¿Y si fuese tu madre o tu hermana?

Una de las principales causas de la extensión del mal moral en nuestros días, es la despersonalización de las relaciones sociales. Es mucho más fácil y probable que el hombre falte al respeto de su prójimo, o le inflija un daño objetivo, cuando lo considera extraño y ajeno a su vida.

De nuestro actual Papa se destaca generalmente su profundidad intelectual, que le hace especialmente apto para dirigirse al mundo de la cultura, desarrollando de una forma magistral el diálogo entre la fe y la razón. Entre tantas perlas como encontramos en su predicación, tal vez estén pasando inadvertidas otro tipo de reflexiones muy sencillas y “a ras de tierra”, que no por ello resultan menos iluminadoras.

Como botón de muestra, me voy a referir a unas palabras que Benedicto XVI dirigió a los jóvenes en Sidney, en el discurso de acogida de las Jornadas Mundiales de la Juventud celebradas este verano. El contexto en el que fueron pronunciadas, fue la denuncia de la proliferación de la violencia en las pantallas, unida a la degradación de la sexualidad: “Me pregunto cómo uno que estuviera cara a cara con personas que están sufriendo realmente violencia y explotación sexual podría explicar que estas tragedias, representadas de manera virtual, han de considerarse simplemente como «diversión»”.

La reflexión del Papa no es tanto la del intelectual que parte de unos argumentos teóricos, como la del observador impregnado de sensibilidad cristiana. En efecto, una de las principales causas de la extensión del mal moral en nuestros días, es la despersonalización de las relaciones sociales. Es mucho más fácil y probable que el hombre falte al respeto de su prójimo, o le inflija un daño objetivo, cuando lo considera extraño y ajeno a su vida.

Recuerdo una anécdota de infancia que traigo a colación: estaba ante el televisor viendo una película de vaqueros, en la que los indios caían “como moscas”. Nuestro alborozo por la victoria de los “buenos” era indisimulado. En un determinado momento escuché la voz de mi padre que me decía: “¡No olvides que los indios también tienen padre y madre…!” Aquella afirmación podía parecer tan obvia como extemporánea, pero en realidad había dado en el centro de la diana: el regocijo por el exterminio de aquellos indios presuponía una percepción despersonalizada de sus vidas.

Recuerdo también otra anécdota similar, aunque más reciente: conversaba con un grupo de jóvenes, a quienes les costaba entender y aceptar los motivos por los que la Iglesia Católica juzga como inmoral el recurso a la pornografía. Nuestra charla, bien podía parecer una conversación de sordos, ya que mis interlocutores parecían totalmente impermeables ante los argumentos morales que les exponía. Sin embargo, todo cambió cuando en un determinado momento se me ocurrió decirles: “¿Y si fuese vuestra madre o vuestra hermana?”

He aquí una de las causas por las que nos cuesta tanto poner en práctica el mandamiento del amor al prójimo: la consideración despersonalizada de nuestro prójimo. ¿Cómo amar a los demás cuando los percibimos como ajenos y distantes de nuestras vidas, como competidores de nuestros intereses, e incluso a veces, como odiosos y hasta enemigos?

La Iglesia no se limita a predicarnos el ideal del amor, sino que también nos indica el camino que hemos de recorrer para vivirlo. Una de las pistas más iluminadoras y prácticas la encontramos en el nº 2212 del Catecismo de la Iglesia Católica: en el contexto de la explicación del cuarto mandamiento de la Ley de Dios (“Honra a tu padre y a tu madre”), se subraya el papel decisivo que tienen las relaciones familiares, a la hora de mostrar cómo deberían ser todas nuestras relaciones personales y sociales:

« El cuarto mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad. En nuestros hermanos y hermanas vemos a los hijos de nuestros padres; en nuestros primos, los descendientes de nuestros abuelos; en nuestros conciudadanos, los hijos de nuestra patria; en los bautizados, los hijos de nuestra madre, la Iglesia; en toda persona humana, un hijo o una hija del que quiere ser llamado "Padre nuestro". Así, nuestras relaciones con el prójimo se deben reconocer como pertenecientes al orden personal. El prójimo no es un "individuo” de la colectividad humana; es "alguien" que por sus orígenes, siempre "próximos" por una u otra razón, merece una atención y un respeto singulares ».

La conclusión es clara: la familia es el modelo de las relaciones sociales. En efecto, si nuestra fe cristiana afirma que la comunión interna de nuestras familias es imagen de la comunión de las tres divinas Personas de la Santisima Trinidad (cfr. CIC nº 2205), así también podemos añadir que nuestras relaciones sociales están llamadas a ser reflejo e imagen de la comunión familiar y de las relaciones personales que en ella se establecen.

+ José Ignacio Munilla, obispo de Palencia

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