El ciego necio y el sordo sabio
1ª Cor 2,14
Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.
Érase una vez un ciego necio que dedicó buena parte de su vida a negar la existencia de los colores. No sólo eso. En su estupidez, se pasaba las horas atacando especialmente a aquellos que decían vivir felices en lugares que se caracterizaban por poseer una belleza natural digna de contemplarse. Su actitud no era sino fruto del complejo que tenía por su incapacidad física. A tanto llegó su necedad que cuando le ofrecieron una cura a su ceguera, se negó a recibirla porque "es mentira que la gente vea". Era la encarnación viva del refrán "no hay peor ciego que el que no quiere ver".
Érase una vez un sordo sabio que, aunque no podía escuchar sonido alguno, gustaba de ir a conciertos y representaciones de ópera. Cuando le preguntaban porqué un sordo como él asistía a esos acontecimientos, su respuesta era siempre la misma: "En la ópera veo al actor que está detrás de cada tenor, de cada barítono, de cada soprano. Y en los conciertos consigo discernir si la pieza musical es buena y está bien tocada, cuando contemplo el efecto que crea en los rostros de la gente". Cuando se encontró la curación a su sordera, aquella persona vivió siempre como un regalo lo que para el resto era algo natural.