Ave Virgo audiens!

Ella escucha la Palabra y la recibe en pura fe; la medita y la conserva en su corazón; y consecuentemente, la hace vida y la transparenta en su actuar.

Este mes está marcado por un acontecimiento eclesial de primer orden. El día 5 de octubre daba comienzo en la Basílica de San Pablo Extramuros de Roma, la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, cuya celebración transcurre estos días en el Vaticano, hasta su clausura el próximo día 26. El tema del Sínodo es “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia”. La reflexión de la Asamblea Sinodal será importante para ayudarnos a caminar en la dirección de un mayor conocimiento de las Sagradas Escrituras, así como de una mejor disposición para dejarnos interpelar por su mensaje.

La Palabra se hizo carne y… la “Carne” se hizo “palabra”

Se ha dicho con razón que el cristianismo no es la “religión del libro” (definición ésta última que encajaría mejor con el Islam, por su forma de entender el Corán). Más bien, deberíamos definir el cristianismo como la religión de la Encarnación. Con otras palabras, lo central del cristianismo es el acontecimiento por el que Dios sale a nuestro encuentro. Dios se ha hecho presente en la historia del hombre; y la Palabra de Dios, antes que un relato escrito, no es otra cosa que el mismo suceso de la Salvación.

Ahora bien, así como en la oración del Ángelus decimos que “La Palabra se hizo carne”… a renglón seguido cabría añadir que, esa misma “Carne” -el Verbo encarnado- se hizo palabra. En efecto, bajo la inspiración del Espíritu Santo, dentro de la Tradición de la Iglesia se ha plasmado por escrito el ministerio de Cristo, cumbre y plenitud de toda la Revelación de Dios. No hay razones para tener envidia de quienes fueron coetáneos de Jesucristo, ya que gracias a los Santos Evangelios, y a los sacramentos, podemos alcanzar un encuentro vivo y eficaz con Él.

Hay un episodio de la historia de la Iglesia muy ilustrativo de cuanto venimos afirmando. Nos referimos a la vida y obra de San Jerónimo (347-419), que fue quien tradujo del hebreo y del griego al latín los diferentes libros de las Sagradas Escrituras, resultando así la versión que llamamos “Vulgata”, gracias a la cual la Palabra de Dios se puso al alcance de la mayoría del pueblo cristiano. En el espacio de ¡quince siglos!, ésta ha sido la traducción de la Biblia utilizada en la Iglesia Católica. Pues bien, es impresionante conocer que San Jerónimo vivió como un eremita, durante los treinta y cinco últimos años de su vida, en la cueva contigua a la gruta de la Natividad de Jesús en Belén. Aquél fue el lugar elegido para traducir y estudiar la Biblia, pared con pared con el espacio en el que la Palabra hecha carne “habitó entre nosotros”. La Sagrada Escritura continúa siendo lugar de la morada de Dios entre los hombres.

María, oyente de la Palabra

Al acercarnos al sacramento de Penitencia, en la tradición hispana solemos invocar a María con el saludo del “Ave María Purísima”, haciendo memoria de la que fue “perfecta redimida”, para mejor disponernos a recibir el perdón de Dios. Se trata de una piadosa costumbre, que se sustenta en sólidas bases teológicas. En efecto, si decimos que María es medianera de todas las gracias, ¿no lo será acaso del don de la misericordia, el más precioso fruto del amor de Dios?

Y aplicándonos ahora al tema que nos ocupa, si María ejerce su maternidad mediadora en la recepción de los sacramentos, ¿no lo hará también con aquellos que acuden a las Sagradas Escrituras buscando el rostro de Dios? ¿No tendría igualmente sentido que invocásemos a María al disponemos a leer la Palabra de Dios, de forma similar a como lo hacemos en la Confesión?

Pues bien, en la Exhortación Apostólica “Marialis Cultus”, publicada en 1974 por S.S. Pablo VI, la figura de María era presentada como la “Virgo audiens”, es decir, la “Virgen oyente” de la Palabra de Dios y de la palabra de los hombres. María escuchó las profecías del Antiguo Testamento, así como la misteriosa revelación del ángel enviado por Dios… y por encima de todo, María fue la que escuchó a su Hijo, la Palabra encarnada, durante tantos años de vida oculta en Nazaret. ¡Nadie como ella recibió la predicación evangélica de Jesucristo! En María aprendemos a realizar la auténtica “lectio divina”: Ella escucha la Palabra y la recibe en pura fe; la medita y la conserva en su corazón; y consecuentemente, la hace vida y la transparenta en su actuar.

Por todo ello, cuando acudimos a la fuente de la Palabra de Dios, cuando iniciamos la lectura de la Biblia, María es nuestro modelo: Ave, Virgo audiens!

+ José Ignacio Munilla, obispo de Palencia

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