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2.05.16

En el tanatorio

Hace unos días tuve que ir al tanatorio, lo que empieza a ser habitual. La verdad es que estaba lleno. No exagero si podría haber unas mil personas en total.

Al terminar de saludar a los allegados del difunto, entré en la capilla para rezar un rato. La capilla en cuestión -más bien un oratorio, por el tamaño- tiene capacidad para unas 400 personas y está situada en uno de los pasillos centrales del tanatorio. Vamos, que no hay que buscarla para encontrarla.

Pues allí me puse a rezar. 40 minutos a media distancia entre el Sagrario, al frente y la puerta a mi espalda. Según pasaba el tiempo, empecé a pensar en cuánto tiempo tardaría en entrar la próxima persona, pero allí no entraba ni un alma. Por fin al cabo de un rato entró un grupo de seis o siete personas de mediana edad. ¡Qué sorpresa cuando entraron! y… ¡Qué sorpresón cuando pregunté! No, no, no iban a rezar, ni a celebrar una misa, sino a hacer una cosa que se llama despedida civil. Allí entraron todos juntos, pasaron por delante del sagrario como si nada y -en este momento me hicieron salir- abrieron el féretro para despedirse del difunto. Pocos minutos después salieron todos, en silencio y cabizbajos. Luego entraron unas señoras a limpiar, que se llevaron un susto de muerte al ver a alguien en la capilla (lo digo de verdad, gritaron y todo) y, pasando por delante del sagrario varias veces, terminaron su faena. Poco después me fui.

Al salir vi otra vez lo de antes, las mismas caras tristes, la misma gente desgarrada de dolor, familias destrozadas sin saber qué decirse y mucha, pero que mucha gente, sin esperanza. Vidas rotas que no encuentran consuelo porque no tienen una razón para vivir y porque no tienen una razón para morir.

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