El lugar en que estás es tierra sagrada
Hace tan solo unas horas que mi esposa y yo hemos regresado a casa de nuestro viaje en peregrinación a Lourdes. Ha sido un fin de semana intenso y, aunque pueda parecer contradictorio, a la vez tranquilo. Poco que ver con mi primer viaje a dicho santuario hace un poco más de diez años, aunque a decir verdad, nada ha cambiado en ese lugar de la geografía francesa. Ingentes cantidades de fieles acuden allá donde la Iglesia ha reconocido que la Madre de Nuestro Señor se apareció a una joven muchacha. Lourdes es, junto con Fátima, uno de los lugares del mundo donde se puede ver de forma más clara el cumplimiento de las palabras de María en el Magníficat: “porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Luc 1,48).
Niños, adolescentes, jóvenes, hombres y mujeres maduros, ancianos de los cinco continentes van a Lourdes a experimentar el gozo de encontrarse con aquella de quien Isabel dijo “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Luc 1,43). Y es que quien se encuentra con María, se encuentra con su Hijo, nuestro Salvador. Dios la creó para ser la bellísima y sin igual criatura en quien se encarnaría el Verbo, de forma que Cristo es verdaderamente fruto de su vientre.
Y de la misma manera que Cristo tuvo un lugar especial para los niños, la Virgen ha elegido a los más pequeñuelos para hacerse presente en los últimos tiempos. Fátima y Lourdes, Lourdes y Fátima, comparten esa misma circunstancia. La Madre del Señor no eligió a grandes sabios ni a grandes maestros para dejarse ver. Ese trozo de cielo se hizo visible a niños que fueron instrumentos de gracia. Y es necesario hacerse niño para sacar el mejor de los frutos de dicha gracia.