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19.09.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (IV)

    Oraciones al atardecer en Venecia. Hermann David Salomon Corrodi (1844-1905).

   

  

«Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios.»

Romanos 8, 28.

   

  

Esta es la cuarta y última entrega de una pequeña serie de artículos con los que he tratado de escudriñar, entre un puñado de buenos y grandes libros, de que manera, cómo y dónde el libre albedrío humano, bien se engarza, bien se enfrenta, a dos concepciones opuestas de estar en el mundo, como son el fatal destino pagano y la esperanzadora Providencia cristiana. Tras una primera entrega introductoria y una segunda donde transité desde el aciago hado de los antiguos hasta el misterioso designio divino cristiano, en la tercera he continuado la ya iniciada busca por entre nuestro universo literario para terminar hoy dando fin a esa pequeña exploración. Y sin más demora comienzo.

En esta última entrega voy a centrar mi atención en los cuentos de hadas, pues en muchos de ellos está presente, como hilo conductor suave y protector, la Providencia de Dios. 

Por ejemplo, en varios de los relatos de Hans Cristian Andersen pueden verse trazas de esa Providencia. En Los Cisnes Salvajes (1838), la pequeña Elisa está segura del amparo del amparo que le brinda el bondados designio divino y dice así: 

“Pensaba en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: Él hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso  del fruto. Y comió de él”.

 

                  Ilustración para Los cisnes salvajes de Anton Lomaev (1971 -).

Y en el relato, El compañero de viaje (1835), el protagonista, Juan, por el amor de una princesa, ha de enfrentarse con la resolución de peligrosos acertijos que bien pueden causar su muerte, pero asume el riesgo confiado, porque:  

“Lo mismo puede ser esto que otra cosa ––dijo Juan––. Tal vez sea precisamente lo que has soñado, pues confío en Dios misericordioso; Él me ayudará”.

Otro de los cuentos de Andersen que contiene una clara mención a la Providencia divina es Lo que dijo la familia (1870)En el siguiente fragmento vemos como el padrino de la protagonista, María, la alecciona sobre la misma:

“Un día, siendo joven, habían llorado, pero aquello le hizo bien, añadió; eran los tiempos de prueba, las cosas tenían un aspecto gris. Ahora brilla el sol dentro de mí y a mi alrededor. A medida que se vuelve uno viejo, ve mejor la felicidad y la desgracia, ve que Dios no nos abandona nunca, que la vida es el más hermoso de los cuentos de hadas. Solo Él puede dárnosla, y dura por toda la eternidad”.

Si retrocedemos en el tiempo y nos detenemos en los cuentos de los hermanos Grimm también encontramos ejemplos y Hansel y Gretel (1812), es una buena muestra. El padre Ronald Murphy, (The Owl, the Raven, and the Dove: The Religious Meaning of the Grimms’ Magic Fairy Tales. 2000), nos cuenta que Wilhelm Grimm pensó en las palomas como mensajeras de la Providencia Divina. Estas, al comer los pedazos de pan que Hans deja como rastro para regresar a casa, privan a los niños de la posibilidad de volver (al estado premoral y egoísta de sus progenitores) y de esta forma les guían, sin que ellos lo sospechen, hacia el buen camino. Dios envía su ayuda, envía las palomas, y aunque estas empujan a los niños hacia la casa de la bruja, les mantienen en el camino ya iniciado del amor genuino y del cuidado mutuo, lo que les sitúa en un estado de sacrificio del uno por el otro. Por ello, a pesar de las dificultades y los sufrimientos, la Providencia les dirige hacia el lugar correcto y verdadero como descubrimos al final del cuento. 

 

                   La princesa dormida. Obra de Viktor Vasnetsov (1848-1926).

También es digno de mencionar La urna de cristal (1857), cuento similar a La bella durmiente de Perrault, en el que la princesa protagonista atribuye a la Providencia divina la aparición del joven sastre que la libera de su prisión y con el que finalmente contrae matrimonio:  

“––¡Divina Providencia¡, gritó ella (…) Libertador mío, por quien tanto tiempo estuve suspirando! El bondadoso cielo te ha enviado para poner término a mis sufrimientos. El mismo día en que ellos terminan, empieza tu dicha. Tú eres el esposo que me ha destinado el cielo. Querido de mí y rebosante de todos los terrenales bienes, vivirás colmado de alegrías hasta que suene la hora de tu muerte. Siéntate, y escucha el relato de mis desventuras.”

Otro ejemplo de los Grimm es el cuento Nieve Blanca y Rosa Roja (1837), en donde las dos hermanas protagonistas son salvaguardadas del peligro de caer por un precipicio por su providente ángel de la guarda.

 

   Ilustración de Alexander Zick (1845-1907), para el cuento Blanca Nieve y Rosa Roja.

En los cuentos de hadas de la vieja Rusia, como ya les he comentado (vean, Cuentos rusos), hay un personaje paradigmático, el pequeño Iván, quien a pesar de su aparente simpleza e irrelevancia es el que al final de las historias resulta bien parado. Para la consecución de tal logro, Iván goza de ayuda, porque la Providencia divina siempre se une a su causa. Según Joseph Campbell y Andrei Sinyavsky, el personaje de Iván se embarca en una búsqueda que le lleva de problema en problema, pero un designio providencial viene constantemente a su rescate, y así su historia ejemplifica el inesperado triunfo de la simpleza, la sencillez y la inocencia. A este respecto es revelador que la expresión más afectuosa del pueblo ruso sea, al parecer, “ah, mi tonto” “ah, mi pequeño tonto” y que “Dios favorece al tonto” uno de sus refranes más populares.

 

      Ilustración para el cuento El caballito jorobado de Nikolai Kochergin (1897-1974).

Se pueden encontrar ejemplos de ello en el cuento de León Tolstoi, Iván el tonto (1885), el del poeta Piotr Yershov, El caballito jorobadito (1834) o en los de Afanasiev, titulados Zarevich Iván, el pájaro de fuego y el lobo gris Sivka-Burka (ambos publicados entre 1855-1863). Esta contradicción aparente encaja perfectamente con el mundo de la fantasía rusa y con la filosofía popular de los eslavos. 

El caso de los cuentos de hadas franceses no es diferente. Por ejemplo, el breve cuento de Los Tres Deseos ridículos (1697) de Charles Perrault, contiene la lección práctica y teológica de que los hombres no saben lo que necesitan, y que siempre les irá mejor si se dejan gobernar por la Providencia que si, llevándole la contraria, se ponen a hacer todo lo que se les ocurre, dejándose arrastrar por impulsos o pasiones. También el cuento de Madame d’Aulnoy, La princesa Rosita ––o Rosette–– (1697), tiene como tema central el auxilio y cuidado de la guarda providencial. Una versión española de finales del XIX introduce una moraleja final que no está en el cuento original pero que resumen bien su enseñanza, y que versa así: 

“Siempre por la inocencia

Vela de Dios la justa Providencia”.

 

         Ilustración para el cuento La princesa Rosette de Gustaf Tenggren (1896-1970).

En nuestro acervo literario también hay muestras de estos retazos providenciales (en Don Juan Manuel, Quevedo etc.). Por ejemplo, hay un brevísimo cuento de Fernán Caballero titulado San Pedro (en Cuentos, oraciones, adivinanzas y refranes populares1877), en el que se fabula sobre la prédica de Nuestro Señor al respecto de nuestras preocupaciones humanas y la confianza que debemos depositar en nuestro Padre celestial y en su Providencia, y que dice así:

“Cuando el Señor y San Pedro andaban por el mundo, llegaron a una choza, en la que hallaron a un hombre, al que se había muerto su mujer, dejándole tres criaturitas chicas, que estaba muy afligido, tanto más cuanto que era anciano, y estaba con un mal sin cura.

Cuando salieron de allí le dijo San Pedro al Señor que cómo no se compadecía de aquella desdicha, y que si moría el padre, qué iba a ser de aquellos niños. El Señor le dijo entonces que levantase una piedra muy grande que había a la vera del camino. Hízolo así San Pedro, y vio que había debajo una gran cantidad de animales, culebras, salamanquesas, tiñosas, lagartijas, ranas, sapos, erizos, galápagos, alimañas, y el Señor le dijo: 

––Quien mantiene a esos animales cuidará de esos niños. Su padre se les morirá, y serán recogidos por gentes piadosas. Uno será Obispo, otro Cardenal y otro Virrey”. 

En todos estos ejemplos, la acción providencial es acompañada de una entrega confiada e incondicional de los protagonistas, aunque su percepción sea más intuitiva que racional. Todos sabemos que la comprensión plena de qué es la divina Providencia se nos escapa, sobretodo al tratarse de la acción temporal de Aquel que está fuera del tiempo; que decir por tanto de lo que le ocurrirá a nuestros chicos. Ello no obstante, estas historias podrán ayudarles a preparar el terreno para que sus almas pueda germinar esta idea y con ella una idea mayor. Por lo pronto, lo que de inicio quizá arraigue más fácilmente sea la ya comentada virtud que ese gobierno providente y misterioso lleva siempre consigo anudada la virtud de la esperanza, una esperanza que ayudará a aceptar con humildad aquello que nos suceda, sea lo que sea, sabiendo que Dios provee nuestro sustento y cuidado.

Así que termino con la fe y la esperanza y con el Cardenal Newman, que refiriéndose al arcano proceder de la Providencia de Dios, ––siempre tan inexplicable y misteriosa para nosotros, pero a la que siempre debemos recibir con confianza––, nos dice:

Es una ley de la Providencia de Dios que nosotros consigamos el éxito a través del fracaso; por eso mi consejo es decirte: No dudes que Él se valdrá de ti ––sé valiente––, ten fe en Su amor por ti ––en su perpetuo y eterno amor–– y ámale con la seguridad de que Él te ama”.

12.09.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (III)

            La Señora de la Divina Providencia, óleo de Scipione Pulzone (1544-1598).

   

 

“Hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero solo el plan de Dios se realiza”.

Proverbios 19, 21.

  

     

Una de las advocaciones de la Virgen María es la de Madre de la Divina Providencia. Se trata de una devoción medieval de origen italiano realmente hermosa ya que unifica muy vivamente su labor de madre que cuida de sus hijos y su función de colaboradora de la Providencia. 

La idea del manto protector, amoroso y maternal, que ella nos ofrece en respuesta a nuestras plegarias y su relación con la Providencia divina es recogida en unos breves versos de ese magnífico poeta que fue Gerard Manley Hopkins: 

Ella, rústica red, realzada túnica,

Cubre al planeta pecador

Desde que Dios dejó que dispensase

La Providencia Suya con plegarias.

La imagen de esta advocación providencial de la Virgen encuentra también eco en la novela de George Macdonald, publicada en 1872, La princesa y los trasgos (ya tratada aquí), donde resulta personificada en la abuela de la protagonista. Macdonald nos cuenta que la magna anciana vela por todos aquellos que, perdidos, deambulan por el castillo, a quienes proporciona protección frente a los peligros que en la noche acechan tras las múltiples puertas, los oscuros rincones o las umbrías esquinas de las torvas escaleras. Frente a la noche, sus terrores y laberintos y sus misteriosas criaturas, se alza el consuelo y guarda en la abuela de largos cabellos.

 

La princesa Irene y su abuela, la dama de cabellos blancos, ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935).

 

La fe infantil de la princesa Irene, que puede creer sin ver ni entender, la hace confiar en su misteriosa y querida abuela, que opera en su vida como la protectora Providencia. Esta relación entre la venerable anciana y la pequeña princesa se fundamenta en la fe incondicional de la niña. Una relación simbolizada por el hilo que une el dedo de Irene y la rueca de la abuela, muestra imaginada de la relación del hombre con Dios basada en la fe, la esperanza y la caridad.

Otro ejemplo literario de la acción providencial divina podemos encontrarlo en la serie Las Crónicas de Narnia (1950-1956), de C. S. Lewis (de la que he hablado aquí). En el libro titulado El caballo y el muchacho (1954) es posible percibir a lo largo de toda la historia esa provisión protectora. Los protagonistas muestran una suave y a veces, áspera y dolorosa (“suaviter et fortiter”,como decía Santo Tomás) disposición hacia el propósito predeterminado por el creador del mundo, el gran león, Aslan.

 

 

          Shasta perseguido por Aslan y dibujados por Pauline Baynes (1922-2008).

 

Podemos ver esto cuando el protagonista, Shasta, está contando a la cosa (se trata de Aslan, el león, analogía de Cristo, pero hasta entonces el protagonista no sabe qué o quién es), las desgracias que ha sufrido:

“(…) Le contó que no había conocido a sus padres y que el pescador lo había criado de un modo muy severo. Y luego le contó la historia de su huida y el modo en que los persiguieron los leones y se vieron obligados a nadar para salvar la vida; y todos los peligros corridos en Tashbaan y la noche que había pasado entre las Tumbas y cómo las bestias le aullaban desde el desierto. Le habló también del calor y la sed padecidos durante el viaje por el desierto y que casi habían alcanzado su objetivo cuando otro león los persiguió e hirió a Aravis. También mencionó lo mucho que hacía que no probaba bocado. 

—Yo no diría que eres desafortunado -dijo la Gran Voz. 

—¿No te parece mala suerte que me haya encontrado con tantos leones? -inquirió él.  

—Sólo había un león -declaró la Voz. 

—Pero ¡qué dices! ¿No has oído que había al menos dos la primera noche, y…? 

—Sólo había uno: pero era muy veloz. 

—¿Cómo lo sabes? 

—Yo era el león. 

Y cuando Shasta se quedó boquiabierto e incapaz de decir nada, la Voz siguió: 

—Yo era el león que te obligó a unirte a Aravis. Yo era el gato que te consoló entre las casas de los muertos. Yo era el león que alejó a los chacales de ti mientras dormías. Yo era el león que dio a los caballos las renovadas fuerzas del miedo durante los dos últimos kilómetros para que pudieras llegar ante el rey Lune a tiempo. Y yo fui el león que no recuerdas y que empujó el bote en el que yacías, una criatura al borde de la muerte, de modo que llegaras a la orilla donde estaba sentado un hombre, desvelado a medianoche, para recibirte”.

En otro de los libros de la serie, La Silla de plata (1953), la presencia de la Providencia se revela cuando Jill y Eustace, desalentados por una infructuosa búsqueda, son consolados por su acompañante, Barroquejón, que les dice: 

—“No se preocupen —dijo Barroquejón—. No existen las casualidades. Es Aslan quien nos guía; y él estaba allí cuando el rey gigante mandó esculpir las letras, y ya sabía todo lo que sucedería después; incluyendo esto”. 

Lo mismo ocurre en todas aquellas historias que relatan la vida y las tribulaciones de ese tipo tan especial de protagonista que es el huérfano (del que ya me ocupé aquí). Un patrón común recorre las tramas de estos relatos, especialmente en las historias de Charles Dickens pero extrapolable a muchas otras, pues en todos ellos pueden vislumbrarse acciones providenciales que guían a los protagonistas a su destino final. 

Dickens es profuso en la utilización de estas concatenaciones inverosímiles. Podemos verlo, por ejemplo, en Oliver Twist (1838) (ya tratada aquí), cuando el pequeño Oliver se encuentra casualmente con un viejo caballero en las calles de Londres, tropiezo que cambiará radicalmente su vida, pues ese hombre (el Sr. Brownlow) resulta ser un viejo amigo de su padre que, casualmente, tiene en su casa un retrato de la madre de Oliver, lo que le permite identificar al niño por el gran parecido que este guarda con aquella. O en David Copperfield (1850), cuando el protagonista visita la localidad Yarmouth y encuentra en sus playas el cadáver de un viejo amigo victima de un naufragio. Otras señales providenciales pueden atisbarse por ejemplo en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë, cuando la joven Jane, vagando por los páramos, es rescatada y acogida por la familia Rivers, que no conoce y de los que resulta ser prima o cuando cree escuchar la llamada de su amado entre los gemidos del viento, lo que la lleva a encontrarse con él. Finalmente, podemos encontrar otro ejemplo en Los Miserables (1862) de Víctor Hugo, donde el protagonista Valjean, mientras huye de la policía por las callejas de los barrios bajos de París, se encuentra con el hombre a quien había salvado la vida muchos años antes en una ciudad lejana.

 

David Copperfield en su infancia con la pequeña Emily en la playa de Yarmouth, obra de Frank Reynolds (1876-1953).

  

Otro factor que nos remite a ese designio providencial que nos guía amorosamente podemos encontrarlo en las actitudes de los protagonistas de estas novelas, que a pesar de su orfandad creen en un gobierno divino del mundo, según el cual, pase lo que pase, “para los que aman a Dios todo coopera para el bien” (Rom 8, 28). 

En Heidi (1880), la famosa novela de Joanna Spyri (tratada aquí), podemos encontrar más ejemplos. Cuando Heidi y Clara admiran juntas el firmamento estrellado, esta última exclama:

—“Parece como si estuviéramos viajando en un carro, justo en el cielo, entre las estrellas”.

 A lo que Heidi responde con una explicación que relaciona deliciosamente el centelleo de las estrellas con la Providencia divina:

—“Al estar arriba en el cielo las estrellas saben que Dios cuida de nosotros. Y eso las alegra y por eso centellean y nos guiñan los ojos. Pero no por ello debemos dejar de rezar. Así estaremos seguras de que no debemos temer por nada”.

Así pues, hagamos que nuestros hijos, leyendo estas obras, se dejen envolver por el amoroso manto de la Providencia divina y se abandonen cándidamente en ella pues, como ya sabemos, “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber? (…) Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. (Mt 6, 31-33; Mt 10, 29-31).