennyson de la “incertidumbre interesante” (cuando la incertidumbre cesa, cesa también el interés…), Manley Hopkins señala que para un católico el misterio (lo inefable de Dios) es cierto e incomprensible a la vez. Puede ser formulado a través de los dogmas, aunque por el momento no pueda ser comprendido y deba aceptarse a través de la fe. Ocurre que ese misterio, a pesar de su inefable comprensión, es atrayente, con un interés que no decae ni siquiera ante la certeza del creyente. Es más, su interés aumenta y se retroalimenta con el misterio mismo en un circulo virtuoso donde el amor es su principio y su fin, su fuego y su energía. Esto podemos verlo más claramente si fijamos la atención en una de sus facetas: el amor. Así, cuando amamos ––dado que se trata de una pobre imitatio del amor que constituye la vida íntima de la Trinidad––, somos, más y más, imagen y semejanza suya, y de esta forma nos sumimos en una realidad tan deliciosa como incomprensible. Todos, creyentes y no creyentes, percibimos el misterio y la insondable profundidad del amor; sentimos una certeza imposible de constatar, indecible e incontable, al igual que percibimos una atracción y un interés inagotable. “Te amo, no se cómo ni porqué, pero lo sé”, decimos… y, a un tiempo, experimentamos la certeza de lo que afirmamos. Me viene a la memoria el poema de Pedro Salinas:

 

¿Cómo me vas a explicar,

di, la dicha de esta tarde,

si no sabemos por qué fue,

ni cómo, ni de qué

ha sido,

si es pura dicha de nada?

 

Quizá la respuesta se encuentre en que nosotros, los católicos, enfrentamos el misterio sostenidos por una certeza: que ese significado, velado, inefable, infinito y sublime, tiene forma definida porque es algo concreto, porque es una persona, Cristo Nuestro Señor, que une lo finito con lo infinito en el misterio central de la encarnación. Es esta personificación en Cristo, y la gracia por Él derramada, lo que mantiene nuestro interés ante la inmensidad e inefabilidad del misterio.

A este tipo de saber, a este tipo de certeza paradójica, puede uno aproximarse directamente, pero también por vías indirectas, como es el caso de la imaginación poética. A través de los buenos y los grandes libros podemos acercarnos a un saber antiguo y joven como el mundo, que nos ayudará a aceptar y convivir con el misterio, lejos de la reacción desesperada de la modernidad. La poesía es un simple rastro de la grandeza de lo creado, sí, pero sabemos de rastros que conducen a ignotos tesoros. Dejémonos llevar por ese impulso poético. 

Y dejémonos también llevar por las historias que nos cuenta Chesterton, aquellas en las que hace uso de un regordete y despistado sacerdote católico inglés. La visión de la realidad de G.K. Chesterton nos ayudará con su habitual genialidad a aceptar esta paradoja que supone lo misterioso, su atracción y su interés. El escritor inglés nos dice que, contrariamente al concepto moderno, el misterio no disminuye con el conocimiento, sino que se incrementa, porque el conocimiento no agota ni la certeza, ni la incomprensión ni el interés que aquel despierta, los cuales pueden, sorprendentemente, convivir juntos. La manera en que Chesterton logra esta hazaña podemos encontrarla en su forma de abordar las historias de detectives, particularmente en El hombre que fue jueves (1908) y en las historias del padre Brown de las que hablamos hoy.

Ilustraciones para La inocencia del padre Brown, de Sydney S. Lucas (1878-1954).

No creo que pueda discutirse que misterio y novelas de detectives suelen ir juntos. Pero, como es habitual, Chesterton puntualiza finamente, diciéndonos por boca de su pater“La mente moderna confunde siempre dos ideas diferentes: misterio, en el sentido de lo maravilloso, y misterio, en el sentido de lo complicado”. Y es que en algunas historias de detección podemos encontrarnos con uno u otro concepto, o con ambos. Y es importante no confundirlos. Por eso el padre Brown nos lo explica en cada uno de sus casos.

Borges opinaba que “el misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos”, pero Chesterton, como creyente, era de otra opinión. En las historias del padre Brown, la solución también participa de lo divino, porque el misterio que resuelve el pater, no es solo “lo complicado”, no es solo el enigma criminal, sino que se involucra ––como todo lo humano––, en lo maravilloso y lo trascendente, y hasta allí nos arrastra, dejándonos muchas veces ante un misterio mayor, cierto, pero inabarcable. 

El sacerdote detective actúa de forma opuesta al conocido Sherlock Holmes (al que, no obstante, Chesterton admiraba). Su método no es la indagación y la deducción guiada por el uso de una razón lógica y cartesiana ––como Holmes––. Trabaja solo (no es acompañado de ningún Watson) y resuelve los crímenes con una mezcla de sentido común, observación y, sobre todo, conocimiento del corazón humano y del pecado. “¿Nunca se le ha ocurrido pensar que alguien que no hace otra cosa que escuchar los pecados de los hombres no puede dejar de estar al corriente de la maldad humana?”, nos dice el curita en uno de sus cuentos. El padre Brown utiliza sabiamente su visión trascendente y espiritual, no obstante lo cual no deja de lado la razón, porque como nos dice: “La Iglesia es la única que, en la Tierra, hace de la razón un objeto supremo; la única que afirma que Dios mismo está sujeto a la razón”.

En estos cuentos, el Padre Brown, por medio de entretenidas disquisiciones, nos lleva hasta lo profundo del corazón humano. Y lo hace de la mano del hombre y alejado de cualquier cálculo mecanicista. La fría lógica de las máquinas es apartada a un lado por Chesterton para dejar sitio a la calidez (y desconcertante complejidad) de las relaciones humanas. Holmes es demasiado frío, demasiado perfecto. Holmes es ciertamente una máquina de razonar, pero no sabía ni podía amar. Y la Verdad no es, ni puede ser, fría, porque la Verdad es una persona y el amor y la misericordia son su lenguaje. Y Chesterton lo sabía.

El mundo actual, apegado a la ciencia moderna como única manifestación y vía del conocimiento, en el mejor de los casos reduce el misterio de la verdad a un mero rompecabezas a resolver con métodos empiristas y puramente racionales. Chesterton, con su pequeño sacerdote, denuncia este reduccionismo y lo proclama insuficiente si de verdad queremos acercarnos plenamente al sentido de la existencia. Como el padre Brown a cada uno de nosotros el padre Brown: “Salga a la luz del día y escuche la voz de la verdad. Llevo conmigo una palabra que es terrible, pero que tiene el poder de romper su cautiverio.

 

                                      Algunas ediciones de las novelas del padre Brown.

Bajo esta inspiración personal, Chesterton escribió unos cincuenta relatos recopilados en cinco libros: El candor del Padre Brown (1910), La sabiduría del Padre Brown (1914), La incredulidad del Padre Brown (1926), El secreto del Padre Brown (1927) y El escándalo del Padre Brown (1935). A estos hay que añadir tres cuentos más, El asunto Donnington (1914), La vampiresa de la aldea (1936) y La máscara de Midas (1936). Todas sus historias han venido editándose en España desde hace muchos años por Calleja, Molino, Plaza, Lauro y Tartessos, y recientemente lo han hecho Valdemar, Acantilado y Encuentro. Dos de los volúmenes (El candor y La sabiduría) fueron editados en la colección juvenil de Anaya, Tus libros.  

Espero que estos relatos gusten a sus hijos (como les sucede a mis hijas). Este tipo de literatura (escaso, hay que decirlo) es una pequeña ayuda en el intento de restaurar nuestro perdido sentido del misterio y de la maravilla y, qué duda cabe, podrá ayudar a nuestros hijos a no perderlo nunca. Por cierto, no me digan que la forma de hacerlo no es genial, pues ¿a quién sino a Chesterton se le podría ocurrir crear un detective católico de sotana y rosario en mano en la Inglaterra anglicana? Se trata de uno de esos retazos de humor con que el escritor inglés nos obsequia de vez en cuando. Como nos explicó con una de sus paradojas, “Si el relato policíaco es la expresión más temprana de la poética de la vida, ¿quién mejor que un sacerdote de la humilde vieja guardia para descifrarla?”. Eso, ¿quién mejor?

22.10.19

El oscuro lugar donde mora el pecado

                                               Duality. Diseño de Capn–Crush–A–Lot.

 

   

«Mas veo otra ley en mis miembros que repugna a la Ley de mi mente y me sojuzga a la ley del pecado que está en mis miembros».

Romanos, 7, 23


«“El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” no tiene que ver con pócimas ni personalidades dobles, sino solo con el cielo y el infierno».

G. K. Chesterton

   

  

Stevenson no escribió El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde (1886) sumido en una nube de opio y medio enajenado, como había hecho algún compatriota suyo (sí, estoy refiriéndome a de De Quincey). No, por supuesto que no, pero lo parecería, tal es la aparente oscuridad de la historia. Y digo aparente, porque creo que se trata de una novela de clara inspiración paulina, como pasaré a exponer. 

De entrada, como sabemos y cuenta Borges, «la escena de la transformación le fue dada a Stevenson por un sueño», un sueño que quizá encontró alimento en las viejas lecturas bíblicas que el pequeño Robert Louis escuchó frente al fuego del hogar, en el seno de su ferviente y devota familia presbiteriana.

Como saben, gracias a su popularización a través del cine, circula por ahí una versión de la historia tan errónea como extendida y no muy alejada de lo que tendríamos por un manido cliché de comic de segunda: la historia de un científico loco que bebe una poción para convertirse en un ser monstruoso y depravado. A vuela pluma, quienes así piensan no estarían muy lejos de lo que en la superficie se cuenta. Sin embargo, la novela posee mucha mayor hondura: algunos han subrayado que Stevenson trató de reflejar en su relato el conflicto entre el bien y el mal, otros la oposición entre la razón y la bestialidad; ciertas lecturas abundan en destacar su preocupación por los impulsos animales del hombre y los peligros que se esconden en los límites, muchas veces difusos, de nuestro frágil estado civilizado, y no sigo para no aburrirles. Estamos ante un pequeño libro en el que se han encontrado un número de lecturas y significados que supera con mucho el de sus páginas. 

                                   Ilustraciones de Charles R. Macauley (1871-1934).

Pero, donde quiero centrarme es en el aspecto cristiano de la historia, que ciertamente existe. Chesterton señaló al respecto que «aunque la fábula pueda parecer una locura, la moral es muy sana; de hecho, la moral es estrictamente ortodoxa». Y esa moral ortodoxa a que se refería Chesterton es, ni más ni menos, que la enseñanza sobre el pecado contenida en la carta de San Pablo a los Romanos. Allí, el apóstol presta atención a la naturaleza pecaminosa del hombre, a las terribles agonías del pecado y la angustiosa conciencia de su existencia en nuestro interior, y a cómo afrontar nuestra lucha contra él. 

Stevenson refleja en su historia el peligro del pecado si nos abandonamos a él o si tratamos de combatirlo solos, con nuestras propias fuerzas, y el fatal error de tratar de emancipar al yo malo del bueno como si fueran dos personas distintas. Este es el error del Dr. Jekyll. 

Esta influencia paulina fue percibida casi desde el momento mismo de la publicación del libro. Ya en 1912, el reverendo John Kelman decía: «La religión popular adoptó la alegoría [de Jekyll y Hyde] en parte porque era un eco moderno de las palabras de san Pablo a los romanos»

Stevenson nos presenta a un Dr. Jekyll pecador que, en lugar de reconocer su falta («los vicios furtivos y embarazosos de Jekyll», a decir de Chesterton, difuminados ambiguamente en la historia), arrepentirse e intentar abandonar su pecado volviéndose hacia Dios, intenta solventar su defecto con sus propias fuerzas. Pero este mismo acto de soberbia, apartándose de cualquier redención, en lugar de alejar el mal, lo genera, pues si bien «donde abunda el pecado, hay abundancia de gracia», el solo pecado no engendra sino pecado. La maldad no solo está en Mr. Hyde ––esto es evidente––, sino que persiste en Jekyll y se multiplica en él, conformando su destino fatal, «pues el salario del pecado es la muerte».  

        Ilustraciones de Edmund J. Sullivan (1869-1933) y de William Hole (1846-1917). 

Vladimir Nabokov ve igualmente el mal en Jekyll y en Hyde; según él, «la transformación de Jekyll, más que una completa metamorfosis, implica una concentración del mal preexistente en él. Jekyll no es bien puro, y Hyde (pese a las aseveraciones de Jekyll) no es puro mal; porque del mismo modo que los componentes del inaceptable Hyde moran en el interior del aceptable Jekyll, así, sobre Hyde flota un halo de Jekyll que se horroriza ante la iniquidad de su otra mitad». Y eso es así porque no es posible dividir a un hombre en dos, como decía Chesterton. Es más ––continúa el «Gordo»––, lo que la historia nos cuenta, no es solo eso, que también, sino que los dos hombres son uno solo y por tanto que mal y bien están en lucha permanente en su interior («mis dos caras eran igualmente sinceras. Era yo mismo, tanto cuando, abandonado todo freno, me sumía en el deshonor y la vergüenza, como cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento», confiesa Jekyll, parafraseando a San Pablo, en Romanos 7, 14-23). 

Siguiendo esta línea, Chesterton señala que uno de los puntos centrales de la historia es que «un hombre no puede apartarse de su conciencia. Se trata de una operación quirúrgica de fatales consecuencias; una amputación en la cual ambas partes mueren». La historia no es el relato del primero de muchos experimentos de dislocación, de extirpación del mal, sino la advertencia de que deberá ser el último. Y deberá serlo porque tales experimentos necesariamente saldrán mal, como se refleja en el desenlace de la historia. Se trata, en suma, del combate contra el pecado: no es posible una extirpación; solo es posible luchar contra él con ayuda de la gracia.

                                       Algunas ediciones en idioma español de la novela. 

Al decir de Chesterton, este fracaso fatal es «el momento supremo que se repite en cada historia de un hombre que compra el poder del infierno; el momento en el que encuentra el defecto fatal del pacto. Un momento así le llega a Macbeth, a Fausto y a otros cien (…). La moraleja es que el diablo es un mentiroso, y más específicamente, un traidor; que es más peligroso para sus amigos que para sus enemigos». Es también la constatación de que «todo el que comete pecado, esclavo es del pecado» (Jn, 8, 34). Y esta moraleja, como señaló Andrew Lang, es «el cuento mismo, su alma natural, y tan inseparable de este como Hyde resulta inseparable de Jekyll».

Se trata de una pequeña, pero magistral novela, magníficamente escrita (como todas las de Stevenson), que aconsejo vivamente den a leer a sus hijos una vez hayan cumplido su primer quindenio. Les aseguro que les entusiasmará (como le ocurrió a mi hija mayor) y, a un tiempo, que extraerán de su lectura valiosas y sanas enseñanzas. 

 

3.10.19

Una vida cotidiana perdida y añorada

                              El pueblo de Birkenlud, ilustrado por Ilon Wikland (1930-).

        

  

“¡En torno nuestro hay Cielo en nuestra Infancia!”

William Wordsworth. Oda a la inmortalidad

  

“Cuando algunas personas piensan que eres grande y otras que eres pequeño, entonces tal vez tengas exactamente la edad adecuada”.

Astrid Lindgren. Los niños de Bullerby

        

  

La escritora sueca de literatura infantil, Astrid Lindgren, mundialmente famosa por su creación de la anárquica y revolucionaria Pippi Calzaslargas, tiene, a mayores, una producción literaria abundante donde es posible encontrar pequeñas joyitas, algunos libros breves, pero valiosos, sobre los cuales voy a hablarles hoy. 

Estas historias son en parte autobiográficas y recogen retazos de recuerdos infantiles de la autora nacidos en el marco de un mundo pastoral y rústico que ya no existe. Ese es, precisamente, su valor. Me refiero a las historias de Madita y la las de Los niños de Bullerby. Las primeras recogidas en dos libros titulados, Madita (1960) y Madita y Lisabet (1976), publicados (ambos en su día por la editorial Juventud), recoge las vivencias infantiles de una niña de unos ocho años que da título a la serie, y de su hermana menor, Lisabet, de cinco, en el pequeño pueblo de Birkenlud. Madita vive con su hermanita, sus padres, la sirvienta Alva y la lavandera de la familia Linus-Ida. Sus historias nos muestran la típica forma de vida de la clase media en la Suecia rural de principios del siglo XX, con la primera guerra mundial de ruido de fondo, un ruido muy tenue, por lo demás. Las dos hermanas protagonizan multitud de aventuras, nacidas de su naturaleza traviesa, juguetona y curiosa, en el marco de un acontecer cotidiano a lo largo del año escolar.  

                          Madita y su hermana Lisabet. Ilustraciones de Ilon Wikland (1930-). 

El segundo grupo de historias (Los niños de Bullerby) relata las vivencias y aventuras cotidianas de seis niños (hermanos y amigos) que viven en una pequeña aldea que da nombre a la serie. Fueron publicadas en varios volúmenes entre 1947 y 1967. Bullerby es un lugar realmente pequeño, ya que está formado solo por tres granjas, conocidas como la Granja del Norte, la Granja Central y la Granja del Sur. En la Central viven tres hermanos: Lars de nueve años, Pip de ocho y Lisa de siete. En las otras dos granjas habitan tres chicos más. Uno de ocho años llamado Olaf u Ollie, que es amigo de Lars y Pip y que vive en la Granja Sur, y dos hermanas llamadas Britta y Anna, de nueve y siete años de edad, de quienes Lisa es amiga y que viven en la Granja Norte.

 

                               Los niños de Bullerby. Ilustración de Ilon Wikland (1930-).

Las historias son contadas desde el punto de vista de la pequeña Lisa, que narra con mucha gracia las aventuras y travesuras del grupo. En España han sido editadas por el Círculo de Lectores y por Sushi Books, ambas ediciones en un solo volumen, ilustrado por Illa Wikland, la dibujante favorita de Astrid Lindgren, como en el caso de los relatos sobre Madita y su hermana.

Las dos series son deliciosas, puras y entrañables, y por supuesto, divertidas, llenas de humor y aventura y repletas de esos niños traviesos e ingenuos que a todos gustan. Además, Astrid Lindgren es una escritora con oficio y talento que atesora una sensibilidad especial para retratar la infancia y sus sentires; y eso se percibe no más empezar a leerla. 

 

                                   La Granja Central ilustrada por Ilon Wikland (1930-).

¿Qué pueden encontrar nuestros hijos en estos libros? Pues, además de un entretenido pasatiempo, algo quizá hoy revolucionario: inocencia, libertad, juego, espontaneidad e imaginación y, en el fondo, la familia, una familia de verdad, protectora, sostén y custodio, solar y nido. Es decir, lo que la infancia debería ser y desgraciadamente ya no es. Su lectura puede ser una buena manera de agitar los corazones de los chicos, de avivar lo que de verdaderos niños aún retienen allí, acurrucado en un rincón olvidado, y que añoran sin siquiera saberlo. Lean a sus hijos estas historias o denles a leer estos libros, y los verán disfrutar. Asistirán al asombroso despertar de un deseo: sus hijos querrán ser como siempre habrían debido ser, como deberían ser y como, lamentablemente, no les estamos dejando ser.

                               Varias ediciones en español de los libros comentados.

Los protagonistas de estos libros exhiben frescura donde los niños urbanos de hoy experimentan aburrimiento o adicción. Les vemos practicar, con una tenue y deliciosa suavidad, los rituales de una inocencia, tan cercana, desenvuelta y espontánea, que muy probablemente nos veremos envueltos en una enorme tristeza y añoranza al comprobar como hoy esa ingenuidad está siendo sistemáticamente erradicada. 

Pero no hay que caer en el desánimo. Si les damos a los chicos una oportunidad, no me cabe duda alguna de que la aprovecharán. Lo he visto una y otra vez; en cada ocasión en que se les fuerza a quedarse a solas consigo mismos y con lo natural vuelven a lo natural, y a una velocidad de vértigo. Déjenlos en un jardín, sin pantallas, solos, a su rumbo y ventura. No tardarán en jugar entre sí, correr de aquí para allá, explorar, perseguirse, esconderse y reír, reír… Ustedes también sonreirán. Como decía el poeta:

 

Cuando se oyen las voces de niños en el prado

y llegan las risas hasta la colina

mi corazón en paz está en mi pecho

y todo lo demás está en reposo.

(…)

“Bien, bien, jugad hasta que la luz se esfume

y luego id a casa y hacia el lecho.

Los pequeños saltaron, gritaron y rieron

y en eco las colinas respondieron.

 

William Blake. Canción del aya

 

Estas historias les inspirarán, a unos y otros. Seguro. Puedo decirles que mis hijas disfrutaron en su momento mucho con estos libros, apropiados para niños de entre 7 y 10 años y muy propicios para ser leídos en familia.