A por la medalla

Desde la semana pasada están teniendo lugar en Berlín los mundiales de atletismo, que tantos titulares están dando a los medios de comunicación por causa de ese jamaicano fuera de serie llamado Usain Bolt y por esa sudafricana, que lo mismo resulta ser un sudafricano, llamada Caster Semenya. Pero esto del atletismo viene de lejos. El mismísimo san Pablo lo usó en su primera epístola a los corintios, animándoles a entrar en esa carrera espiritual que tiene como destino la salvación:

1ª Cor 9,24-25
¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno sólo alcanza el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis. Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; mas nosotros para alcanzar una incorruptible.

Ocurre que para el maratón espiritual que corremos en este mundo con destino al estadio olímpico de la Jerusalén celestial, no nos basta con nuestras fuerzas. Al menos a mí no me vale. Sin la ayuda de la gracia de Dios, no podría correr más allá de cien metros. Para empezar, soy torpísimo y me caigo con mucha frecuencia. Para continuar, me gusta el esfuerzo menos que a un crío estudiar en vacaciones. Para finalizar, tengo una tendencia a bajar los brazos y abandonar la carrera ciertamente peligrosa. Menos mal que ahí está Cristo para levantarme cuando caigo, el Espíritu Santo para transformar mi desidia en coraje cristiano y la Iglesia para animarme cuando creo que no puedo más. Sin duda el Padre me ama mucho, pues de lo contrario no me habría dado todo lo que necesito para llegar a Él. Y lo que vale para mí, vale para todos.

Ahora bien, toda carrera tiene sus normas, que no pueden ser burladas si no se quiere caer en la descalificación. La pelea contra el dopaje en todos los deportes es bien conocida. En las carreras largas no se pueden tomar atajos. En las carreras de obstáculos, no se puede rodear los mismos para llegar antes. En longitud no se puede pisar más allá de donde está la marca desde la que se mide el salto. En pértiga no vale evitar derribar el listón saltando por debajo del mismo. Pero sobre todo, quienes usan sustancias prohibidas para aumentar su rendimiento suelen acabar siendo expulsados de la práctica del deporte profesional.

Pues bien, quien quiere recibir el premio al final de su carrera espiritual no puede hacer trampas tampoco. Para empezar, Dios no puede ser burlado. Quien escudriña el corazón sabe más sobre nosotros que nosotros mismos y no hay nada que se le pueda esconder. El camino hasta la meta tiene un solo nombre: Cristo. Y hay tres reglas fundamentales contra las que no se puede atentar: la fe, la esperanza y la caridad. Sin fe, no hay premio. Sin esperanza, no hay energías para acabar la carrera. Y sin caridad, es mejor ni salir de tacos. Analicemos brevemente las tres:

-Fe. Sin ella no se puede agradar a Dios. Pero curiosamente, es un don de Dios. Es decir, no nacemos con ella implantada en el ADN de nuestro espíritu, pues todos nacemos bajo el estigma del pecado de los primeros padres. Por tanto, se nos dona, se nos ofrece como la sangre que ha de llevar el oxígeno y los nutrientes por las venas y arterias de nuestra alma y espíritu. Y basta con una miaja de ella para llegar a la meta. Quien sienta que no la tenga, que la pida, que Dios no se la negará. Necesitamos una fe pura, no adulterada por el veneno del error y la herejía.

-Esperanza. La meta final nos puede parecer muy lejana pero a su vez la tenemos delante de nosotros. Cristo mismo es nuestra esperanza. Si Él no nos acompañara siempre, ¿qué sentido tendría dar un paso más? No corremos por el placer de correr, sino porque sabemos que el premio final será asir para la eternidad a Aquél que corre con nosotros. Y como dice la Escritura “la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5,5).

-Caridad. Si la fe es la sangre que alimenta nuestro cuerpo espiritual, el amor es el corazón del cristiano. Sin caridad la fe se queda parada, inerme, sin fruto, muerta. Es el amor lo que motivó a Dios para enviar a su Hijo para salvarnos y es el amor el que nos capacita para ser salvos. Y no cualquier amor, sino el amor de Dios. No basta el amor a los más cercanos, a los seres queridos, a los amigos. Dios ama a todos los hombres y a todos los hombres debemos amar nosotros. Por eso el segundo mandamiento “amarás al prójimo como a ti mismo” no puede desligarse del primero. Ese amor al prójimo se puede manifestar de muchas maneras, siendo una de ellas el procurar su bienestar material de forma que no padezca hambre ni sed, pero en mi modesto entender, la cima más alta del amor al prójimo es precisamente el deseo de su salvación. No hay mayor amor por el prójimo que ayudarle a entrar o regresar la senda de la verdad, de la salvación, de Cristo. Si vemos a alguien corriendo en dirección contraria a la meta, hay que reconvenirle para que dé media vuelta. Aunque ello implique, en un principio, el enfrentamiento “carnal". Pero como bien dice la Escritura “Si alguno de vosotros, hermanos míos, se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su camino desviado, salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados” (Stg 5,19-20).

En definitiva, estamos en una carrera que merece la pena ser corrida y acabada. No estamos solos. Además de Cristo, tenemos en derredor nuestro un público fantástico que nos ayuda a llegar a la meta. Lo dice también la Escritura: “Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe” (Heb 12,1-2). Nuestra Madre nos lleva en volandas. Nuestros hermanos, que han cruzado ya la línea final, nos empujan. Somos parte de un mismo equipo, de un mismo cuerpo. Y todo el que cruce la línea final recibirá su medalla. Allá no habrá un podium solo para tres. Hasta el último recibirá su corona de gloria.

Et pax Dei, quae exsuperat omnem sensum, custodiat corda vestra et intellegentias vestras in Christo Iesu

Luis Fernando Pérez

6 comentarios

  
Hermenegildo
Luis Fernando: te veo muy místico últimamente.
22/08/09 11:29 AM
  
Catholicus
Amén.
Estamos corriendo un impresionante maratón de relevos que se extiende por toda la Historia de la Salvación humana, "de generación en generación". Por las calles y en las gradas los Mártires y confesores nos contemplan, nos animan y nos dan de beber.

(Veo que vas dominando el ruso bien. Ánimo.)
22/08/09 11:38 AM
  
Luis Fernando
La cabra tira al monte, Hermenegildo.
22/08/09 11:42 AM
  
Tomás de la Torre Lendínez
Luis Fernando, ¿por qué firmas con un cruz delante de tu nombre?. Esto lo hacen los obispos.
22/08/09 1:04 PM
  
Luis Fernando
No sólo ellos, creo. Pero por si acaso, la quito, no se me vaya a mal entender, je je.
22/08/09 1:35 PM
  
Antonio García
Magnífico ejemplo el que plantea este artículo. Porque me permite ver que la razón por la que la Iglesia está quedando atrás en casi todo (carreras de velocidad, medio fondo y fondo, saltos, lanzamientos), es por una cuestión de entrenamiento. No es por problemas de vestuario (no es el tipo de camiseta o de chandal que se utiliza), ni por problemas de disciplina (expulsar a atletas solo contribuye a que baje el nivel de equipo), sino porque por falta de puesta al día en los métodos de entrenamiento. Y eso es fatal.

Pero siempre se está a tiempo de enmendar.
23/08/09 11:32 AM

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