Homilía de Mons. Munilla con motivo de la Festividad de Ntra Sra de Aranzazu

Virgen de Aránzazu, Madre de la humildad y Reina de la paz

 

 

            Excelentísimo obispo de Benin, querida Comunidad Franciscana, queridos sacerdotes y religiosos, fieles devotos de nuestra Madre de Aránzazu, queridas autoridades,

 

            Cuando los predicadores nos disponemos a hablar de aquélla a la que invocamos como “Virgen María”, “Nuestra Señora”, “Madre del Cielo”, o, simplemente, “María”, podemos hacerlo desde distintos aspectos de su vida, todos ellos complementarios: su testimonio de fe, su Maternidad divina, la vida familiar en Nazaret, su relación con los Apóstoles y la incipiente Iglesia, su apertura al don del Espíritu Santo, su virginidad y su pureza, su acogida de la Palabra de su Hijo Jesucristo… ¡su humildad!

 

            En efecto, en esta ocasión me quiero centrar en el último aspecto: la humildad. ¡María, modelo de humildad! Con su ayuda y en su presencia, deseamos profundizar en esta virtud, de la que decía San Basilio que era la “virtud total”…

 

            Santo Tomás de Aquino enseñaba que la humildad es la virtud que modera el deseo desordenado de la propia excelencia, dándonos un conocimiento verdadero de nosotros mismos, principalmente ante Dios, pero también ante los hombres. Dicho de otra forma, la humildad es la virtud que nos lleva a partir de la realidad de nuestra vida, abiertos a lo que Dios quiera de nosotros. La Virgen María es aquélla que se sabe creatura de Dios, y al mismo tiempo está plenamente abierta a la obra divina que Dios quiere hacer en Ella, pronunciando su “fiat” libremente: “Que se haga, que se cumpla en mí la voluntad de Dios”. Fijémonos en dos frases suyas, recogidas en el Evangelio: “El Señor ha hecho en mí maravillas” y “Hágase en mí”. En las dos -la primera, referida a su  pasado y la segunda, referida a su futuro- aparece la actitud dócil de la Virgen, “receptora” ante la acción del Señor, y totalmente abierta hacia sus planes; y eso es muy significativo. Ella atribuye a Dios el protagonismo absoluto de todo cuanto sucede en su vida. María sabe bien que es Dios quien “obra en nosotros el querer y el obrar según su designio de amor” (Cfr. Flp 2,13). 

 

            Tomando a Santa María como modelo, también nosotros estamos llamados a reconocer nuestra condición de creaturas, al mismo tiempo que agradecemos todos los dones y talentos que hemos recibido de Dios. El que se tiene a sí mismo en más o en menos de lo que es, no es perfectamente humilde, porque no tiene un conocimiento verdadero de sí mismo. En realidad, ser humilde a imagen de la Virgen María, es caer en la cuenta de que no somos nada sin la gracia de Dios, y al mismo tiempo, todo lo podemos con la gracia de Cristo.

 

            La figura de María nos da muchas claves para examinar y autentificar la vivencia de la virtud de la humildad en nuestra vida:

 

            1º. Evaluamos la humildad examinando nuestra prontitud para acoger las orientaciones y el consejo: El humilde está abierto al consejo, a las sugerencias, a las exhortaciones, a las correcciones… Su actitud es bien distinta a la del supuesto ideal de hombre “maduro” y “autónomo”, que parece reivindicar: “Yo ya sé lo que me conviene, y no necesito que nadie me aconseje”.

            No debemos suponer fácilmente que nosotros estamos lejos de esta tentación, porque al mismo tiempo que nos quejamos de la rebeldía de los hijos, también a los adultos nos sucede con frecuencia, que rechazamos multitud de consejos y enseñanzas que nuestro Padre Dios nos va ofreciendo de muy diversas maneras, a lo largo del camino de nuestra vida…

 

            2º. En segundo lugar, podemos evaluar nuestra humildad examinando nuestra prontitud para el servicio al prójimo; y para el abajamiento, cuando la caridad lo requiera. Tenemos que admirar a Jesús y a María, que –si se me permite la expresión- entraron en la historia “por la puerta de servicio”… Baste recordar aquellas palabras del Evangelio: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a entregar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45), o aquella imagen de la Virgen María en estado de buena esperanza, que corre presurosa a servir a su prima Isabel, ya mayor y necesitada de cuidados en su sexto mes de embarazo.

            Alguien dijo que la humildad es el Amor que está dispuesto a servir abajándose. Con frecuencia nosotros solemos pensar que la felicidad consiste en el simple disfrute, olvidando que la vida no merece la pena ser vivida si no es al servicio de un ideal. Algo de esto parece decirnos Jesús en el Evangelio cuando afirma: “Quien intente ganar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mi la encontrará”  (Mt 10, 39).

 

            3º. Y en tercer lugar, podemos evaluar nuestra humildad examinando la alegría de nuestro corazón. San Francisco de Sales decía que “un santo triste es un triste santo”. Más bien tendríamos que decir que no hay verdadera santidad, ni verdadera humildad, sin alegría… La humildad nos exige el vencimiento de nuestros malos humores y el dominio de nuestros estados de ánimo tan variables. No es difícil comprobar que allí donde anida el orgullo y la soberbia, son frecuentes las caras largas, las indelicadezas, la tristeza y el corazón amargado…

            El secreto de la alegría del humilde está en saber apreciar tantísimos dones de Dios, viviendo en el espíritu del olvido de uno mismo y atento a hacer felices a los demás.

 

            ¡He aquí el ideal de la humildad hecho vida en María, que se nos muestra como modelo para todos los que la reconocemos como Madre…!  ¡Vamos a procurar aprender de Ella, vamos a parecernos a Ella! ¡Virgen y Madre humilde, alcánzanos esta gracia de Cristo, la gracia de la humildad!

 

            Esta solemnidad de nuestra Madre de Aránzazu, se nos presenta como una ocasión privilegiada para rogar por la paz de nuestro pueblo. María, Madre de humildad, es también Reina de la Paz, como la invocamos en las letanías del Santo Rosario. Por ello, quiero unirme a la oración que tradicionalmente hemos elevado al Señor desde este santuario, y os invito a todos a pedir a Dios con confianza y perseverancia, por intercesión de nuestra Madre de Aránzazu, la paz definitiva para nuestro pueblo.

 

            Acogemos con prudencia el anuncio de tregua emitido por la organización terrorista ETA, mientras que pedimos a Dios que ilumine a todos cuantos están llamados –mejor dicho, estamos llamados- a ser constructores de la paz. Y, sirviendo de altavoz al mensaje de Cristo, exhortamos a que esta tregua sea definitiva e incondicional. Uniéndonos a nuestro pueblo, exigimos a ETA su disolución. El momento actual hace más imperiosa, si cabe, esta llamada. La creciente esperanza de nuestro pueblo por la paz es ya un proceso imparable, y no tienen sentido alguno las resistencias que lo impiden.

 

            La paz no puede ser “utilizada” como un medio, sino que ha de ser “buscada” como un fin. O dicho de otra forma, la paz no puede convertirse en un “instrumento” al servicio de nuestras “estrategias”. Tengamos en cuenta que la vida es un derecho inviolable de cada ser humano, que no depende del momento, ni de las ideologías, ni de estrategia alguna, sino de Dios, autor de la vida; en quien vivimos, nos movemos y existimos.

 

Por ello, me atrevo a insistir: no habrá posibilidad de paz si no crecemos en humildad. Decía San Francisco de Sales que “la paz nace de la humildad”. Por el contrario, la soberbia es la madre, la causa última de toda violencia.

 

No cabe duda de que la búsqueda de la justicia es también una condición necesaria para que haya paz. “La paz es obra de la justicia”, nos dice el Profeta Isaías. Pero esta justicia ha de estar impregnada en todo momento de la humildad y de la caridad; ya que la soberbia ahoga toda expresión incipiente de justicia.

 

Sin duda alguna, la aportación más específica que la Iglesia hace a la causa de la paz es ésta: la llamada a la conversión del corazón de todos y cada uno de nosotros, la llamada a la humildad personal. Sólo si hay humildad pueden darse las restantes condiciones para la paz: arrepentimiento, reparación, paciencia, diálogo, tolerancia… e incluso, la propia justicia.

 

            Concluimos pidiendo a nuestra Madre de Aránzazu, un año más, este don de la PAZ. Lo pedimos con la confianza de que el poder de la oración es infinito. Jesús nos dijo en su Evangelio: “Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis” (Mc 11, 24).

 

            ¡Madre de Aránzazu, ayuda a tus hijos, ruega por nosotros!

 

+ José Ignacio Munilla, Obispo