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31.08.19

De nuevo, listas y más listas (de Lewis, Tolstoi, Twain y otros)

                               El cuento de hadas, óleo de James Sant (1820-1916).

    

  

“La literatura toda es contemporánea para el lector que sabe leer”. 

Nicolás Gómez Dávila

    

 

Las listas o listados, las enumeraciones, las retahílas y los inventarios, ejercen sobre nosotros una fascinación antigua. Casi como el fuego, nos hipnotizan con su fulgor, prosaico y breve. Son hechiceras y cautivadoras. Nos arroban y raptan nuestra atención abrupta e irreflexivamente. Su mera forma, longilínea y esbelta, nos seduce y, casi sin pensar, dejamos de reparar en su contenido y caemos rendidos a su presencia.

Pero no todas las listas son atendibles ni merecen serlo. De ahí su ínsito riesgo, en especial las de aquellas que indiscriminadamente pululan en la red. 

Las que hoy traigo hasta aquí creo que tienen interés y en mi opinión son recomendables (con salvedades o reparos puntuales). Lo que ocurre es que todas ellas (en especial, la de C. S. Lewis) están pensadas desde la perspectiva de otros tiempos, de aquellos en los que se consideraba a los chicos como personas perfectamente capaces y más aptas que cualesquiera otros para aprender y crecer (en todos los sentidos), personitas a quienes desafiar intelectual y estéticamente, precisamente para que ese crecimiento pudiera tener lugar. 

Y comienzo con la de C. S. Lewis. 

  

Los libros que influyeron C. S. Lewis en su infancia y juventud

En una conferencia pronunciada en 1954, Lewis (1893-1963) dijo a su audiencia: “Yo pertenezco mucho más a ese viejo orden occidental que al suyo … Leí como textos nativos lo que ustedes deberán leer como extranjeros".

Al decir esto, Lewis no tenía la intención de ser arrogante; simplemente estaba llamando la atención sobre la gran diferencia que existía entre su educación –que, como veremos, incluía una formación minuciosa en los clásicos– y la formación que sus oyentes habían recibido hasta entonces. En esa charla, se refirió a sí mismo como un espécimen de dinosaurio y alentó a su audiencia con estas palabras: “Usen sus especímenes mientras puedan. No habrá muchos más dinosaurios”. 

Y esto fue hace 65 años. Hoy, la diferencia entre la educación de Lewis y la nuestra se ha convertido casi en un abismo, e intentar recuperarla equivaldría a realizar una extenuante excavación arqueológica. 

Afortunadamente, él ha hecho esta excavación un poco más fácil para nosotros. En su obra autobiográfica, Sorprendido por la alegría (1955), nos proporciona el testimonio de algunas características importantes de su propia educación: los libros que leía en su infancia y juventud. Agárrense y dejen por un momento “suspendida su incredulidad” al modo de Coleridge. La lista:

  • Sir Nigel (1906), de Arthur Conan Doyle. 
  • Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain. 
  • La trilogía de Edith Nesbit: Cinco niños y Eso (1902), El Fénix y la alfombra (1904) La historia del amuleto (1906)En sus años más jóvenes, Lewis escribió: “me maravillaron, me abrieron los ojos a la antigüedad y al abismo del tiempo”. Como adulto, aún era capaz de decir: “Todavía puedo volver a leerlos con deleite”
  • Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift. Escribe Lewis: “Gulliver en una edición no expurgada y profusamente ilustrada era uno de mis favoritos”
  • Viejos ejemplares de la revista humorística Punch, especialmente los que contenían los dibujos de Sir John Tenniel. “Me ocupé indefinidamente de un conjunto casi completo de viejos ‘Punches’ que estaban en el estudio de mi padre”
  • Los Cuentos de Beatrix Potter (1902-1930).“Aquí por fin halle la belleza”. Sobre La historia de la ardilla Nogalina: “Me preocupó lo que solo puedo describir como la idea del otoño.”. 
  • Saga del Rey Olaf (1863), de Henry Wadsworth Longfellow. 
  • Las novelas de aventuras de  H. Rider Haggard. 
  • Las novelas de anticipación y ciencia ficción de H.G. Wells. 
  • Quo Vadis? (1895), de Henryk Sienkiewicz. 
  • Tinieblas y amanecer (1912), de George Allan England.
  • Ben Hur (1880), de Lewis Wallace.
  • El hombre que fue su propio hijo (1882), de F. Anstey. Historia en la cual un padre y un hijo intercambian mágicamente los cuerpos. Lewis la llamó “la única historia de escuela veraz que existe”
  • Sohrab and Rustum (1853), de Matthew Arnold. “Me encantó el poema a primera vista y lo he amado desde entonces”
  • Tamerlán el Grande (1587), de Christopher Marlowe. “Lo leí por primera vez mientras viajaba de Larne a Belfast en medio de una tormenta”.
  • Paracelso (1835), de Robert Browning. “Leí el ‘Paracelso’a la luz de una lámpara que se apagaba y que había que volver a encender cada vez que se ponía en marcha una batería situada en un foso debajo de donde yo estaba [en un barco], lo que creo que estuvo pasando cada cuatro minutos durante toda aquella noche”.
  • Sigfrido (1876) y el Crepúsculo de los Dioses (1876), de Richard Wagner, ilustrado por Arthur Rackham.“Me envolvió la más pura ‘pasión por lo nórdico’: una visión de espacios grandes y claros suspendidos sobre el Atlántico en el ocaso interminable del verano septentrional, de lo lejano, de la inclemencia…”. Más tarde también leyó los otros volúmenes de la serie, El oro del Rhin (1869) La Valkiria (1870).
  • Mitos Nórdicos (1908), de H. A. Guerber.
  • Mitos y leyendas de los Teutones (1912), de Donald Mackenzie.
  • Antigüedades Nórdicas (1770), de Paul Henry Mallet.
  • Obras de George Bernard Shaw.
  • Las Odas (23 a. C.), de Horacio.
  • La Eneida (19 a. C.), de Virgilio.
  • Las bacantes (405 a. C.), de Eurípides.
  • Obras de John Milton. 
  • William Butler Yeats. Lewis escribe que Yeats le apartó del resto de los poetas que estaba leyendo en su adolescencia. 
  • Obras de James Boswell. 
  • Historia de la literatura inglesa (1912), de Andrew Lang.
  • La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767), de Laurence Sterne. 
  • La Anatomía de la Melancolía (1621), de Robert Burton. 
  • Obras de Demóstenes.
  • Obras de Herodoto.
  • Obras de Cicerón.
  • Obras de Lucrecio. “Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: Si Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el que vemos".
  • Obras de Catulo. 
  • Obras de Tácito.
  • Obras de Sófocles. 
  • Obras de Esquilo.
  • Obras de Apuleyo.
  • La Ilíada y la Odisea, de Homero.
  • William Morris. Fue el gran autorbde Lewis durante sus años de adolescencia. “Casi todas las obras de Morris llegaron, volumen a volumen, a mis manos (…). Los ‘caballeros armados’ resurgían desde mi primera infancia. Después de aquello leí todo lo que pude conseguir: Jasón, El Paraíso terrenal, los romances en prosa …”
  • La muerte de Arturo (1485), de Thomas Malory.
  • La alta historia del Santo Grial (1898), de Sebastian Evans.
  • La saga de Laxdœla, anónimo.
  • Obras de Pierre de Ronsard.
  • Obras de André Marie Chénier.
  • G. K. Chesterton. “Chesterton tenía más sentido común que todos los demás modernos juntos” (…). Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía; ni puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente (…). Aunque pueda parecer extraño, me gustó por su bondad (…). Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo”.
  • Dr. Samuel Johnson. “Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que podía confiar totalmente”).
  • Beowulfanónimo.
  • Sir Gawain y el Caballero Verdeanónimo.
  • El Kalevalaanónimo.
  • Obras de Robert Herrick.
  • Obras de Sir John Mandeville. 
  • La vieja Arcadia (1593), de Philip Sidney.
  • Waverley (1814), de Sir Walter Scott.
  • Todos los libros de las hermanas Brontë y los de Jane Austen. “Supusieron un complemento fenomenal para mis lecturas más fantásticas y disfruté más de cada una por su contraste con la otra”. Descubrió en ellos el amor por lo sencillo, por lo cotidiano, “la cualidad arraigada que une todas nuestras experiencias simples: el tiempo, la comida, la familia, el vecindario”.
  • La reina de las Hadas (1590-1596), de Edmund Spenser. 
  • FantastesUn romance de hadas para hombres y mujeres (1858), de George MacDonald. Lewis describe el efecto de su primera lectura: Aquella noche mi imaginación fue, en cierto modo, bautizada; el resto de mi cuerpo, naturalmente, tardó más tiempo. No tenía ni idea de dónde me había metido al comprar ‘Fantastes’ (…). Encontré allí todo lo que ya me había entusiasmado en Malory, Spenser, Morris y Yeats. Pero en otro aspecto todo era distinto. Todavía no sabía (y tardé mucho en descubrirlo) el nombre de la nueva cualidad, la sombra brillante, que residía en los viajes de Anodos. Ahora lo sé. Era Beatitud”. También escribió que George MacDonald influyó en él más que cualquier otro escritor.  

 

 

La lista de Agatha Christie

También la famosa Agatha Christie dejó una lista sobre aquellos libros que pensaba que debían leer los niños y los jóvenes. Sin embargo, la dama del crimen lo hizo de una forma poco convencional. No crean ustedes que se limitó a dejar una lista en un escrito autobiográfico o al hilo del alguna entrevista. No, que vá. Christie utilizó lo que mejor sabía hacer: escribir un relato. Su última novela, La Puerta del Destino (1973), que protagonizan la pareja de detectives Tommy y Tuppence, comienza con esta última compartiendo sus pensamientos sobre los libros que amaba de niña y manifestando su incomprensión ante lo poco que, al parecer, leían los niños de aquellos días (la novela se sitúa a principios de los años 70).

Como tal declaración no se refiere a ningún punto de la trama ni tampoco parece ser necesaria para dibujar el carácter de Tuppence ––sobradamente conocido para sus lectores––, no resulta difícil entender que la autora está compartiendo algo personal y que en ese momento Tuppence es su voz interior. Este es su mensaje para nosotros: “Que los pequeños lean estos libros”. Así que veamos cuales son. Ahí van:

 

  • La isla del Tesoro (1883), Secuestrado (1886), Catriona (1893) La flecha negra (1888), de R. L. Stevenson. Por cierto, en el interior del último de estos libros (La flecha negra) es dónde encuentra la primera pista la pareja de detectives. Curioso, en la última novela de Christie el misterio se inicia en otro libro, un libro importante para la autora.
  • Alicia en el País de las Maravillas (1865) y Alicia a través del espejo (1871), de Lewis Carroll. 
  • El reloj de cuco (1877), La granja de los Cuatro Vientos (1878) y La Sala de Tapices (1879), de Mary Molesworth.
  • El libro de Romances Rojo (1906), El libro del Hadas Naranja (1906), El libro de Hadas Rosa (1897) y El Libro de Hadas Lila (1910), de  Andrew Lang.
  • Un día de mi vida: Experiencias cotidianas en Eton (1877), de George Nugent-Bankes.
  • Bajo la Túnica Roja (1894) y La Escarapela Roja (1895), de Stanley Weyman. 
  • El escritor L.T. Meade es mencionado, aunque ninguno de sus títulos es citado expresamente por Christie. 
  • Winnie-the-Pooh (1926), de A. A. Milne.
  • El collar de las margaritas (1856), de Charlotte Yonge.
  • Los nuevos buscadores de Tesoros y La trilogía del Psammead, que incluye Cinco chicos y Eso (1902), El Fénix y la alfombra (1904) y La historia del amuleto (1906), de Edith Nesbit.
  • El prisionero de Zenda (1894), de Anthony Hope.

  

La pequeña (e incompleta) lista de Mark Twain

El 20 de enero de 1887, Mark Twain escribió al reverendo Charles D. Crane una carta (firmada como S. L. Clemens, su verdadero nombre), en la que daba contestación a una serie de preguntas que aquel le habría formulado sobre lecturas recomendables. Si bien se conserva esta misiva, no ha podido ser encontrada la carta a la que responde. Por lo tanto, no sabemos con certeza qué preguntó el reverendo Crane a Twain.

Sin embargo, algunos estudiosos, jugando a Sherlock Holmes, han aventurado cuáles podrían haber sido las preguntas. Y este es el resultado:

La carta de Twain dice, más o menos, así:

 

“Estimado señor: 
Estoy a punto de salir de casa, por lo que no tengo mucho tiempo para pensar sus preguntas y considerar adecuadamente mis respuestas; no obstante, me lanzo al asunto de la siguiente manera. 
A la primera pregunta: 
  • Macaulay [Historia de Inglaterra, 1848, de Thomas Macaulay].
  • Plutarco [Vidas paralelas, entre el 96 y el 117 d. C.].  
  • Las memorias de Grant [Las memorias personales de Ulysses Grant, 1885. Ulysses S. Grant, comandante general del ejército de la Unión al final de la guerra de Secesión y 18.º Presidente de los Estados Unidos].  
  • Crusoe [La vida y las extrañas aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York1719].  
  • Noches de Arabia [Cuentos de las mil y una noches]. 
  • Gulliver [Los viajes de Gulliver”, 1726, de Jonathan Swift]. 
A la segunda pregunta: Lo mismo para las chicas, después de haber eliminado a Crusoe y haberlo sustituido por Tennyson [Idilios del rey1859, de Alfred Tennyson].  
No puedo responder a la tercera pregunta de esta manera tan repentina. Cuando uno va a elegir doce autores, para bien o para mal, abandonando a los padres y madres para aferrarse a ellos y sólo a ellos hasta que la muerte lo separe, hay en ello una responsabilidad tan atroz, que a su lado el matrimonio es un sacramento empapado de levedad.  En mi lista sé que debería incluir a Shakespeare; a Browning; a Carlyle (La Revolución Francesa, 1837, solamente); a Sir Thomas Malory [La muerte de Arturo1485]; las historias de Parkman (un centenar de ellas si es que hay tantas); las noches árabes [Cuentos de las mil y una noches]; el Dr. Johnson  de Boswell [La vida de Samuel Johnson1791, de James Boswell],porque me gusta ver a ese viejo gasómetro complaciente escucharse a sí mismo; el Platón de Jowett [los comentarios a La República de Platón, 1885, de Benjamín Jowett];B.B. (un libro que escribí hace algunos años, no para publicarlo, sino solo para mi lectura privada. [Es posible que Twain se refiriese aquí a su “Bible Book” acerca de Noé, el cual nunca terminó].  
Podría añadir otros tres nombres a la lista, pero quisiera mantener abierto el cupo durante unos años, para evitar equivocarme.  
Sinceramente suyo.  
S. L. Clemens” 

 

De todo lo anterior, al parecer, podría inferirse que la carta del reverendo versaba sobre cuáles eran los libros que Twain consideraba más convenientes, tanto para niños como para adultos. Y que las tres preguntas a las que responde el literato podrían haber sido las siguientes: 

1ª) ¿Qué libros deben leer los chicos? 2ª) ¿Y las chicas? … 3ª) ¿Qué deben leer los adultos? ¿Cuáles son los libros favoritos del Sr. Samuel Clemens?

 

Los libros que leyó Helen Keller de niña

Igualmente, la increíble e inspiradora Helen Keller, en su autobiografía La historia de mi vida (1903), capítulo 21, relata cómo, parte del maravilloso y cuasi milagroso trabajo que realizó con ella su maestra, Ann Sullivan, consistió en que adquiriese fluidez en la lectura y en el uso del lenguaje en general, e incluye una lista de los libros que aquella le hizo leer. La lista es la siguiente:

 

  • El pequeño Lord Fauntleroy (1885), de Frances Hodgson Burnett.
  • Los héroes griegos (1856), de Charles Kingsley. 
  • Las fábulas (1668), de Jean de La Fontaine. 
  • El libro de las maravillas (1852), de Nathaniel  Hawthorne. 
  • Historias bíblicas 
  • Cuentos de Shakespeare (1807), de los hermanos Lamb. 
  • Una historia de Inglaterra para niños (1851), de Charles Dickens. 
  • Animales salvajes que he conocido (1898), de Ernest Thompson Seton. 
  • Las mil y una noches. Anónimo. 
  • La familia Robinson suiza (1812), de Johann David Wyss.
  • El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan.
  • Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe.
  • Mujercitas (1868), de Louisa May Alcott.
  • Heidi (1880), de Johanna Spyri.
  • El libro de la selva (1894), de Rudyard Kipling. 
  • La Ilíada (segunda mitad del siglo VIII a. C.), de Homero.

 

La lista de libros que influyeron en la infancia y juventud de León Tolstoi

Por último, tenemos a León Tolstoi. Parece ser que en 1891, un editor ruso pidió a 2.000 profesores, académicos, artistas y hombres de letras, figuras públicas y otras luminarias, que relacionasen los libros que consideraban más importantes, y Tolstoi (que por aquel entonces tenía 63 años) respondió con una lista se dividió en cinco tramos de edad, acompañando los títulos con su grado de influencia ("enorme", “muy grande", o simplemente “grande").

Estas son las obras que le hicieron honda impresión en las dos primeras etapas, hasta los 14 años y luego de los 14 a los 20:

 

De la infancia hasta los 14 años:

  • La historia de José en la Biblia  - Enorme.
  • Cuentos de Las mil y una nochesAlí Baba y los 40 ladronesEl Príncipe Qam-al-Zaman  - Grande.
  • La gallinita Negra (1829)  de Antony Pogorelsky  - Muy grande.
  • Poemas épicos populares de Rusia (bylinas): Dobrynya Nikitich, Ilya Muromets, y Alyosha Popovich. - Enorme.
  • Los poemas de Alexander Pushkin, en especial, Napoleón (1821). - Grande.

 

De los 14 años a los 20:

  • El Evangelio de San Mateo, en especial el Sermón de la Montaña - Enorme.
  • El viaje sentimental por Francia e Italia (1768), de Laurence Sterne - Grande.
  • Las Confesiones (1782-1789), de Jean-Jacques Rousseau - Enorme.
  • El Emilio (1762), de Jean-Jacques Rousseau  - Enorme.
  • Julia o La Nueva Eloísa (1761), de Jean-Jacques Rousseau - Grande.
  • Eugenio Oneguin (1833), de Alexander Pushkin  - Grande.
  • Los bandidos (1781), de Friedrich von Schiller  - Grande.
  • El capote (1842), Por qué se pelearon los dos Ivanes (1834), La avenida Nevsky (1835), de Nikolái Gógol  - Grande.
  • El Viyi (1835), de Nikolái Gógol - Enorme.
  • Las almas muertas (1842), de Nikolái Gógol  - Grande.
  • Memorias de un cazador (1852), de Iván Turguénev - Grande.
  • Polinka Saks (1847), de Alexander Druzhinin  - Grande.
  • Antón el desdichado (1847), de Dmitri Grigoróvich - Muy grande.
  • David Copperfield (1849), de Charles Dickens  - Enorme.
  • Un héroe de nuestro tiempo (1839-40) y Tamara (1841), de Mijaíl Lérmontov - Grande.
  • Historia de la conquista de México (1843), de W. H. Prescott  - Grande.

 

Todas estas listas ponen de manifiesto una cosa: nuestra decadencia y nuestro deterioro cultural. Hasta los mejores hoy no lo son tanto. E impresiona en dos sentidos: en la admiración que provoca en nosotros descubrir almas tan cultivadas y en la melancolía que nos embarga cuando nos apercibirnos del deterioro sufrido, como cuando contemplamos el abandono de un jardín antaño hermoso ¿Podremos reparar el daño? Sé que depende en gran medida ––en toda medida–– de algo que está más allá de los libros y de la cultura, y el único consuelo es que esta restauración no es nuestra misión; Él se encarga. Lo nuestro es tratar de seguir, con ayuda de la gracia, su llamada, como el pequeñuelo que, fascinado, persigue sin cesar e intenta imitar, sin mucho éxito pero con perseverancia, al mayor de sus hermanos.    

23.08.19

La primera novela de detectives: La piedra lunar

             El sargento Cuff en los acantilados. Ilustración de William Sharp (1900-1961).

  

        

“No hay nada más engañoso que un hecho evidente”.

A. C. Doyle. El misterio del valle de Boscombe

  

“––¿Sabe usted cómo abrir una cerradura?

––No, en absoluto, me temo.

––A menudo me pregunto para qué vamos a la escuela, dijo Lord Wimsey”.

Dorothy L. Sayers. Veneno mortal

 

 

Soy abogado, hijo de abogado, nieto de abogado y tengo tras de mí un pasado familiar en el que la profesión jurídica se hace notar. Quizá por ello le tengo cierto cariño a la novela sobre la que voy a hablar, porque en ella veo representada, entre otras muchas cosas, una forma de proceder que me es muy familiar: la indagación que precede y acompaña al litigio; el modus operandi judicial. Me refiero a La piedra lunar (1868) del amigo y colaborador de Dickens, Wilkie Collins. Según Borges “Collins (…) pone en boca de los diversos protagonistas la sucesiva narración de la fábula. Este procedimiento, (…) permite el contraste dramático y no pocas veces satírico de los puntos de vista”. Lo mismo hace el abogado: primero con su cliente (que, por lo regular, le cuenta la mitad de la verdad) y luego con su proceder en los sucesivos interrogatorios a que debe someter a los testigos propios y ajenos. Todo en aras de, primero, acercarse a la verdad (vaya problema, ¿no? “Quid est veritas?”) y luego, articular la mejor defensa posible del cliente (pero siempre, sin dejar de lado la primera finalidad). La fórmula de Collins conduce al lector a actuar como un abogado y, en último término, como un tribunal (abogado, fiscal y juez a un tiempo), todo con vistas a averiguar la verdad de lo sucedido y desenmascarar al culpable, a fin de darle su merecido castigo y así restaurar en lo posible la dañada justicia.  

Pero la novela de Collins también es mucho más. Y así, es considerada una precursora. De la misma manera que Edgar Allan Poe escribió la primera historia de detectives y el primer misterio en un cuarto cerrado (Los crímenes de la calle Morgue, 1841) o Christianna Brand fue la pionera en el thriller médico (Verde es el peligro, 1943), suele decirse que La piedra lunar es la primera novela policíaca de larga duración en lengua inglesa. 

                                              Tres portadas de la novela.
 

No obstante, críticos conocidos como Jacques Barzun no la consideraban una verdadera novela de detección: “El punto es la revelación de un misterio físico de una manera física por medio de una evidencia plausible. ‘Hamlet’ y ‘La piedra lunar’ son grandes misterios de asesinato que me apasionan, pero no hay una detección real en ellos”.

Pero esta es una opinión que otros, a los que soy más afin, no comparten. Por ejemplo P. D. James dice ––y de paso nos pone al tanto del argumento de la novela––: “Pero si uno va a otorgar la distinción de ser la primera novela policíaca a una sola novela, mi elección -–y creo que la elección de muchas otros–- sería ‘La piedra lunar’, que T. S. Eliot describió como ‘la primera, la más larga y la mejor’ de las novelas policíacas inglesas modernas. En mi opinión, ninguna otra novela de este tipo se adentra más claramente en lo que se convertiría el género. La piedra lunar es un diamante robado de un santuario indio por el coronel John Herncastle, dejado en herencia a su sobrina Rachel Verinder y llevado a su casa de Yorkshire para serle entregado el día del decimoctavo cumpleaños por un joven abogado, Franklin Blake. Durante la noche es robado, obviamente por un miembro de la familia (…)”.

Siguiendo con los elogios, Borges señaló que es en Inglaterra donde encontramos las mejores novelas policiales que se han escrito, y para él las dos más destacadas son La dama de blanco La piedra lunar, ambas de Collins. Por su parte, Dorothy L. Sayers escribió: “Nada humano es perfecto, pero ‘La piedra lunar’ se aproxima tanto a la perfección como cualquier cosa de ese tipo podría hacerlo” y G. K. Chesterton calificó la novela como, “probablemente, el mejor cuento de detectives del mundo”. Según T. S. Eliot, “es un libro el doble de largo que los thrillers que nuestros maestros contemporáneos escriben, pero mantiene su interés y el suspense en todo momento. Y lo hace con mecanismos dickensiano; pues Collins, además de sus méritos particulares, era un Dickens aunque sin genio”. Es verdad que la obra tiene el mérito extraordinario de mantener a lo largo de sus más de 500 páginas el interés de los lectores sobre el paradero de un diamante. Pero aún más, conforme a su subtítulo (La piedra lunar: un romance), el misterio del diamante corre parejo a una trama romántica que implica a la heroína Rachel Verinder y a su enamorado Franklin Blake, lo que, no solo aumenta la complejidad narrativa, sino el propio interés de la novela. Mi hija mayor, L., que acaba de leerla, me lo ha comentado (lo que, por otro lado, es bastante lógico, porque tiene quince años).

El libro tiene todo lo que se suele exigir a una lectura de playa y vacaciones: misterio, romance, suspense y comedia, y como dice Borges: “no solo es inolvidable por su argumento también lo es por sus vívidos y humanos protagonistas. Betteredge, el respetuoso y repetidor lector de Robinson Crusoe; Ablewhite, el filántropo; Rosanna Spearman, deforme y enamorada; Miss Clack, ‘la bruja metodista’; Cuff, el primer detective de la literatura británica…”. Por lo tanto, además de ser una excelente recomendación para los aficionados a las historias de detectives, es un libro aconsejable para cualquier persona que sólo quiera leer una buena novela, y La piedra lunar, lo es, se lo aseguro a ustedes.

Para chicos de 14-15 años en adelante.

 

 

8.08.19

Apología del relato detectivesco

  

  

“Nuestro interés está en el borde peligroso de las cosas.
El ladrón honesto, el asesino tierno,
El ateo supersticioso.”

Robert Browning


“Haber descubierto un problema no es menos admirable (y es más fecundo) que haber descubierto una solución.”

Thomas de Quincey

 

Volvemos al relato policial, al misterio detectivesco, a la intriga desconcertante, a aquellos relatos que atrapan y seducen la inteligencia. Y se trata de un regreso conveniente. El entrenamiento analítico y el adiestramiento y disciplina que exigen este tipo de lecturas son, sin duda, beneficiosos. A esto se une la idea de la persecución y el castigo a los malvados, que no viene nada mal en estos tiempos relativistas. Agatha Christie, en su Autobiografía (1978), reconoce estos valores intrínsecos: “Una novela de este tipo es el relato de una persecución, una historia con moraleja y, en definitiva, una narración que se atiene a las normas de la moral tradicional, con la derrota del mal y el triunfo del bien”. Críticos como D. Gabet (1986), ven que “la lectura de una novela policíaca de enigma acapara la inteligencia del lector, y puede resultar más activa, más atenta, más inteligente, y por tanto, más pedagógica que la de otras novelas”.

Aunque esta clase de literatura suele ser valorada más bien negativamente por los críticos y sabios de academia, hay notables excepciones, como los clásicos ensayos de Andrew Lang, R. L. Stevenson, G. K. Chesterton, W. H. Auden o Raymond Chandler, y también los dedicados al tema por Jorge Luis Borges, como el titulado Los laberintos policiales y Chesterton. 

Este tipo de lecturas reúne una serie de características que la convierten en una lectura especialmente recomendable para adolescentes y jóvenes, independientemente de su carácter de entretenimiento, y que paso a enumerar:

  1. Potencia la agilidad mental del lector, que tiene que retener datos, formular hipótesis, hacer asociaciones, deducciones, inferir, verificar…
  2. Fomenta la observación a la búsqueda de indicios.
  3. Ejercita la capacidad de análisis.
  4. Desarrolla la intuición.
  5. Es una literatura interactiva en la que el lector mediante un método de ensayo-error, trata de desentrañar el misterio.
  6. Plantea un desafío intelectual entre el autor y el lector, que mantiene el interés vivo por la lectura hasta culminar el libro.
  7. En las novelas policíacas clásicas siempre hay un triunfo del bien sobre el mal. El asesino no escapa impune.

En línea con lo que acabo de señalar, algunos amantes de género señalan otro aspecto interesante. Por ejemplo, Raymond Chandler en su famoso artículo, El simple arte de matar (1944), dice: “En todo lo que se puede llamar arte hay una cualidad de redención”. Y aunque aquí el autor americano habla de la figura del detective desengañado y maltrecho ––si bien hombre de honor––, presente en su obra y en la de su maestro Dashiell Hammett (una literatura policial dura), también hace referencia a que, con sus acciones, estos protagonistas tratan de redimirse. A ello se refiere más expresamente el poeta y crítico W. H. Auden, quien, sin embargo, insiste en que la redención exige sufrimiento y una conciencia de pecado y culpa por parte del protagonista, una experiencia que se encuentra, según él, en obras de arte como Crimen y Castigo de Dostoievski, pero no en la clásica y analítica historia policíaca (The guildy vicarage, 1948). 

Dentro de la enorme variedad de novelas de este tipo creo que las más convenientes para los adolescentes son las de la denominada Edad de Oro del género (el período entre los años 1920 y 1930), por su exquisitez, su brillantez y su blancura. El reconocido e influyente profesor Jacques Barzun, que no solo fue un crítico prestigioso sino un amante de  las historias de detectives, recomienda este tipo de relatos que se limitan al puro rompecabezas. Para él, el misterio convencional que se basaba en la deducción lógica, y en el que los personajes resolvían las tramas a partir de hechos observados, tenía una integridad intelectual y literaria que se perdía si los escritores intentaban vadear los turbios charcos de la psicología anormal o investigar la base psicológica de las acciones y personalidades de sus personajes. 

Dorothy L. Sayers (una de las damas británicas de esta edad dorada), justificó en cierta medida este punto de vista de Barzun, si bien por otras razones, en su ensayo Sobre Aristóteles y la ficción policíaca, publicado en 1946, tomando al gran filósofo como autoridad. Se trata de un argumento ya mencionado en este blog: los hombres necesitan historias. Así Sayers dice, siguiendo al estagirita, que uno puede encadenar una serie de discursos del más alto nivel en cuanto a dicción y pensamiento, pero sin producir el verdadero efecto dramático. Tendrá mucho más éxito con una historia que, por inferior que sea en estos aspectos, posea una trama. Lo esencial, el corazón de este tipo de novela policíaca, es la trama, y los personajes van en segundo lugar. No obstante, los libros de Sayers son de una cierta complejidad, con numerosas alusiones e interludios reflexivos, lo que puede hacerlas pesadas para mentes todavía poco entrenadas en la lectura. 

Por ello, antes de llegar Sayers y otros, mejor que nuestros hijos comiencen con el Auguste Dupin de Allan Poe y el Sherlock Holmes de Conan Doyle (Las historias de detectives y el buen pensar) o con la Srta. Marple, Poirot y el matrimonio de sabuesos de Tommy y Tuppence Beresford, de Agatha Christie. Tampoco deberán perderse los misterios desentrañados por el chestertoniano padre Brown o incluso las historias del detective aficionado Philip Trent de A. C. Bentley (amigo de Chesterton); las del caballero ladrón Arsenio Lupin de Maurice Leblanc y las del detective Ruoletabille de Gustave Leroux, o la maravillosa Piedra lunar de Wilkie Collins, descrita por  T. S. Eliot como “la primera, la más larga y la mejor” de las modernas novelas de detectives (que merecerá una entrada para ella sola). Tengan por seguro que el abanico para elegir es muy amplio y variado.

Dado que, como decía Chesterton, “las historias de detectives son solo un juego; y en ese juego el lector no lucha realmente con el criminal, sino con el autor, dejemos que los jóvenes lectores se entrenen y se fogueen con estas historias y practiquen la lógica y la observación contra tan fenomenales rivales. Les irá bien, seguro. Mis hijas se enfrentan en este momento con S.S. Van Dine (El caso del asesinato de Benson, 1926) y con Agatha Christie (Muerte en la Vicaría, 1930), y parece irles bien a juzgar por sus caras de concentración.