¡Por increíble que parezca!

El sepulcro sigue vacío, pero el grito que esa cavidad en la roca emite al mundo es recibido con un frío escepticismo. «¡Tampoco nosotros lo creíamos!», gritan los apóstoles. Los evangelios han sido escritos, no por fanáticos, sino por escépticos; alguno de ellos exigió introducir la mano en el Costado abierto de Jesús. Esto debería hacerles pensar.

          Suponga, amigo lector, que una mañana se dirige usted al cementerio con la intención de rezar ante la tumba de un ser muy querido. Cuando usted llega allí, se encuentra la lápida desplazada unos metros de su sitio, y la puerta del féretro abierta; está vacío... ¿Qué pensaría usted? Sin ninguna duda, pensaría que alguien ha cometido un crimen horrendo y ha profanado el cadáver de esa persona que significaba tanto para usted. Ahogado por el dolor, se dirigiría a la comisaría de policía más próxima para denunciar el terrible suceso.

          Ahora suponga que, mientras se encamina hacia la comisaría, ese ser querido ante cuya tumba iba usted a rezar le sale al encuentro sonriente; abre sus brazos y le llama por su nombre. Su aspecto no es el de un espectro, ni mucho menos el del enfermo que usted recordaba cuando, días antes morir, le visitaba en el hospital, sino el de una persona saludable, bien vestida, pletórica y feliz... ¿Podría resistir la emoción? Una vez repuesto del “shock”, y aún embargado por la alegría, comparte con él unas jarras de cerveza y le pregunta qué ha sucedido, cómo ha podido pasar lo que están viendo sus ojos. Tras ese tiempo de conversación, él se despide y se aleja... ¿Qué haría usted entonces? Supongamos que fuese a relatar la noticia a su familia. Lógicamente, no le creerían. Si les lleva ante la tumba vacía, le responderían que el cadáver ha sido profanado, y usted tendría que comprenderles: “lo mismo pensé yo” -les diría- “pero, tenéis que creerme; he estado con él”.

          Dirijamos ahora la mirada a los primeros cristianos. Cuando las mujeres se dirigen al sepulcro para embalsamar el cadáver de Jesús, y encuentran la piedra desplazada y la tumba vacía, su primera reacción es la misma que hubiese tenido usted: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto”. Ya ante el sepulcro vacío, lo mismo debió pensar Simón. Ellos no podían dirigirse a la policía, porque la propia policía los buscaba para matarlos. María volvió al único lugar del mundo capaz de captar su atención: se dirigió al sepulcro a morir de pena allí. Y, mientras lloraba, Jesús se le presentó, la llamó por su nombre, y le sonrió. Es cierto que María ya había visto una resurrección, la de Lázaro; pero Lázaro salió del sepulcro cubierto de vendas y hubo que pedir ayuda para que lo desenvolviesen y pudiese caminar. Había resucitado para volver a morir más tarde o más temprano; había dado un paso atrás desde la tumba para regresar a ella en su momento. Sin embargo, el Jesús que ella tenía ahora delante no era un cadáver reanimado. Se le veía hermoso, ágil, resplandeciente, feliz... eterno. Era eso, precisamente: Jesús no había dado un paso atrás desde la tumba, sino que había dado un paso hacia delante y había entrado, corporalmente, en la eternidad. Había vencido definitivamente a la muerte. Habló con ella, la hizo portadora de la mejor de las noticias, y se fue...

          María Magdalena, como hubiera hecho usted, se apresuró a llevar la noticia a los apóstoles. Y, como le hubiera sucedido a usted, no la creyeron. Pero ellos recibieron también la visita de Jesús, y, desde ese momento, también gritaron la noticia al mundo. No les creyeron y los mataron por decir tonterías.

          Dos mil años después, las cosas no han cambiado tanto: la noticia de la Resurrección de Cristo ha dado la vuelta al Mundo varias veces, pero son millones quienes se niegan a creerla. El sepulcro sigue vacío, pero el grito que esa cavidad en la roca emite al mundo es recibido con un frío escepticismo. “¡Tampoco nosotros lo creíamos!”, gritan los apóstoles. Los evangelios han sido escritos, no por fanáticos, sino por escépticos; alguno de ellos exigió introducir la mano en el Costado abierto de Jesús. Esto debería hacerles pensar.

          Para quienes amamos apasionadamente a Jesús de Nazareth, esta noticia lo es todo: es ella la que da sentido a nuestra existencia. En el cristianismo, la doctrina de Jesús no es tan importante como su propia vida. Al fin y al cabo, esa doctrina, sin la Fuerza que Él nos da cada mañana, es una utopía irrealizable que no llevaría sino a la frustración constante. Pero es Él quien llena nuestras vidas, es su Amor el que colma nuestros corazones, es su Gracia la que nos hace capaces de acometer la locura de ser cristianos. No existe, en la vida de un hombre, dolor más grande que la ausencia del ser amado. Y, por eso, no existe júbilo mayor ni gozo tan intenso como la presencia y la cercanía de la persona más querida. Jesús vive, vive para siempre, y está cerca, palpita en cada sagrario, se ofrece en cada altar, nos espera en cada iglesia y habita en cada alma que se ha dejado llenar de su gracia. Teniéndolo a Él, lo tenemos todo. Hoy, Domingo de Resurrección, los cristianos somos los seres más felices de la tierra, y gritamos al mundo que la noticia de las noticias es verdad: ¡Jesús vive!

          Yo también me he dirigido al Sepulcro. Este año he viajado allí por tercera vez, y, como las dos anteriores, su aspecto me ha recordado al del dormitorio de mis padres en esas mañanas de verano en que me levantaba tarde y ellos habían salido a comprar pan para el desayuno. Yo entraba allí y, al ver la cama recién hecha y la ventana abierta para ventilar la habitación, sabía que había amanecido hacía tiempo, y que mis padres cruzarían la puerta de casa de un momento a otro con el pan. Así he entrado en el ese sepulcro las tres veces, y, este año, por tercera vez, he celebrado allí la Eucaristía. Mientras consagraba, Jesús ha entrado en casa con el Pan, y hemos comido juntos. Son los momentos más felices de mi vida.

José-Fernando Rey Ballesteros, sacerdote

2 comentarios

Ya lo decía yo, entonces, padre, cuando Jesús llega a mi en la Eucaristía puedo decir que también ha venido a cenar conmigo, no es cierto?
Así es como lo pienso y lo siento, por eso creo que indefectiblemente en cada ocasión me embarga la alegría, el consuelo y se me vienen unas ganas de llorar.
Gracias por traernos el Evangelio a la tierra.
5/04/10 4:34 PM
Anuara
Gracias padre por escribir desde la convicción.
6/04/10 1:30 PM

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